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5.8.25

CINCO PEQUEÑAS JOYAS / FABIANA GRINBERG

Los zapatos

Hace años que Antonio y Amalia no duermen juntos. Amalia se despierta de madrugada para constatar si su marido ha regresado. Se acerca a su habitación. Frente a la puerta cerrada están sus zapatos. Al lado, un par de zapatos desconocidos.

 

Un traductor

Esteban, con sus nueve años, pasa sus días explicándole a su padre lo que su madre quiso decir, y a su madre lo que su padre calló.

 

Sepulturero

Cuando cae la tarde limpia las tumbas y riega los canteros a cambio de propinas. Este año no ha vuelto a la escuela. Tampoco iba muy seguido antes, sobre todo desde que dejaron de darles el almuerzo. Prepara el cemento y ayuda a su padre a enterrar los cuerpos a medida que van llegando. Hay días de mucho trabajo. A veces lo mandan a cavar tumbas pequeñas. En ocasiones son tan, tan pequeñas que las cava con sus manos.

 

Chinas

De abuelas a nietas, de madres a hijas, entre hermanas, entre cuñadas. Las mujeres bordan una escritura secreta. Inventan un idioma en el que hacen volar pensamientos y deseos. Tienen una regla que todas saben, ninguna jamás la ha pronunciado: nunca enseñarlo a los hombres.


Bruja

Cateline vivía sola. Preparaba ungüentos y remedios con recetas heredadas de su madre, y esta a su vez, de su madre, y aquella quizás de su madre. Cuando alguien no encontraba su cura, tarde o temprano iba a verla. Así conoció a Aloys, quien desesperado, pidió su ayuda a causa de su impotencia. Cateline lo curó y luego lo disfrutó. Aloys disfrutó a Cateline hasta lo inconfesable. Aloys fue el primero en pedir que la quemaran viva.

25.11.22

LORI SAINT-MARTIN / UN PRESAGIO

 "Cortar, partir apenas tenga la edad, que revienten los tres y sobre todo él, cambiar de casa cada día y nunca nada se va a ensuciar."

24.11.22

LORI SAINT-MARTIN / FUEGO

 "No nos ponemos a aullar como si la mejor amiga de uno fuera la luna. No nos hundimos golpeando con los puños el suelo indiferente. No nos arrancamos la piel para exponer jirones del propio corazón. No. Sonreímos, decimos sí, está bien, bien."

27.11.20

EL DIAMANTE ABIERTO / ELVIO GANDOLFO

En 2003 publiqué un cuento en un "Homenaje a Maradona" de Ediciones Safe, con increíbles cuadros, grabados y dibujos. Tenía que ver con su paso por Newells, con la mishiadura que seguía desde el 2001 y con un pueblo de ruta donde vivían mis abuelos. Es largo, así que se puede leer en las vacaciones de verano, o el año que viene, o nunca. Prefiero meter esto del pasado que superponer dolor, emoción y sufrimiento al que ya hay.

