La prosa de Saer me gusta más que la de Borges: lo dije. Y “El
entenado” está en la tríada de mis libros de Saer preferidos, junto a “El
limonero real” y a “Glosa”. Era raro que me interesara la obra de teatro, pero
tenía muchas ganas de verla porque no me podía imaginar cómo se vería ese libro
pasado a representación visual, por la dificultad para volverlo guion. Bueno,
también podía hacerse lo que Lucrecia Martel hizo con “Zama”, una adaptación
digna y muy respetuosa de la historia hallada en las páginas, pero que bajoneó
a todos los amigos de Antonio Di Benedetto, entre los que me cuento. Y, de
paso, nos bajoneó a los seguidores de la propia cineasta, sentándonos a ver su
película más floja. Conste que soy fan absoluto de toda la gente que estoy
nombrando. Y conste también que ahora tengo una figura más para idolatrar:
Irina Alonso, la directora de la versión libre de “El entenado”. Que por suerte
es libre. Y genial.
Reconozco que caí como un chorlito. Porque, digamos la
verdad, el Solís de Saer, y muy probablemente el Solís real, estaba picado por
los mosquitos, con fiebre, con cansancio por el viaje tan largo y tan incómodo
cuando los indios le tendieron la trampa en nuestras playas. Pero yo entré al
Teatro Regio descansado, merendado, y con todo mi escepticismo a cuestas,
suponiendo ingenuamente que no me iba a gustar nada lo que estaba por ver
porque me gusta demasiado la novela, o nouvelle, del maestro de Serodino.
Y caí en la trampa de Irina. La Irina india me mató, me cortó en pedacitos y le
dio de comer mi carne a sus perros.
“¿Este vodevil va a ser toda la obra?” Parece, sí. “¿Los
actores van a tocar instrumentos medievales cada dos o tres parlamentos?” Son
capaces. “¿Esos barquitos de Telgopor pintados con témpera marrón son la
escenografía?” Se ve. “¿Esa indumentaria de Billiken, con indios con tres
plumas en la cabeza, el vestuario?” Claramente. La obra es una reunión de todas
estas berretadas que estamos viendo. Y, de repente, y sin saber cómo ni por
dónde, aparece el libro. Y vemos y escuchamos a Saer en su máximo esplendor.
Irina Alonso, junto al coreógrafo Damián Malvacio, el músico
y actor Aníbal Gulluni y los otros tres actores Claudio Martínez Bel, Iride
Mockert y Pablo Finamore, nos meten en tema desde el amateurismo de una obra
con personajes de carromato como los de “La Vis Cómica”, que a veces han actuado
para príncipes y reyes, pero vienen de lugares oscuros en los que pueden volver
a caer en cualquier momento. Una compañía ambulante de “Cómicos de la Legua”,
que durante el Renacimiento hacía sus representaciones en circuitos rurales,
viajando de aquí para allá. Los llamaban así porque los obligaban a acampar a
una legua de los primeros pobladores de la ciudad, de lo jipis que
aparentaban ser.
En la obra de Saer los salvajes saben que van a perdurar en
la palabra de un testigo; hay toda una simbología del valor de la narración.
Los supuestamente bárbaros son los que conocen el peso de la palabra. Por eso al
entenado lo devuelven sólo cuando ven venir, por segunda vez, a los de su clan,
en la siguiente expedición. Los hombres existen cuando son relatados: hay ahí
una forma de pervivencia. Los indios eligen al adolescente por esa causa, y lo
conservan entero para que cuente. El relato está formulado en primera persona
por el protagonista, es casi una declaración. La obra que la compañía ambulante
representa se apropia de la primera persona literaria separando los libretos,
en una puesta armada para que la historia siga corriendo por los pueblos de la
Europa del 1500.
El final de Irina funciona perfecto cuando tiene el mismo
efecto propiciado por Saer: hacer que nosotros nos sintamos los únicos
espectadores de su discurso, los elegidos para heredar aquellos sucesos de
Indias. Desde el final de Irina hacia delante es posible que el cuento ya no
funcione tan bien. Los que estuvimos anoche presenciando la obra fuimos
-quizás- los últimos privilegiados. El efecto del entenado de Saer queda
intacto después de todo el manoseo: es un hombre que ya no pertenece a su
cultura. El ahora definitivamente outsider, nos ha relatado el cuento
por última vez.
La adaptación de Irina honra cada página de “El entenado”. Es
una animalada teatral, dicha como un elogio bárbaro. La puesta juega a
mostrarnos una representación de colegio, y cuando estamos a punto de
decepcionarnos preguntándonos qué estamos viendo, irrumpe Saer en una
zambullida feroz, salvaje, extraordinaria, y ya quedamos definitivamente
pegados a la noche. El entenado hace como el protagonista de “El limonero real”:
se tira de cabeza al río.
Al principio cuesta dar con el registro: parece comedia. “El
entenado” no puede ser comedia, ufa. Bueno, Irina nos enseña que sí, que puede
parecer cómica ante la falta de presupuesto. La escena de la parrillada caníbal
hubiera sido pan comido para Hollywood: una multitud de indios, una montaña de
pedazos de cuerpos puestos a asarse entre los leños. Filmable gore por donde se
lo vea, con presupuesto de Dino de Laurentis. Acá no hay más que dos indios, un
hombre y una mujer. Juntos son multitud y orgía. Irina basa la comicidad de la
pieza representada, la obra adentro de la obra, con la ingenuidad de gusto
involuntario de que a los actores les está saliendo así y no hay tu tía con el
chaucha y palito. Acá no hay efectos especiales, ni cientos de extras
desequilibrados. Lo que se ve es lo que es, si te da risa espérate un poco, que
ahora te vas a conmover.
Tanto en la obra como en el libro están bien pintados los
mundos contrapuestos: la codicia del español, la nobleza del indio. La
representación aumenta la dicotomía, extendiendo la codicia española al
director de la compañía de teatro.
La historia también cuenta la lucha de la civilización versus
la naturaleza. “Los salvajes son los verdaderos hombres”, suelta el entenado en
uno de sus párrafos finales. Encontramos el mismo estupor del europeo frente a
la realidad natural que lo supera en “Zama”, y también en “La aventura equinoccial
de Lope de Aguirre”, del español Ramón J. Sender, con el que Herzog realizó
“Aguirre, la ira de Dios”. La diferencia grande entre los libros que escogieron
Martel o Alonso del elegido por Herzog es que son obras cumbres de la literatura
mundial, y el de Sender apenas si es pasable. Entre las recomendaciones sabias
de Herzog está la de nunca meterse a filmar una novela demasiado buena.
Irina Alonso logró una adaptación que parecía imposible. Hoy
soy, de nuevo, el mismo que fui cuando leí el libro por vez primera a mis veintidós,
y cada vez que lo releí. Pero, ahora, por verlo en el teatro. Déjense acertar
por esta flecha venenosa. Contágiense.
El Entenado va de jueves a domingo a las 20 horas en el Teatro Regio, Avenida Córdoba 6056, hasta el 11 de agosto de 2024.
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