30.5.24

LOS ENTENADOS / TEATRO REGIO



 

La prosa de Saer me gusta más que la de Borges: lo dije. Y “El entenado” está en la tríada de mis libros de Saer preferidos, junto a “El limonero real” y a “Glosa”. Era raro que me interesara la obra de teatro, pero tenía muchas ganas de verla porque no me podía imaginar cómo se vería ese libro pasado a representación visual, por la dificultad para volverlo guion. Bueno, también podía hacerse lo que Lucrecia Martel hizo con “Zama”, una adaptación digna y muy respetuosa de la historia hallada en las páginas, pero que bajoneó a todos los amigos de Antonio Di Benedetto, entre los que me cuento. Y, de paso, nos bajoneó a los seguidores de la propia cineasta, sentándonos a ver su película más floja. Conste que soy fan absoluto de toda la gente que estoy nombrando. Y conste también que ahora tengo una figura más para idolatrar: Irina Alonso, la directora de la versión libre de “El entenado”. Que por suerte es libre. Y genial.

Reconozco que caí como un chorlito. Porque, digamos la verdad, el Solís de Saer, y muy probablemente el Solís real, estaba picado por los mosquitos, con fiebre, con cansancio por el viaje tan largo y tan incómodo cuando los indios le tendieron la trampa en nuestras playas. Pero yo entré al Teatro Regio descansado, merendado, y con todo mi escepticismo a cuestas, suponiendo ingenuamente que no me iba a gustar nada lo que estaba por ver porque me gusta demasiado la novela, o nouvelle, del maestro de Serodino. Y caí en la trampa de Irina. La Irina india me mató, me cortó en pedacitos y le dio de comer mi carne a sus perros.

“¿Este vodevil va a ser toda la obra?” Parece, sí. “¿Los actores van a tocar instrumentos medievales cada dos o tres parlamentos?” Son capaces. “¿Esos barquitos de Telgopor pintados con témpera marrón son la escenografía?” Se ve. “¿Esa indumentaria de Billiken, con indios con tres plumas en la cabeza, el vestuario?” Claramente. La obra es una reunión de todas estas berretadas que estamos viendo. Y, de repente, y sin saber cómo ni por dónde, aparece el libro. Y vemos y escuchamos a Saer en su máximo esplendor.

Irina Alonso, junto al coreógrafo Damián Malvacio, el músico y actor Aníbal Gulluni y los otros tres actores Claudio Martínez Bel, Iride Mockert y Pablo Finamore, nos meten en tema desde el amateurismo de una obra con personajes de carromato como los de “La Vis Cómica”, que a veces han actuado para príncipes y reyes, pero vienen de lugares oscuros en los que pueden volver a caer en cualquier momento. Una compañía ambulante de “Cómicos de la Legua”, que durante el Renacimiento hacía sus representaciones en circuitos rurales, viajando de aquí para allá. Los llamaban así porque los obligaban a acampar a una legua de los primeros pobladores de la ciudad, de lo jipis que aparentaban ser.

En la obra de Saer los salvajes saben que van a perdurar en la palabra de un testigo; hay toda una simbología del valor de la narración. Los supuestamente bárbaros son los que conocen el peso de la palabra. Por eso al entenado lo devuelven sólo cuando ven venir, por segunda vez, a los de su clan, en la siguiente expedición. Los hombres existen cuando son relatados: hay ahí una forma de pervivencia. Los indios eligen al adolescente por esa causa, y lo conservan entero para que cuente. El relato está formulado en primera persona por el protagonista, es casi una declaración. La obra que la compañía ambulante representa se apropia de la primera persona literaria separando los libretos, en una puesta armada para que la historia siga corriendo por los pueblos de la Europa del 1500.

