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22.4.20

PANDEMIA


Viajé veinte años al futuro para saber cómo seguía la infección y ya no existo para esa época. Vi la niebla blanca. “Voy a durar menos que mamá”, pensé.
Tardé un día en volver a intentarlo, ahora quince años hacia delante. Tampoco estoy ahí. Corregí a diez, y dejé la máquina funcionando durante la noche. Esta mañana llamé a los de la empresa:
- ¿El sistema está fallando?
- Anda correctamente.
Soy joven. Estoy por escribir “dos” en la casilla de las fechas. Me tiemblan las piernas.

6.3.14

72

-¿Adónde estás, Babu?
-Acá.
La voz de su abuelo no le daba miedo, aunque estuviera muerto.
-Indicame.
-Un poco más a la izquierda –dijo la voz.
Felipe se movió. La bruma casi no lo dejaba oír.
-Otro poquito, y hacia delante. Agarrate de mi mano.
Le dio impresión. Vio la punta de una rama seca y negra, con las uñas larguísimas enroscadas sobre sí mismas, como esqueletos de caracoles vacíos. Felipe la tomó temblando. La voz se acentuó.
- Otro poco a la izquierda, más cerca del cartel… ¡Agarrate de mi mano, Felipe, por favor!

5.3.14

73

-Cambiamos todo –le dijo.
Ella era una petisa que le gustaba mucho. Le mostró la nueva disposición de los tableros y cómo habían dejado las catenarias.
-Entiendo –dijo ella-. Hicieron muchos cambios.
-Todo –repitió él. Y sonrió por el ojo que le había quedado detrás de la oreja

16.5.13

MACHO

- Si usted es tan macho- le dijo al poeta -búsquese algo que rime con enchufe.

18.11.11

LA CIUDAD CAUTIVA


"- Los sicópatas como usted no tienen empatías -dice la doctora, para disociarme de un plumazo del resto de los internados. Y agrega: -La empatía está regulada por los grupos y sus conflictos.


- ¿Puede enseñarme a tener empatías?

No me contesta. No quiere, o no sabe. Después de un silencio, dice:

- Los seres humanos formamos grupos. Los humanos sanos –remarca la palabra-. En esos grupos podemos sobrevivir o triunfar. O, simplemente, existir, que es lo que hacemos casi todas las personas: ver pasar la vida desde un puente.

Se disculpa un momento para atender su celular. Sale al pasillo. Los otros internados me miran con asombro. Nadie antes se había animado a hablarle a la doctora. Abro la ventana y salto por el hueco. Corro cuadras y cuadras, mirando hacia atrás.

Ahora, en un descanso, no sé qué tanto sucede con estos coches que van por debajo de mis pies. Son una manada veloz de hierro y carne. Estoy detenido en mitad del recorrido que une el Bellas Artes con el Centro de Exposiciones donde se hacía la Feria del Libro cuando yo era chico. Conozco el lugar. Los libros también son entidades que van en grupo. Al menos lo fueron dentro de esos galpones, en mi época de felicidad.

El puente se llama César y se apellida Janello. Como si fuera una persona, alguien importante, de esos humanos que triunfaron en su grupo. Me apoyo en la corta baranda para asomarme. No me parece que yo sea el sicópata que dijo la doctora. Los coches tampoco tienen conexiones entre sí. No hay empatías de unos con otros. Están solos, aunque aparenten ir en yunta.

Viajando sobre el espejo mojado de la noche."