EL DIAMANTE ABIERTO
para mi hermano Mario
“Nada, nada, nada”, decía entre dientes, cuando se le acababa un poco el aire, y marchaba unos metros más despacio. Caminaba a paso redoblado, por el borde del pasto. Cada tanto pasaba un auto: se lo oía llegar de lejos, en el silencio de la tarde. En realidad tenía ganas de putear: no había vendido ni un solo accesorio, a precios increíblemente bajos. Y era la segunda vez que venía al pueblo. La primera visita la dedicó al centro, a los negocios principales. Lo peor era que en los últimos tres o cuatro años se le vaciaba la cabeza: en este momento podían torturarlo, pensó (mientras se abría un poco para esquivar una mata grande, llena de flores), que no se acordaría del nombre del pueblo. Bah, la ciudad, como lo corrigieron cuando usó la palabra un par de veces, sin darse cuenta. Lo había visto las dos veces al entrar, en el cartel rutero, y la distancia a Rosario: 123 kilómetros. “Ida y vuelta, casi 250”, pensó o dijo, por enésima vez, y después siguió al ritmo de “Nada, nada, nada”. Había entrado en calor y se desabrochó la campera, con el portafolios de muestras colgando de la derecha. Tenía ganas de revolearlo y verlo perderse entre los yuyos altos que bordeaban las hileras interminables de pinos.
Pero seguía aferrándolo: más que nunca ahora había que cuidar lo mínimo, absurdamente, porque un tifón infernal se iba llevando todo. El stock, las instalaciones, el local: todo hipotecado. Si seguía así, pensó, iba a hipotecar a Zulema. “Y ella aceptaría, con cara de fastidio, pero aceptaría”, pensó, y por primera vez en el día sonrió. Torcido, pero sonrió. Después la imagen se borró, rápida, y siguió. A lo lejos vio la forma cuadrada de la estación.
En el último negocio que había visitado, el que atendía le avisó que estaban cerca de la estación “de la ruta”. Eran unas cuantas cuadras, pero así no tenía que volver al centro y a la plaza. A esa altura ya entraba en cualquier parte: kioscos, almacenes, hasta alguna tienda. Si por lo menos vendía una sola plancha de calcomanías, ya era algo. Pero como en las últimas semanas, había sido todo nada, nada, nada.
Chilló fuerte un pájaro, sacándolo del riel mental. Ahora iba viendo que la estación era escueta, mínima. Un cubo de cemento, encristalado. Ahora sí la presencia de Zulema volvió con fuerza. Porque se habían conocido, hacía más de veinte años antes, así, en una pequeña estación de ómnibus de pueblo, al costado del camino. Esta vez aflojó los músculos sin dejar de moverse, de acercarse. Porque los dos, cada vez que todo parecía desmoronarse (cuando enfermó Roberto, el mayor; cuando María la menor desapareció por dos días y en realidad no pasaba nada) miraba al otro a los ojos, y más de una vez salían, zafaban hasta de llorar, simplemente recordando de nuevo la estación, el principio de todo.
Ahora estaba viendo -ya acercándose, mirando hacia atrás por las dudas, aunque no venía nada sobre la ruta vacía-, que ésta era casi idéntica. Un cubo de cristales cuadrados, con puerta de chapa. Una noche, acostados, cuando lo recordaban tranquilos, no como un muro defensivo contra los pequeños o grandes desastres de una vida, ella, en la oscuridad, había preguntado con esa voz ociosa que a él le paraba de excitación los pelos de la nuca: “¿Te acordás?”. No necesitaba aclarar a qué se refería: “Sí”, sonrió soltando el aire, sonriendo en la oscuridad. “Parecía un diamante.” Ella suspiró con más fuerza y le pasó una mano por la cintura, lo tocó abajo del corazón, las costillas. El sabía lo que venía: casi un desafío permanente, con una mujer como Zulema. Pero en vez de seguir con el movimiento, la voz de ella dijo en la oscuridad: “Sí, pero un diamante abierto.” Y agregó, ya empezando a reír: “Porque tenía puerta, acordate. Si no, ¿cómo entrábas?”.
Empujó la puerta de chapa. Adentro era mejor de lo que esperaba. Siempre lo hacía reír, sobre todo ahora que había recorrido decenas de pueblitos y “ciudades” de todo tamaño, que las pequeñas estaciones “de ruta” incluyeran el remedo de una ventanilla de pasajes de las estaciones grandes, como la de Rosario. Y un kiosco. Y una mesa y cuatro sillas. Como en un teatrito.