El final de Irina funciona perfecto cuando tiene el mismo efecto propiciado por Saer: hacer que nosotros nos sintamos los únicos espectadores de su discurso, los elegidos para heredar aquellos sucesos de Indias. Desde el final de Irina hacia delante es posible que el cuento ya no funcione tan bien. Los que estuvimos anoche presenciando la obra fuimos -quizás- los últimos privilegiados. El efecto del entenado de Saer queda intacto después de todo el manoseo: es un hombre que ya no pertenece a su cultura. El ahora definitivamente outsider, nos ha relatado el cuento por última vez.

La adaptación de Irina honra cada página de “El entenado”. Es una animalada teatral, dicha como un elogio bárbaro. La puesta juega a mostrarnos una representación de colegio, y cuando estamos a punto de decepcionarnos preguntándonos qué estamos viendo, irrumpe Saer en una zambullida feroz, salvaje, extraordinaria, y ya quedamos definitivamente pegados a la noche. El entenado hace como el protagonista de “El limonero real”: se tira de cabeza al río.

Al principio cuesta dar con el registro: parece comedia. “El entenado” no puede ser comedia, ufa. Bueno, Irina nos enseña que sí, que puede parecer cómica ante la falta de presupuesto. La escena de la parrillada caníbal hubiera sido pan comido para Hollywood: una multitud de indios, una montaña de pedazos de cuerpos puestos a asarse entre los leños. Filmable gore por donde se lo vea, con presupuesto de Dino de Laurentis. Acá no hay más que dos indios, un hombre y una mujer. Juntos son multitud y orgía. Irina basa la comicidad de la pieza representada, la obra adentro de la obra, con la ingenuidad de gusto involuntario de que a los actores les está saliendo así y no hay tu tía con el chaucha y palito. Acá no hay efectos especiales, ni cientos de extras desequilibrados. Lo que se ve es lo que es, si te da risa espérate un poco, que ahora te vas a conmover.

Tanto en la obra como en el libro están bien pintados los mundos contrapuestos: la codicia del español, la nobleza del indio. La representación aumenta la dicotomía, extendiendo la codicia española al director de la compañía de teatro.

La historia también cuenta la lucha de la civilización versus la naturaleza. “Los salvajes son los verdaderos hombres”, suelta el entenado en uno de sus párrafos finales. Encontramos el mismo estupor del europeo frente a la realidad natural que lo supera en “Zama”, y también en “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”, del español Ramón J. Sender, con el que Herzog realizó “Aguirre, la ira de Dios”. La diferencia grande entre los libros que escogieron Martel o Alonso del elegido por Herzog es que son obras cumbres de la literatura mundial, y el de Sender apenas si es pasable. Entre las recomendaciones sabias de Herzog está la de nunca meterse a filmar una novela demasiado buena.

Irina Alonso logró una adaptación que parecía imposible. Hoy soy, de nuevo, el mismo que fui cuando leí el libro por vez primera a mis veintidós, y cada vez que lo releí. Pero, ahora, por verlo en el teatro. Déjense acertar por esta flecha venenosa. Contágiense.

 

El Entenado va de jueves a domingo a las 20 horas en el Teatro Regio, Avenida Córdoba 6056, hasta el 11 de agosto de 2024. 

22.5.24

SLT / AHIRA

 El primer lanzamiento de SLT, el Suplemento Literario Télam fue el 21 de noviembre de 2011 en versión digital, y desde el 8 de diciembre, en papel, cada jueves, junto al Reporte Nacional, el periódico de la Agencia de Noticias, por decisión del por entonces presidente de Télam, Carlos Martín García. Se publicaron 336 números dirigidos por Carlos Aletto quien, como relata en el texto que se adjunta a esta página, tenía como labor “conocer novedades, contactar y tratar con los autores, seleccionar contenidos actuales y, al mismo tiempo, revisar la tradición, administrar los materiales según las pautas graficas del diseño, crear las secciones, estudiar el mercado periodístico y literario para aportar originalidad”, cumpliendo con los tiempos apresurados de una publicación semanal.