29.6.09

89

Gabriel decidió despertarse desde sus sueños. Los personajes se le repetían noche a noche. Se concentró en su madre y en el vecino. Les impartió la orden, la hora. Así, estuvieran en el momento en que estuvieran, haciendo lo que hicieran, el vecino y su madre componían sus mejores sonrisas para anunciarle: “Gabi, hijo llegarás tarde al trabajo”. O: “Amigo Gabriel, créame: debe levantarse ya”. Y Gabriel se levantaba de buen humor.
Un tercer personaje se enteró. Llevaba la cara tapada por un pasamontañas y siempre le tocaba el papel de chofer. Empezó a ordenarle a Gabriel que siguiera durmiendo. Varias veces logró que Gabriel no se levantara de la cama hasta después del mediodía.
La madre y el vecino comenzaron a ponerlo en alerta. “¡No le haga caso, buen hombre, despiertesé!”. “Hijo, mirá la hora en tu reloj, ¡no en el del encapuchado!”. El chofer salía corriendo antes de que él pudiera responder y despertarse. Las tardanzas iban desde los diez minutos hasta la hora y media.
Una noche soñó que el encapuchado lo llevaba en un taxi por la 9 de Julio. En el semáforo una señora se acercó a su ventanilla a venderle un ramo de rosas, pero dijo: “Es una trampa, hijito, quiere que nunca te despiertes”. Rápido como una anguila, el taxista se arrojó del auto. Gabriel alcanzó a aferrarlo por el pasamontañas, que se le desprendió de la cabeza. La 9 de Julio estaba desierta; el taxista corrió. Gabriel iba detrás, agitadamente tenso.
El taxista abrió la puerta del obelisco y comenzó a subir la apretada escalera. Gabriel respiraba asmáticamente, pero no dejaba de seguirle la nuca. Llegó rendido ante la espalda del malhechor. A través de la ventanita cuadrada, la vista de la 9 de Julio era impactante, daban ganas de tirarse. Gabriel le puso una mano sobre el hombro derecho, lo dio vuelta. Pudo verle la cara.
Fue como verse en el espejo.

31.10.07

BILLETES DE PAPEL

Mi padre recorta rectángulos de papel de diario y los guarda en su billetera. Esconde la billetera debajo de la almohada, para que no le robemos su plata imaginaria. Se afeita con un vidrio verde. Durante años, cada vez que le veía los cortes en la cara, pensaba: “Ojalá que te mueras. Ni siquiera te voy a recordar”.


Crecí.
Hoy pienso: “Ojalá, con el tiempo, mis recuerdos se posen en tus flores”.

16.7.07

CHE PARLA

El muerto dice:
- No me toquen, no me muevan, no me jodan. Estoy muy bien así, tiradito.
El mismo muerto dice:
- Este lado no es un gran descanso, pero es agradable. Dormía mejor allá, con dos whiskys adentro.
El mismísimo muerto dice:
- Jueguenmé a la quiniela, hoy a la noche

9.5.07

MODERNIDAD

- Hace cien años, saber andar a caballo era fundamental. Hoy hay que saber conducir un auto. Los caballos pasaron de moda.
- Como la literatura – dijo Edgardo.

7.9.06

PICAZÓN

- Me pica la cabeza.
- A lo mejor tenés un piojo.
- ¿Y de dónde voy a tener uno?
- De mí. O de Sofi. Las dos tenemos el pelo largo. Ella viene llena de piojos, del colegio. Hoy le saqué como ocho con el peine fino.
- Qué mierda. Traé el peine fino, a ver.
Laura fue hasta el baño. Su hija me miraba como quien mira al enemigo.
- Pasameló.
A la primera rastrillada salió uno. Gordo, negro, brillante.
- ¿Ves? – dijo Laura, y me lo volvió a poner en la cabeza.
- ¿Qué hacés, boluda?
Sofía no podía parar de reírse y rascarse.
- Así parecemos una familia – dijo Laura.

23.6.06

LA PRUEBA

- Vino tu amante.
- ¿Cómo sabés?
- Mi cepillo de dientes está mojado. Podés pedirle, como mínimo, que se compre uno.
La señora se ruborizó.
- Lo usé yo – dijo.
- Lo revisé – dijo el marido-. El tuyo también está mojado.