Estaba un pibe en el mostrador donde servían bebidas para remedar un bar, leyendo una revista, sin alzar la cabeza cuando entró. Y un tipo como él, más que cuarentón, sentado en uno de los bancos pegados a la pared, mirándolo al entrar. Era a la vez idéntica y totalmente distinta a la otra estación, al diamante primero. Se acercó al pibe, que alzó los ojos de la revista, para saber si tenía que moverse medio metro y atender el kiosco, o medio metro hacia el otro lado, para meterse tras la virtual ventanilla (un vidrio, limpio, clavado sobre el mostrador) y venderle un pasaje. Dijo “Rosario”, oyó el precio, pagó.
Estaba bueno que la estación fuera así, parecida. Había dejado de repetir “nada, nada, nada”, como un maníaco. Además pudo darse cuenta de que estaba cansado, hoy, por la caminata, no por el negocio que se hundía sin prisa y sin pausa desde hacía ya dos años. Suspiró y se sentó en uno de los tres bancos. Ahí el otro tipo lo miró de frente: tenía una expresión adusta, labios finos, mirada penetrante. Él en cambio apartó los ojos: no tenía ganas de hablar. Los clavó en el amasijo de chucherías del kiosco: había de todo. Incluso calcomanías para motos, para autos. La inercia le hizo pensar en hablar con el pibe, y presentarle las muestras. ¿Pero levantarse del banco, ahora, a diez minutos del paso del ómnibus? Ni con un guinche. Justo iba a dejar de mirar cuando vio los banderines de clubes. Delante de todo estaba el de Ñubel. El rojo y el negro, las letras, la forma triangular.
Fue como un fogonazo: ver el banderín, o ver a las mujeres, hasta Zulema, vestidas con tanta frecuencia de rojo y negro, lo ponía bien de por sí. Pero cuando antes, incluso un buen rato antes, había pensado en el pasado (en el día en que se habían mirado en el vulnerable diamante con puerta del pasado, y él había sentido que se hundía en el líquido alimenticio y denso de los ojos moros de Zulema), le pasaba siempre lo mismo: tarde o temprano pensaba en el Diego. Y se le ampliaba la sonrisa, como ahora. Porque si estuviera en el bar, con los amigos, con el gordo Soria, y lo contara, lo empezarían a cargar. “¿Qué, te calienta el Diego, tano?”. Obviamente, para él era otra cosa. Recordó el regreso, el futuro confuso, de bardero del Diego, el momento en que aceptó, en que eligió Ñúbel entre todos, la explosión a la vez incrédula y de felicidad demoledora de todos.
Ahora tenía la espalda totalmente floja contra el respaldo del banco. Como en trance. Tal vez por eso se sobresaltó cuando una voz dijo:
-¿Usted de qué se ríe?
Miró, con cara de susto, de tonto, la cara del hombre en el otro banco, que lo miraba fijo, con los labios un poco más apretados.
-Cómo, cómo.
-Que de qué se ríe.
¿Quién era, el tipo? Pensó que lo habría mirado mientras él miraba las cosas del kiosco, y a lo mejor se había dado cuenta del banderín rojinegro. ¿Sería, en aquel pueblo o ciudad perdida de Córdoba, cerca del límite con Santa Fe, allí justamente, un canalla? Nunca había pensado en un canalla fuera de Rosario. Le habría visto la sonrisa que se ampliaba, y ahora había logrado borrársela del todo, dejándolo con cara de boludo. Decidió esquivarlo un poco. Porque el cansancio le había vuelto como una masa de piedra sobre la espalda y el corazón. Lo miró directamente a los ojos.
-¿Por qué me lo pregunta? -dijo.
-¿Y qué le parece? El país se va al carajo como por un caño, y usted está ahí, con una sonrisa de oreja a oreja.
Sin poder evitarlo, recobró la sonrisa, para explicar.
-Estaba pensando en Zulema, mi mujer -dijo-. Nos conocimos hace más de veinte años, en una estación como ésta.
El tipo casi largó un chistido de fastidio, de lechuza. Increíblemente, cierta compasión se mezcló al fastidio, a las ganas de darle una trompada. “Este tipo debe vivir solo. Desde hace mucho.”
-¿Qué: les va bien?
Se estaba metiendo donde no debía. Le dijo secamente:
-¿En qué sentido?
El tipo retrocedió un poco, levantó una mano.
-Bueno, lo económico, el dinero. ¿Usted a qué se dedica?
-Fabrico y vendo accesorios para autos. A eso vine -casi agregó, nada más que para hacerlo engranar: “a este pueblo de mierda”. Pero ese día parecía un Mandrake del autocontrol.
Le pasó algo raro: el tipo empezó a hacer una descripción minuciosa del desastre que era todo, y él se descolgó por completo. Lo veía mover la boca, y lo seguía mirando, pero en realidad miraba el día de la primera práctica. Había sido realmente increíble. No era que se hubiera corrido la voz: fueron todos, absolutamente todos a ver al Diego. Y cuando el mago salió, hasta él, que venía de las canchas de España, de Italia, del delirio del éxito, se quedó atónito un segundo. La cancha estaba hasta la coronilla, como en un clásico. Era maravilloso, además, justo en ese instante, saber que el recuerdo era de uno, intransferible, pero también de todos los demás, para siempre. Ya en el partido, a la noche, de postre, salió de la manga con las dos hijas con camisetas rojinegras: eso no iba a olvidarlo nunca más.