Una de las premisas fundamentales de SLT fue incorporar nuevas voces al circuito literario junto con las ya consagradas, acompañando así la conocida sección de Cultura de la Agencia que cubría el mercado literario, tarea que realizaba en ese momento Mora Cordeu. El título, SLT, fue elegido como homenaje al TLS The Times Literary Supplement—, el prestigioso suplemento literario surgido en 1914 del diario inglés The Times, que se convirtió en una publicación independiente y de renombre en el ámbito literario internacional. La composición general de SLT estuvo en manos del escritor y diseñador gráfico Rodolfo Luna, con la colaboración de José de Luca.

Desde su inicio, SLT contó con la colaboración de destacados escritores, poetas, columnistas: Vicente Battista, Claudia Piñeiro, Guillermo Saccomanno, María José Sánchez, Juan Martini, Mario Goloboff, Juan Pablo Bertazza, Leonardo Oyola, Gustavo Nielsen, Dolores Pruneda Paz, Sebastián Basualdo, Daniel Freidemberg, Jorge Boccanera, Lucila Carzoglio, Leonardo Huebe, entre otros nombres.

Algunas de las secciones más conocidas fueron: “La poética”, a cargo de Guillermo Saccomanno; “Los Jueves de Claudia Piñeiro”; “El Punto de Vista” de Vicente Battista; “El Cronista accidental”, por Juan Martini; “Milanesa napolitana”, por Gustavo Nielsen; “Todos bailan”, por Daniel Freidemberg; “Relecturas”, de Mario Goloboff; “Diálogos”, con entrevistas y conversaciones de Jorge Boccanera; “Tiempo recuperado”, por Luis Soto.

En julio de 2018, durante el gobierno de Mauricio Macri, Hernán Lombardi, Titular del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos, ordenó el cierre del suplemento, poniendo fin a esta etapa creativa de promoción de la literatura desde Télam.

¡Gracias Ahira!

20.5.24

EL DESTAPE DE "fff" EN LA WEB / EL DESTAPE WEB

"T.: ¿Cómo surgieron los cuentos de fantasmas que integran el libro?

G.N.: La mayoría surgieron en pandemia. Estábamos aislados. Me comunicaba con mis amigos pero no los podía ver. Tampoco a mi novia que vivía en provincia. De algún modo éramos todos fantasmas. Y convivía diariamente en mi casa con un panel que hice para la Bienal de Arquitectura de Buenos Aires, que tenía un molde en silicona de un vestido. Lo usamos para hacer el Monumento a las Víctimas del Holocausto en base a un vestido que me cedió una diseñadora amiga. Lo había hecho su madre. El caso es que la silicona absorbe la luz, así que era ingresar a una habitación de noche y encontrarse con ese vestido encendido. Una imagen fantasmagórica."

Eva Marabotto y mis fantasmas. 

14.5.24

CV

 Vivo una vida simplificada. Ya no tengo padres, ni tengo hijos, ni mascotas propias (amo a Naná, la perra de Moi, pero no es mía). No padezco ninguna religión porque no creo en nada. No me interesa el fútbol. No manejo autos. No veo tele, no sigo series, la música no me sirve para nada. Normalmente no como dulces (salvo que sea un excelente chocolate). Poco a poco me voy desprendiendo del cine, al que estoy notando muy repetitivo y simplón. Poco a poco también me iré desprendiendo de la arquitectura.

Disfruto del amor, de mis pocas amistades, del silencio y de la soledad. Me gusta viajar, el mar, el pimpón, el buen vino, estar en casa. Coger, comer, caminar, dormir. El teatro ingenioso y los libros. Cocinar, sacar fotos y dibujar.

Me gusta escribir.