21.6.06

OCUPACIÓN

Lo primero que hace un porteño cuando llega a un lugar silencioso, es ruido. Puede ser una playa, un campo, una casa en un country. El porteño se baja de su auto y grita. Para demostrar que existe. Para que todos los animalitos del lugar, los pocos vecinos, el viento y la arena, sepan que él ha llegado. El grito puede ser una queja o un signo de satisfacción, de plenitud.
Después puede ser que el porteño se siente, intente comer algo o beber, y se termine yendo. Pensará: “qué lugares hermosos tiene mi país”. El viento se ocupará de esparcir la basura que él y sus hijitos hayan dejado tirada.

19.5.06

TV

Por el televisor hablaban de un homicidio doble, en el conurbano bonaerense. Dos parroquianos miraban la escena con sus vasos de vino en la mano.
- ¡Qué vergüenza! –dijo el que llevaba un pañuelo atado en el cuello- ¡Mire la cara de animal que tiene!
- No se equivoque –corrigió el otro, llenando los vasos-: Ése es el padre de la víctima.
El del pañuelo se quedó pensando. Al rato, volvió a gritar, señalando hacia el televisor:
- ¡Igual! ¿Vio la cara?

24.4.06

CASTELAR SOLAMENTE

Con la leve impresión de estar llegando a un lugar nuevo, arribó a una estación y alguien le dijo que era el infierno. ¿Fue un pasajero o el guarda, mientras manipulaba sobre el mecanismo para abrir las puertas? En el piso de chapa del vagón había dos gotas rojas. Cerró los ojos. No iba a aceptar ningún infierno porque era joven, porque vivía en Castelar y porque su madre lo estaba esperando con la comida. El guarda dijo “parada final”, y a él se le puso la piel de gallina. Las puertas se abrieron. Una niebla blanca desdibujaba las letras del cartel con el nombre de la estación. Se bajó. El tren, contra lo que el guarda había dicho, siguió viaje.
Sobre la plataforma, unos adolescentes escribían la pared con aerosoles. Eran tres, dos varones y una mujer; se codeaban, nerviosos. La pintada decía “mueran los niños”. El cartel decía “CASTELAR”.
Delante del bar del andén un hombre alto y seco apretaba su saco contra el cuerpo, aferrado a un vaso de vino en el que casi tenía sumergida la nariz. Tosió sobre la boca redonda de vidrio, y se salpicó el pecho y el mentón. El joven pensó que no había oído el sonido de la tos.
Una señora se detuvo a mirarlo. Estaba muy seria; lo tocó en el hombro y le dijo algo. Él volvió a saber que no podía descifrar sus palabras. Se llevó las manos a la cara, pensando “ojalá recuerde cómo poder llorar”. Imaginó su rostro convertido en una máscara brillante, de cera, con todos los gestos quietos y dos pozos negros en lugar de los ojos. “Volví”, masculló desde la hendija de la boca. “¿Qué?”, dijo la mujer. Él la miraba desde atrás de la máscara, con los ojos fijos clavados en el centro de los dos pozos. “Volví del infierno”, se dijo en secreto, mudo. Y empezó a caminar, con el alma borracha de espanto.
Se detuvo frente a su casa, invadido por un sentimiento de desconfianza. “No hay por qué dudar”, pensó, para animarse. La llave giró en la cerradura. La puerta se abrió.
En la cocina estaba reunida casi toda su familia. Cenaban. Habían venido algunos tíos, una de esas tías viejas cargaba un bebé entre los brazos. “Hace tanto que no nos visitaban”, pensó, “que no recuerdo ni sus nombres”. Ellos lo miraron amablemente. Todo estaba igual, aunque sin sonido (el vino llenando las copas, el roce de los cubiertos). ¿Se habría quedado sordo? Tal vez, sí, temporalmente sordo. En mitad de la duda lo sorprendió la voz de su propia madre. Le dijo algo así como “sentate, querido”, con un tono tan grave que le costó reconocer.
Intentó encender el televisor. Apretó varias veces la tecla, pero la imagen no aparecía. Verificó que estuviera enchufado. “¿No anda?”. Su madre levantó la vista del plato para decir “no”. Pero no lo dijo. Sólo hizo un gesto abriendo la boca vacía de palabras, y sonrió. Él recibió la sonrisa como un adorable regalo de la realidad, como un alivio. No le importaba ninguna otra cosa: había vuelto a su casa y ahora estaba sentado a la mesa con sus parientes, con su hermano menor y sus tíos. Aquella era su familia, y todos cenaban junto a él, sin advertir que el aparato no funcionara, o los ravioles no tuvieran gusto. “La comida preferida de mamá”, pensó. Un par de detalles no iban a empañar este regreso, la infinita alegría de haberse escapado del tren.
Estaba concentrado en sus pensamientos cuando alguien lo pateó por debajo de la mesa. Al principio supuso que sería una broma, porque su hermano, que estaba sentado a la derecha, comenzó a reír. Después se volvió una cosa molesta, porque era como si le acariciaran sobre los pantalones, y sintió miedo. De nuevo ese miedo al regreso. Su hermano se había distraído, y ahora la madre era la que lo miraba y se reía. Los hombros de ella se movían hacia arriba y hacia abajo, descubriendo el trabajo escondido de sus manos sobre las piernas del joven. Él apartó la silla. Se agachó por debajo de la tabla de la mesa para ver qué pasaba. Levantó el mantel colgante como una cortina. Su cara volvió a endurecerse totalmente, sin siquiera pestañar. “Es imposible”, pensó. Ellos, todos los que ahí estaban, no aparecían por debajo de la mesa. Ni sus piernas, ni sus zapatos, ni la pollera de la madre, ni las caderas de sus tías; sólo el esqueleto de las sillas vacías y el telón del mantel.
Se levantó. La idea de saberse frente a una escenografía montada para recibirlo, para atenuar su desesperación, lo puso más pálido aún. Los espectros devoraban sus pastas. Sin detalles, ni gustos, ni ruidos.
Le indicaron que se sentara, que no había por qué asustarse.
- Es una bienvenida –dijeron.

