29.6.09

89

Gabriel decidió despertarse desde sus sueños. Los personajes se le repetían noche a noche. Se concentró en su madre y en el vecino. Les impartió la orden, la hora. Así, estuvieran en el momento en que estuvieran, haciendo lo que hicieran, el vecino y su madre componían sus mejores sonrisas para anunciarle: “Gabi, hijo llegarás tarde al trabajo”. O: “Amigo Gabriel, créame: debe levantarse ya”. Y Gabriel se levantaba de buen humor.
Un tercer personaje se enteró. Llevaba la cara tapada por un pasamontañas y siempre le tocaba el papel de chofer. Empezó a ordenarle a Gabriel que siguiera durmiendo. Varias veces logró que Gabriel no se levantara de la cama hasta después del mediodía.
La madre y el vecino comenzaron a ponerlo en alerta. “¡No le haga caso, buen hombre, despiertesé!”. “Hijo, mirá la hora en tu reloj, ¡no en el del encapuchado!”. El chofer salía corriendo antes de que él pudiera responder y despertarse. Las tardanzas iban desde los diez minutos hasta la hora y media.
Una noche soñó que el encapuchado lo llevaba en un taxi por la 9 de Julio. En el semáforo una señora se acercó a su ventanilla a venderle un ramo de rosas, pero dijo: “Es una trampa, hijito, quiere que nunca te despiertes”. Rápido como una anguila, el taxista se arrojó del auto. Gabriel alcanzó a aferrarlo por el pasamontañas, que se le desprendió de la cabeza. La 9 de Julio estaba desierta; el taxista corrió. Gabriel iba detrás, agitadamente tenso.
El taxista abrió la puerta del obelisco y comenzó a subir la apretada escalera. Gabriel respiraba asmáticamente, pero no dejaba de seguirle la nuca. Llegó rendido ante la espalda del malhechor. A través de la ventanita cuadrada, la vista de la 9 de Julio era impactante, daban ganas de tirarse. Gabriel le puso una mano sobre el hombro derecho, lo dio vuelta. Pudo verle la cara.
Fue como verse en el espejo.

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