6.5.24

MAL DE LENGUAS / ANA MARÍA SHUA

 

“En defensa de la pureza y perfección del idioma, hay gente que abomina del chat o los mensajes de texto con abreviaturas, sin mayúsculas y faltas de ortografía porque estarían causándole al español un daño irreparable. Por su parte, a través de los medios, siempre temibles, el lenguaje incorrecto de periodistas y animadores ejercería sobre la audiencia una influencia deletérea. El temor a la mala influencia de la televisión sobre el idioma es tan antiguo... como la televisión. Entre tanto la lengua cambia, vive, crece, se modifica, se interrelaciona con otras lenguas. En los años cincuenta y sesenta muchos suponían que el doblaje de las series iba a producir una generación de argentinos que hablarían de “golpizas” y “balaceras”, que dirían “voltéate” en lugar de “date vuelta”. Lo que produjo, en realidad, es un pueblo familiarizado con muy variadas formas dialectales del español.

Mi única hermana se dedica a las investigaciones sociales en Chicago. Cierta vez tuvo que trabajar en un tema de mercado. Un canal latino había comprado el teleteatro argentino Muñeca brava y quería saber si la mayoría hispana en Chicago, formada por mexicanos, iba a aceptar y entender el dialecto argentino. Se organizaron grupos de mujeres que veían el teleteatro en dos versiones: la argentina original y una versión “doblada”... al mexicano. Para gran alivio general, las mujeres mexicanas entendían perfectamente la versión original y la preferían.

Voces milenaristas alertan constantemente sobre los males de permitir que la lengua siga modificándose. Yo misma me irrito al ver que se usa en español el anglicismo “controversial” cuando tenemos la linda palabra “polémico”, “reluctante” por “renuente”, “remover” por “quitar”, sin hablar de nuevas palabras horribles como “empoderar”. Sin embargo, sé que nada de esto empobrece el lenguaje. Al contrario, deberíamos dar la bienvenida a nuevos sinónimos que lo hacen más rico y variado.

El inglés, la lengua del imperio, penetra todas las demás, pero a su vez se ve penetrada, ¡y cómo! por el español. Para felicidad del idioma inglés, no existen instituciones que intenten controlarlo y limitarlo, como hace (por suerte, inútilmente) la Real Academia con el español, estableciendo listas y reglamentos. Nadie considera que el inglés necesite ese tipo de encasillamientos. De hecho, su enorme riqueza tiene que ver con la invasión de los normandos a Inglaterra en la Edad Media y la consiguiente incorporación de términos de origen latino.

¿Por qué resulta tan perturbadora para muchos la utilización de nuevos códigos en el lenguaje escrito (sms, chats)? Para empezar, ¿a qué tipo de comunicación escrita formal y “correcta” reemplazan esos textos? A ninguna. Son una forma de comunicación nueva. Gente que ignoraba casi el lenguaje escrito, chicos que escribían sólo para cumplir con sus tareas, adultos que no habían vuelto a escribir desde la escuela, redescubren la posibilidad y la maravilla de escribir. Y en una muestra de la incesante capacidad de creación del ser humano, inventan nuevos códigos con abreviaturas que les resultan accesibles, rápidas y comprensibles. ¡Viva la letra!

El tema de la ortografía en español merece una nota dedicada exclusivamente al tema. Dos premios Nobel abogaron por la abolición de las reglas ortográficas: Juan Ramón Jiménez y Gabriel García Márquez. Se olvida una y otra vez que la ortografía es una convención arbitraria, y no una cuestión ética. Durante muchos años la buena ortografía fue marca de clase: era muy importante enseñarla en la escuela, porque su dominio era un paso hacia el ascenso social. Hoy la gente joven le presta poca atención. En una comunicación formal, basta con dejar que el procesador de textos se encargue de la cuestión. Si la comunicación no es formal, todo vale. Se vuelve a una ortografía vacilante, en que una palabra puede escribirse de muchas formas distintas, no tan diferente de la que usaban nuestros próceres en el siglo XIX, apenas ayer.

