Con la leve impresión de estar llegando a un lugar nuevo, arribó a una estación y alguien le dijo que era el infierno. ¿Fue un pasajero o el guarda, mientras manipulaba sobre el mecanismo para abrir las puertas? En el piso de chapa del vagón había dos gotas rojas. Cerró los ojos. No iba a aceptar ningún infierno porque era joven, porque vivía en Castelar y porque su madre lo estaba esperando con la comida. El guarda dijo “parada final”, y a él se le puso la piel de gallina. Las puertas se abrieron. Una niebla blanca desdibujaba las letras del cartel con el nombre de la estación. Se bajó. El tren, contra lo que el guarda había dicho, siguió viaje.
Sobre la plataforma, unos adolescentes escribían la pared con aerosoles. Eran tres, dos varones y una mujer; se codeaban, nerviosos. La pintada decía “mueran los niños”. El cartel decía “CASTELAR”.
Delante del bar del andén un hombre alto y seco apretaba su saco contra el cuerpo, aferrado a un vaso de vino en el que casi tenía sumergida la nariz. Tosió sobre la boca redonda de vidrio, y se salpicó el pecho y el mentón. El joven pensó que no había oído el sonido de la tos.
Una señora se detuvo a mirarlo. Estaba muy seria; lo tocó en el hombro y le dijo algo. Él volvió a saber que no podía descifrar sus palabras. Se llevó las manos a la cara, pensando “ojalá recuerde cómo poder llorar”. Imaginó su rostro convertido en una máscara brillante, de cera, con todos los gestos quietos y dos pozos negros en lugar de los ojos. “Volví”, masculló desde la hendija de la boca. “¿Qué?”, dijo la mujer. Él la miraba desde atrás de la máscara, con los ojos fijos clavados en el centro de los dos pozos. “Volví del infierno”, se dijo en secreto, mudo. Y empezó a caminar, con el alma borracha de espanto.
Se detuvo frente a su casa, invadido por un sentimiento de desconfianza. “No hay por qué dudar”, pensó, para animarse. La llave giró en la cerradura. La puerta se abrió.
En la cocina estaba reunida casi toda su familia. Cenaban. Habían venido algunos tíos, una de esas tías viejas cargaba un bebé entre los brazos. “Hace tanto que no nos visitaban”, pensó, “que no recuerdo ni sus nombres”. Ellos lo miraron amablemente. Todo estaba igual, aunque sin sonido (el vino llenando las copas, el roce de los cubiertos). ¿Se habría quedado sordo? Tal vez, sí, temporalmente sordo. En mitad de la duda lo sorprendió la voz de su propia madre. Le dijo algo así como “sentate, querido”, con un tono tan grave que le costó reconocer.
Intentó encender el televisor. Apretó varias veces la tecla, pero la imagen no aparecía. Verificó que estuviera enchufado. “¿No anda?”. Su madre levantó la vista del plato para decir “no”. Pero no lo dijo. Sólo hizo un gesto abriendo la boca vacía de palabras, y sonrió. Él recibió la sonrisa como un adorable regalo de la realidad, como un alivio. No le importaba ninguna otra cosa: había vuelto a su casa y ahora estaba sentado a la mesa con sus parientes, con su hermano menor y sus tíos. Aquella era su familia, y todos cenaban junto a él, sin advertir que el aparato no funcionara, o los ravioles no tuvieran gusto. “La comida preferida de mamá”, pensó. Un par de detalles no iban a empañar este regreso, la infinita alegría de haberse escapado del tren.
Estaba concentrado en sus pensamientos cuando alguien lo pateó por debajo de la mesa. Al principio supuso que sería una broma, porque su hermano, que estaba sentado a la derecha, comenzó a reír. Después se volvió una cosa molesta, porque era como si le acariciaran sobre los pantalones, y sintió miedo. De nuevo ese miedo al regreso. Su hermano se había distraído, y ahora la madre era la que lo miraba y se reía. Los hombros de ella se movían hacia arriba y hacia abajo, descubriendo el trabajo escondido de sus manos sobre las piernas del joven. Él apartó la silla. Se agachó por debajo de la tabla de la mesa para ver qué pasaba. Levantó el mantel colgante como una cortina. Su cara volvió a endurecerse totalmente, sin siquiera pestañar. “Es imposible”, pensó. Ellos, todos los que ahí estaban, no aparecían por debajo de la mesa. Ni sus piernas, ni sus zapatos, ni la pollera de la madre, ni las caderas de sus tías; sólo el esqueleto de las sillas vacías y el telón del mantel.
Se levantó. La idea de saberse frente a una escenografía montada para recibirlo, para atenuar su desesperación, lo puso más pálido aún. Los espectros devoraban sus pastas. Sin detalles, ni gustos, ni ruidos.
Le indicaron que se sentara, que no había por qué asustarse.
- Es una bienvenida –dijeron.
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