- Aparezco – dijo Fabiana.
Había llegado a mi casa porque le había gustado una de mis novelas. Tenía una sonrisa contagiosa. Lo que se dice “un bombón”. Hablamos un rato; le hice de comer, la besé y nos fuimos a la cama. Vivía en Ituzaingó. Se fue por la mañana. ¿Cómo había aparecido?
- Por las runas –. Explicó que se trataba de unas piedritas con una especie de alfabeto, que al tirarlas le narraban el destino. Mi novela la había convencido, había consultado a las runas y le habían revelado que yo era el hombre de su vida. Por eso me quiso ver, por eso se acostó, por eso seguimos amándonos durante meses, y nos fuimos de viaje a Miramar. Sobre la arena me tiró las cartas con la baraja española, la tarde antes de volver.
- No aparezco más – dijo, perpleja.
No habló otra palabra durante todo el viaje. Tuve diarrea; el baño del micro apestaba. Me picaron varios mosquitos. No dormí ni un segundo.
Llegamos a Retiro y se despidió de mí para siempre.
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