En los Mabinogion, esos textos medievales de la literatura popular galesa, una historia estremecedora da cuenta de lo antiguo que es ese terror al cambio, común a toda la humanidad, porque implica una pérdida de la identidad que se asimila a la muerte. Un ejército de galeses invade Europa, llegan victoriosos hasta Roma, hacen cautivas a muchas romanas, que toman como esposas y se vuelven a Gales llevándolas con ellos. Para que sus hijos mantengan la pureza del idioma galés, los guerreros les cortan la lengua a sus mujeres romanas.

Hoy, por suerte, nadie tiene el poder de cortarle la lengua a quien aporte cambios al lenguaje. Ya sabemos que el diccionario es una herramienta útil y no un libro sagrado, ni un código legal. El chat o los mensajes de textos son nuevos códigos, comparables al código Morse, o al lenguaje de los telegramas. No hay que asustarse. Hoy, como siempre, se teme a lo que no se conoce.”

3.5.24

MAURICIO KARTUN / LA INFANCIA NUNCA FUE UN PARAÍSO

"Mi madre Charito Huerres fue persona atenta y dada a los detalles.

Apenas empecé a frecuentar los cumpleaños de mi colegio me mandó a hacer unas tarjetas personales, de las que conservo alguna todavía. Esta es una.
Eran mi sello distinguido. Niñito bacán.
Hacía la envoltura de los regalos con plegado primoroso y pegaba con Pegalotodo la tarjetita sobre el papel manteca floreado.
La encontré en una caja de fotos hace poco y recordé un fragmento espeso de la infancia.
Había en tercer grado del colegio Almirante Brown de Ballester, una chica que me tenía tonto.
Tonto, a ver, tonto es poco.
Era muy rubia, muy blanca, y de apellido alemanísimo con varias haches y dobles efes. Solía verla además en la pileta del Sportivo. Era nadadora. Y en malla me ponía más tonto todavía.
El día que me invitó a su cumpleaños sentí que mi regalo debía ser como un mensaje que hiciera que al menos una vez en la vida, una vez, sus ojos celestes me miraran un poco. Lo compré yo mismo, no dejé que lo elija la economía familiar. Y seguro de que ella lloraría como yo había llorado leyéndolo le compré en la librería Mickey de la avenida 3 de Febrero un ejemplar de tapas amarillas de Príncipe y Mendigo. Lloraría, se acordaría de mí, pensaría en qué parecidos éramos, me lo comentaría y hablaríamos en un recreo apoyados en la pared de ladrillos sobre nuestro emocionante y común amigo Mark Twain. Y ella así de cerca tendría en el pelo al agitarlo el perfume inconfundible y sano del cloro de la pileta.
Después de mucho dudar deslicé entre las hojas del libro una de mis tarjetitas. Sería señalador y sería el ayudamemoria de quién había sido el autor de semejante impacto emotivo.
Lo recibió con gracia, todo lo hacía con gracia, como nadando, y lo dejó junto a los otros regalos sobre su cama.
Esperé durante semanas una señal, un mensaje, un comentario.
Nada.
Tiempo después, otro cumpleaños del grado. La vi llegar con su paquete y entregarlo con gracia. Siempre su gracia acuática. La cumpleañera rompió el papel, agradeció y lo puso junto a los otros. Me acerqué curioso y ahí lo vi. Otro ejemplar de Príncipe y Mendigo. Casi lloro: lo había leído, le había encantado y ahora era ella quien regalaba el mismo título para deleite de todo resto del mundo. Más claro el agua suya: me lo estaba diciendo a los gritos.
Mientras la manada conurbana se apretaba sobre las velitas me acerqué a los regalos y lo abrí. Quizá alguna dedicatoria de su letra primorosa hablaba de nuestra pasión marcktwainista.
No había dedicatoria, pero en la primera página, allí donde yo la había puesto, estaba todavía mi tarjeta. Ni siquiera lo había abierto antes de descartarlo.
La saqué con vergüenza ajena y la deslicé en el bolsillo de atrás del vaquero Farwest. Quizá era esta misma tarjetita de acá arriba. Vaya a saber.
Volví a la mesa cuando cantaban. Prendieron la luz, agarré con la servilleta la torta gorda y me fui a comerla al patio. Me la tragué de tres mordiscones, volví a la mesa por otra y salí al patio de nuevo.
Mirando las macetas con Lazos de Amor y Alegrías del Hogar saqué algunas conclusiones trascendentes que me acompañaron luego largamente en la vida. A saber:

Todo alemán odia a los niños de apellido ruso. Si es alemana, más.
Todas las rubias son muy crueles. Muy crueles.
Los ojos celestes son fríos como azulejo de pileta. Como las frías aguas del sportivo en la mañana.
Las rubias bellas practican natación. Todo el resto leemos libros.
Mil veces mejor comer torta gorda que enamorarse, y que las chicas lindas se vayan todas juntas en fila india a la reputa madre que las parió.

La infancia nunca fue un paraíso."

1.5.24

SOBRE "LA TESIS ONCE" DE DIEGO BARREDA / NARRATIVAS DE AMÉRICA, EDITORIAL COLIHUE


Un chimento de la historia del mundo dice que Carl Marx guardó durante cuarenta años un borrador escrito a mano debajo del vidrio de su escritorio. O sea: lo vio, lo leyó y releyó, pensándolo, rumiándolo, dándole vueltas en su cabeza durante cuarenta años seguidos, mientras escribía los tratados económico-filosóficos que le dieron chapa. Se trata de la tesis de Feuerbach que vio la luz en 1845. El propósito del texto fue construir una filosofía materialista centrada en una praxis transformadora, en un “hacer”. El punto décimo primero de ese trabajo, madurado como un vino exquisito, es conocido como La tesis once, y dice lo siguiente: “Los filósofos no han hecho más que interpretar al mundo de diversas maneras, pero lo que se trata es de transformarlo”. Cuando Marx habla de filósofos se refiere a todos los intelectuales. La única manera de hacer filosofía es superándola. La única manera de superarla es haciéndola. El fin de la filosofía está fuera de su propio cuerpo, está en la transformación del mundo.

Acá aparece, por primera vez la noción de conocimiento aplicado versus conocimiento abstracto, una pelea de fondo que compromete tanto al humanismo como a la ciencia. Hoy esta separación nos parece absurda, pero en su momento el capitalismo la apoyó y festejó para poder madurar los horribles principios que tanto le han servido hasta estos días: explotación, apropiación y patriarcado. Estos tres monstruos que hoy lamentablemente padecemos no dejan CASI resquicios aparentes para otras formas de sentir, registrar y vivir en el mundo. En ese “casi” radica la potencia del libro que hoy estamos celebrando, del escritor Diego Barreda. Un “casi” del tamaño de un granito de arroz, pero con más decencia que toda la derecha planetaria junta.

Es cierto que combatimos y seguiremos combatiendo los males que el marxismo nos señaló con su dedo progre: basta ver los avances del feminismo, de los derechos humanos, de las minorías, de la educación. Avances que en ocasiones como la que vivimos se ven hostigadas por lo que parecen retrocesos, o intentos de volver a un pasado salvaje en el que sólo existan las obligaciones, y nada más. Pero estamos ahí, sosteniendo las paredes de una casa más justa y nuestra, con toda la fuerza que tenemos. Aunque a veces nos parezca una causa perdida, seguimos en pie. Nosotros tenemos memoria, y la usamos.