-¿Oiga, usted me está tomando el pelo? -dijo, otra vez como una bomba, la voz agria del tipo.
Y él, como un boludo, volvió a caer del cielo y mirarlo con los ojos abiertos, preguntándole, preocupado, solícito, asombrado:
-¿Por qué, por qué?
-Porque otra vez se está riendo de oreja a oreja.
Cambió de posición la espalda, para enfrentarlo directamente, a pesar del ángulo de los bancos. Se esforzó por mantener un tono cortés.
-Perdóneme, ¿usted de qué cuadro es?
-¿De qué cuadro soy? ¿A usted no le parece que uno de los grandes males de este país, de las cosas que nos han llevado a este pantano, es el fútbol?
Casi larga una carcajada, pero otra vez se contuvo. Recordó incluso que en las primeras dos semanas no le había dicho el Diego, sino Maradona, todo el tiempo. Que siempre le había dado como vergüenza saltar y gritar como un desaforado cuando entraba un gol imposible. Sin poder evitarlo sonrió de nuevo, y enfrentando claramente con el cuerpo al tipo, le dijo:
-Ahora estaba pensando en Diego.
-¿Qué Diego? -esta vez sí el tipo sonaba un poco amedrentado. “Por Dios, por Dios”, pensó él. “Debe creer que soy un mafioso, por el portafolios, y que el Diego es mi guardaespaldas.” Tuvo que explicarle:
-Maradona -y señaló el banderín del kiosco-. Soy de Ñúbel.
Había logrado hacerlo callar. Se quedó desorientado, porque era evidente que para él Ñúbel era un cuadro del antiguo Egipto, que Maradona era el símbolo mismo del caos, del desastre, de la ruina, como decía el tipo, de “este país”. Pero se recobró pronto.
-Ah, sí. Pero le digo una cosa. El famoso es Diego, pero el Maradona que vale la pena es Silvio Maradona. Un primo segundo, o tercero de él, no me acuerdo bien. Claro, nunca tuvo éxito: siempre estuvo ahí, trabajando, haciendo lo que debía.
Era increíble: el tipo le empezó a contar una vida aburrida, pareja, de alguien que en la puta vida se le animaría a una mujer como Zulema, en una pequeña estación de ómnibus de provincia. Lo peor era lo que el tipo admiraba en aquel Silvio Maradona. Como había dicho una noche el gordo Soria, en la mesa del bar, mientras hablaban de un socio “fierro” de Ñúbel, atildado, crítico, razonable y periodista radial: “Este tipo, si alguna vez Marilyn le toca el timbre, y se le viene a la casa, con el vestido de Niágara, por ejemplo (¿se acuerdan?: rojo y escotado) le dice que se ponga algo decente, y le ordena lavarle los platos todos los días, hasta que deje de ser Marilyn.”
Afuera chilló otro pájaro, y volvió en sí. Tuvo una revelación: el tal Silvio no existía, aquel tipo lo había inventado, para arruinarle la vida, para ganarle. Saberlo lo tranquilizó: suspiró hondo. Detrás de los cristales cuadrados, pegados con masilla a veces un poco despareja, vio el ómnibus a lo lejos. La voz machacante del tipo seguía.
-Perdón, caballero -lo interrumpió, con el tono educado y profundo con que empezaba el verso de venta en los negocios-. Tengo que dejarlo. Viene mi ómnibus.
El tipo quedó colgado a media frase. Le dio la mano con fuerza, con calidez, jodiéndole la vida de puro amable.
-Ha sido un gusto -dijo, le dio la mano con fuerza y caminó hacia la puerta. Al tocar el picaporte se quedó helado: del lado de adentro era prácticamente idéntico al picaporte de la otra estación, hasta con una pequeña abolladura en el mismo lugar.
Antes de abrir, hizo algo un poco malvado: recordó el primer gol de Maradona, en el partido con el Emelec, y la sonrisa lo inundó incontenible, le explotó en la cara. Giró un poco, para que el tipo la viera. Tal como esperaba, lo estaba mirando, seguramente para grabarse detalles, quedarse y fastidiar durante horas al pibe del mostrador.
Mientras empujaba la puerta pensó en qué podía hacer no la semana o el mes siguiente, sino mañana. No podía volver a la ruta: se sentía abrumado, liquidado. De una u otra manera, aunque era miércoles, en todo caso la pasaría tomando mate en el negocio con Zulema, para atender a nadie, o a dos o tres clientes que sólo preguntarían precios. Después salió al aire, a los pinos, y a la nada, la nada, la nada.
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8.2.13