29.3.06

BISTURÍ

Un chacarero de nombre Sosa dijo que los injertos eran una especie de cirugía, y que por eso se hacían en el invierno, cuando los árboles están anestesiados. ¿A qué médico se le ocurriría operar a una persona despierta?

A la semana salió en los diarios.

Le había cortado la garganta a su mujer, en julio, mientras dormía.

22.3.06

SENILIDAD

La gente asaba pechos en parrillas; costillares enteros. Llegué al sector de las mesas para incorporarme a una familia. No eran conocidos, pero me recibieron bien. Conseguí asiento al lado de un viejo que traía una cosa envuelta en un repasador celeste. Le dije que me dejara ver. Desenvolvió el paquete. Era un oso de juguete embebido en vinagre. Comprendí que era su comida. El olor de la carne asada nos llegaba desde todos los vientos.
- Ah, un peluche en escabeche – dije. La gente se rió.
El viejo se puso a llorar. Juntó las manos sobre su pantalón. Se había meado. Intenté levantarlo. Dos niños con cara de murciélago comenzaron a roer el peluche.

3.10.05

CUENTO DE TERROR RURAL

“Las primeras cincuenta mascotas de la tierra” está en el libro “Marvin”, de editorial Alfaguara. Es el segundo cuento. Es un cuento de machos. Un carpintero llamado Carlitos me describió parte de los datos de los paperos, de un campo en el que había vivido de niño. Inventé lo demás. Los relatos del carpintero eran muy vívidos; me impactaron profundamente. Varias veces lo había escuchado contar, en los asados de mis obras. Una vez lo grabé, con su consentimiento. Conservo ese caset y –tal vez- su amistad.

El cuento quedó armado cuando logré convertirlo en un relato de fantasmas. Ani Shua y Jorge Accame me lo criticaron por eso. “Todo venía genial hasta que apareció el duende de la papa”. Ahí el relato se infantiliza, según ellos. Siempre me pareció que sin ese detalle fantástico no era un cuento, sino una simple crónica de costumbres. Y ODIO las crónicas de costumbres.