Diego Barreda arremete contra el colonialismo con militancia, lo hizo siempre. Su vida es un ejemplo, él es un referente aunque no lo busque. Diego milita declarando en un juicio de lesa humanidad o escribiendo una ficción. Hoy han regresado objetivos que creíamos perdidos: la destrucción del ascenso social por medio de la eliminación de la educación pública, por ejemplo. Diego nos cuenta en su novela, “La tesis once”, la historia de dos hermanos separados por la dictadura, dos personajes que tienen varios nombres -ella se puede llamar La Polaquita de chica, pero cuando crece adopta el de su mamá del amor, Matilde; él viene de ser Raúl para resguardarse en los apodos: Ringuelet, Ladrillo bombón-, que pueden tener varios nombres, digo, pero una sola ética. Las novelas y los cuentos de Diego son la parte simpática y creativa de su militancia.

En “La tesis once” y “En el pantano”, su novela anterior, hay locura, hay dictadura. Los dos son libros corales, donde la imaginación busca sortear las torturas como puede, en un país sometido muy parecido a la Argentina de hace cincuenta años.

La maduración de un libro a otro se nota en el tratamiento de los personajes. No sólo La Polaquita y Ringuelet son hermosos y queribles, también lo es esa caterva del hospital con apodos arltianos: el Doctor Froi, Posipol, el Libidinoso, Maguiver, el Enfermero Enfermo, el Exultante Surrealista. Ni hablar de los maravillosos Don Carlos y Doña Matilde: él le hablará a la nena del Paraná, y ella de la guerra del Paraguay. Hasta la Agüela, con su crueldad analfabética, será tratada con piedad por su autor, que sólo se demostrará distante con Dosveinte, el milico asesino.

Simplemente porque todos odiamos a Dosveinte.

Ringuelet, pobrecito, está dañado debido a las sesiones de picana. A Ringuelet lo volvió loco la electricidad. Le das la mano y te da corriente. No puede tomar agua porque el estómago le entra en cortocircuito.

 “- ¿Cómo anda la mar? " -le preguntan.

 - Muy picado, el animal" -responde él, lo que tal vez quiera decir muy picaneado. “Por acá, muy picaneado.” Una pequeña muestra de toda nuestra lógica trágica. La Agüela se lo había adelantado a La Polaquita en la primera página:

 –Menos las piedras, todo se muere. Vos no te preocupes. La Agüela se está muriendo, pero no se muere. Al Gauchito Gil lo degollaron hace cien años, pero está vivo. Hace ya más de mucho tiempo que fuimos a verlo a Ciudad Mercedes. Al santuario, fuimos. Te llevé lo más de pequeña que se podía, a caballo fuimos, no lo olvides. Él me prometió en persona que te va proteger cuando yo no esté. Se mueren los buenos, pero por suerte también los malos.

Así es como trata Diego a sus personajes santos y también a los que son un poco diablitos: con clemencia, con compasión. Y así es como los describe, a lo Gombrowitz:

 “Froi es el más grande de los froidianos. A cada uno de nosotros nos fue despejando las obsesiones: la predilecta, las derivadas y las secundarias. Una madre sobreprotectora nos hubiese acomplejado. Froi es infi­nito en paciencia y en agrimensura.”

 Cuando leí las descripciones de Diego por primera vez, pensé “este tipo tiene la literatura adentro”. Su modo poético de entrarle a los personajes es, como mínimo, original. Hoy en día cuesta encontrar gente que lo intente, que intente la originalidad. Los escritores están deprimidos, vienen con eso de que ya está dicho todo. Cito acá a otro tesista, uno literario, Guillermo Martínez, que también acaba de sacar sus “Once tesis (y antítesis)”, esta vez “sobre la escritura de ficción”, con un título que quizás juegue con su pasado marxista:

“Originalidad: entendida no como mera novedad, sino como aquello que lucha por abrirse paso entre la marea de lugares comunes, de lo ya suficientemente dicho, de la música de época, de lo que alguna vez fue expresivo y ahora es retórica. La originalidad, en este sentido, debe tener en cuenta necesariamente a la tradición como medida y desafío. A la frase de Joseph Conrad: “Por el poder de la palabra escrita, hacerte oír, hacerte sentir, hacerte ver”, agregaríamos: de otro modo.”