UN HOMBRE SIN SUERTE / SAMANTHA SCHWEBLIN

PREMIO JUAN RULFO 2012


El día que cumplí ocho años, mi hermana −que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo−, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
− Abi-mi-dios −eso fue todo lo que dijo mamá−. Abi-mi-dios −y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento−.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba “¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital!”. Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
− Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
− ¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
− Vamos, vamos −dijo papá−.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
− Quedate acá −me dijo papá−, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuanto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
− ¿Qué tal? –preguntó−.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
− Bien −dije−.
− ¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
− ¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
− Acá está −dijo−, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
− Vale por un helado, yo te invito −dijo−.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
− Pero es gratis −dijo él−, me lo gané.
− No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
− Como quieras −dijo él al final−, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
− Es mi cumpleaños −dije−.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, conciente de tener otra vez su atención.
− Pero… −dijo y cerró la revista−, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aún así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
− No tengo bombacha.
No sé porqué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
− Pero es tu cumpleaños −dijo él−.
Asentí.
− No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
− Ya sé −dije−, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
− Yo sé donde conseguir una bombacha −dijo−.
− ¿Dónde?
Problema solucionado −guardó sus cosas y se incorporó−.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
− Ya mismo volvemos −dijo, y me señaló− es su cumpleaños −y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”−, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
− Mi dios y la virgen María −dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme−, es mejor que vayamos rodeando la pared.
− No digas “mi dios y la virgen María” −dije−, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
− Ok, darling −dijo−.
− Quiero saber a dónde vamos.
− Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
− Es acá −dijo−.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
− Esas no −dijo él−, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas−. Mirá todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
− Ésta −dije−. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
− Eso no hace falta.− ¿Sos el dueño de la tienda?
− No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.− Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
− Ok Darling −dije−.
− No digas “Ok Darling” −dijo él− que me pongo quisquilloso −y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento−.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
− Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
− Hay que probarla −dijo−.
Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
− ¿Cómo te llamás? −pregunté−.
− Eso no puedo decírtelo.
− ¿Por qué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
− Porque estoy ojeado.
− ¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
− Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
− Podrías escribírmelo.
− ¿Escribirlo?
− Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
− Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
− ¿Y cómo se enteraría?
− La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
− Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
− Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
− Pero es mi cumpleaños −dije−.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
− No lo leas −dijo−, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me dí cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

8.2.12

SIGNOS EN LA OSCURIDAD / EDGARDO GONZÁLEZ AMER


"—Se cortó la luz —dijo el hombre. El ascensor se había detenido y había quedado a oscuras. La mujer se quejó con un “Ay…” menudo y alargado, eran los únicos pasajeros del viaje interrumpido entre el octavo y el noveno piso.
—Toquemos la alarma —propuso la mujer, su voz era ronca y suave, la voz que se desea para la mujer de uno, y que la mujer de uno solamente utiliza cuando está con otros. El hombre dijo que no iba a funcionar, que el corte había afectado a todo el edificio. Podía adivinarse a la mujer apoyándose desalentada contra la pared del ascensor, o contra el espejo que duplicaba la oscuridad.
—¿Por qué no prueba?
—No sé cuál será —dijo el hombre, se escuchaban los golpes de su mano buscando la botonera.
—Hay que tocarlos todos —la mujer hizo un movimiento brusco, sus manos se encontraron con el cuerpo del hombre, el contacto fue breve. El hombre se sintió obligado a decir “no es nada” aunque la mujer no le había pedido disculpas.
La alarma no funcionó, después intentaron abrir la puerta manualmente, pero fue inútil. Lo mejor era quedarse tranquilos y esperar, se callaron y comenzaron a respirar prestando atención a la posible falta de aire.  La mujer suspiró.
—No sé si voy a aguantar —dijo."

13.1.12

ATALAYA / CARLOS ALETTO

"Los soldados anotan en un cuaderno lo que va ocurriendo, me contó mi papá que estuvo en la guerra. Escriben para no tener que hablar nunca más de eso. Al general le pareció interesante que lleváramos anotaciones de nuestra guerra. Decidió que fuera yo el encargado. El general Durante siempre decide todo, incluso él resolvió ser general; nadie se opuso. Él es dos años más grande que nosotros.

Eso sí, todos nos pusimos de acuerdo en hacerle la guerra al Ruso; fue cuando descubrimos que robó a Tanga de atrás del arco. El nombre Tanga también lo decidió el general; él dice que todo tiene que tener nombre. La bautizó antes de darle la primera patada. Tanga también se llamó su tortuga que se le murió cuando le pintó los gajos blancos y negros. Él todavía no sabía que las tortugas respiran por el caparazón."

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