El título también salió de la obra. Durante muchos años tuve un peón, Vicente, que no quería ascender posiciones, ni cobrar más. Sólo ir a los lugares para ayudar un poco, hasta que se cansaba y se iba a dormir o a tomar vino. Un clavo, si no fuera porque, donde íbamos, nos traía suerte. Era como una herradura de siete agujeros. Recuerdo a Vicente como a un tipo feliz, que atraía felicidad y la contagiaba a los demás. Sus hermanos decían que iba de “mascota”. Yo prefería decir que era nuestro talismán. Casi siempre hacía las compras, encendía el fuego, descargaba materiales o barría. Toda vez que él participaba de una obra, las cosas salían sin contratiempos.

Del cuento me gusta la última frase, que devela el secreto del analfabetismo. Esa frase no podría existir sola en un contexto costumbrista de paperos. Sería obvia. Solamente cuando la tuve, tuve el cuento.

Leidis an gentlemans: uno de terror, en Mandarina.

15.9.05

HIPÓDROMO

El novio de la joketta a la que le saqué fotos me saludó con un reproche.
- No viniste el martes, a Palermo.
- ¿Cómo entró tu novia?
- Ganó. Adiviná cuánto pagó.
Lo miré sin creerle demasiado.
- Dos –dije.
- Más.
- Tres.
Sonrió.
- Dieciséis –dijo, sobrador.
Le había apostado todo y se había hecho rico.
Cada vez estoy más seguro que los jugadores son como los pescadores. Los ves sacar piezas de hasta quinientos gramos. El tiburón de dos metros con cincuenta sale cuando no hay nadie cerca.

6.9.05

ADIÓS, BOB

Cuento inédito en Mandarina. Cuando digo inédito, me refiero a inédito en libro. Me lo contó mi amiga Mariana, cuando estuve en su casa de Barcelona el año pasado. Me dijo así: “tengo una historia increíble para que escribas”. No le creí, pero la escuché igual. La historia era realmente increíble y un poco más larga; decidí cortarla ahí para que fuera bien fuerte. El final, “Oh, my Bob”, es un detallito que me regaló la escritora catalana Care Santos.
Escribí el cuento de un tirón en la playa de Mataró. Cuando volví, lo pasé en computadora. Casi no tuvo correcciones. Para el que quiera leerlo en papel, acaba de salir en la revista de Pettinato, “La Mano”, en el número dedicado a los Rolling Stones. Está excelsamente ilustrado por Leo Arias.

Imagino este cuento como el primero de un próximo libro de siete cuentos editado por Alfaguara. No sé cuáles irán en el medio, pero el último será “El café de los micros”. Me va a gustar empezar ese libro con la palabra Adiós.

25.8.05

RUNAS

- Aparezco – dijo Fabiana.
Había llegado a mi casa porque le había gustado una de mis novelas. Tenía una sonrisa contagiosa. Lo que se dice “un bombón”. Hablamos un rato; le hice de comer, la besé y nos fuimos a la cama. Vivía en Ituzaingó. Se fue por la mañana. ¿Cómo había aparecido?
- Por las runas –. Explicó que se trataba de unas piedritas con una especie de alfabeto, que al tirarlas le narraban el destino. Mi novela la había convencido, había consultado a las runas y le habían revelado que yo era el hombre de su vida. Por eso me quiso ver, por eso se acostó, por eso seguimos amándonos durante meses, y nos fuimos de viaje a Miramar. Sobre la arena me tiró las cartas con la baraja española, la tarde antes de volver.
- No aparezco más – dijo, perpleja.
No habló otra palabra durante todo el viaje. Tuve diarrea; el baño del micro apestaba. Me picaron varios mosquitos. No dormí ni un segundo.
Llegamos a Retiro y se despidió de mí para siempre.