 “Originalidad, resolución, escritura”, se llama ese capítulo. Y seguramente va a ser el menos citado en los talleres literarios, y el más encantador para mí, que me la paso tratando de encontrar originalidad en las posturas de los nuevas escrituras.

A nivel resolución, el libro de Diego, también resulta interesante. Está dividido en tres partes, una primera de crecimiento, una segunda de manicomio y una tercera de exilio. Los tiempos dan saltos y, cuando menos lo esperamos, hacen enroques sabios: es un buen recurso para una novela de desencuentros. El hermano Raúl ya no se dejará reconocer porque lo cambiaron, porque lo deterioraron, porque lo convirtieron en una cosa: no es más un tigre de verdad, sino un tigre de papel.

Ese tigre fácil de arrugar o de romper -papelito-, viene con ideas poderosas, de revolución tierna, de lo que le queda a alguien que parece vencido, pero ¡nunca! Va un diálogo clave entre el prisionero y el doctor: 

“–No se olvide jamás del viejo tonto, se lo recomiendo. Mi­les de viejos tontos caminarán con sus bastones, tomarán el microcentro porteño con sus sillitas al atardecer, cubriendo las avenidas y las calles. Llevarán sus termos, el mate y los bizcochitos. Un sencillo cartel, colocado al pie del horrible Obelisco dirá que “Los cuarenta y tres mil quinientos quin­ce venerables aquí presentes no nos retiraremos hasta que el gobierno nos dé el aumento que pedimos”. Es la táctica del distraído feliz: la contundencia y el silencio. ¿Quién se les va a animar? Por si acaso los liberales no cedan, a la mañana si­guiente una nutrida columna de nietos se hará presente, inter­pretando un coro de llantos destemplados cada media hora.

–¿Y si no ceden?

–Ya me dije yo que los sicólogos son policías... Si no ceden les cagaremos la Avenida de Mayo, y así de seguido. Usted quiere desestabilizarme por considerar a los pobladores más antiguos del planeta como a los futuros actores de la Tesis Once. Los miembros ancianos de nuestro partido serán de la vanguardia, y aportarán su experiencia social acumulada más temprano que tarde, encabezando la larga marcha de los hu­manos que, raquíticos de posibilidades ante la parca, apuestan a no morir, reencarnando los ideales del panal, el hormiguero y del mismísimo Matusalén. Una convocatoria a los viejos para no morir nunca producirá una catarata; una avalancha de porfiados imparables, un aluvión de tal magnitud que re­basará sin misericordia ni piedad a los ejércitos de policías.”

Llegamos al final. En el momento más emotivo del libro, Diego irrumpe con un poema en mayúsculas que, de entrada, me pareció raro, como forzado. Es una colección de sustantivos; algunos positivos, lindos, SOL, TIERRA, PENSAMIENTO, AMOR, AGUA, DESEO, JUSTICIA. Otros fuleros: HAMBRE, TERROR, ENFERMEDAD, SOLEDAD, DOLOR. La conexión entre todos ellos es que tienen el género cambiado; lo que debería llevar el artículo masculino, lleva el femenino, y viceversa. Acá la NOCHE es EL NOCHE, y el CIELO es LA CIELO. EL SALUD. LA PAÍS.

¿Por qué se empeñará Diego en cambiar los artículos por otros? Debe ser porque él, además de ser Ringuelet, ese hombre aturdido pero no acabado, lleno de teorías maravillosas y explosivas, también es Matilde. La Polaquita. La valiente nena que fue vendida, maltratada, expulsada de su país, pero que sigue viva y acá. Y este libro, aún más que la novela anterior, tal vez sea un rompecabezas de la vida de Diego, y cada personaje lleve un poco de él. Del hombre que, con su testimonio, ayudó a meter en cana a Etchecolatz.

LA PATRIA ES EL MATRIA.