Un chimento de la historia del mundo dice que Carl Marx
guardó durante cuarenta años un borrador escrito a mano debajo del vidrio de su
escritorio. O sea: lo vio, lo leyó y releyó, pensándolo, rumiándolo, dándole
vueltas en su cabeza durante cuarenta años seguidos, mientras escribía los
tratados económico-filosóficos que le dieron chapa. Se trata de la tesis de
Feuerbach que vio la luz en 1845. El propósito del texto fue construir una
filosofía materialista centrada en una praxis transformadora, en un “hacer”. El
punto décimo primero de ese trabajo, madurado como un vino exquisito, es
conocido como La tesis once, y dice lo siguiente: “Los filósofos no han hecho
más que interpretar al mundo de diversas maneras, pero lo que se trata es de
transformarlo”. Cuando Marx habla de filósofos se refiere a todos los
intelectuales. La única manera de hacer filosofía es superándola. La única
manera de superarla es haciéndola. El fin de la filosofía está fuera de su
propio cuerpo, está en la transformación del mundo.
Acá aparece, por primera vez la noción de conocimiento aplicado versus conocimiento abstracto, una pelea de fondo que compromete tanto al humanismo como a la ciencia. Hoy esta separación nos parece absurda, pero en su momento el capitalismo la apoyó y festejó para poder madurar los horribles principios que tanto le han servido hasta estos días: explotación, apropiación y patriarcado. Estos tres monstruos que hoy lamentablemente padecemos no dejan CASI resquicios aparentes para otras formas de sentir, registrar y vivir en el mundo. En ese “casi” radica la potencia del libro que hoy estamos celebrando, del escritor Diego Barreda. Un “casi” del tamaño de un granito de arroz, pero con más decencia que toda la derecha planetaria junta.
Es cierto que combatimos y seguiremos combatiendo los males
que el marxismo nos señaló con su dedo progre: basta ver los avances del
feminismo, de los derechos humanos, de las minorías, de la educación. Avances
que en ocasiones como la que vivimos se ven hostigadas por lo que parecen
retrocesos, o intentos de volver a un pasado salvaje en el que sólo existan las
obligaciones, y nada más. Pero estamos ahí, sosteniendo las paredes de una casa
más justa y nuestra, con toda la fuerza que tenemos. Aunque a veces nos parezca
una causa perdida, seguimos en pie. Nosotros tenemos memoria, y la usamos.
Diego Barreda arremete contra el colonialismo con militancia, lo
hizo siempre. Su vida es un ejemplo, él es un referente aunque no lo busque. Diego milita
declarando en un juicio de lesa humanidad o escribiendo una ficción. Hoy han
regresado objetivos que creíamos perdidos: la destrucción del ascenso social
por medio de la eliminación de la educación pública, por ejemplo. Diego nos
cuenta en su novela, “La tesis once”, la historia de dos hermanos separados por
la dictadura, dos personajes que tienen varios nombres -ella se puede llamar La
Polaquita de chica, pero cuando crece adopta el de su mamá del amor, Matilde;
él viene de ser Raúl para resguardarse en los apodos: Ringuelet, Ladrillo
bombón-, que pueden tener varios nombres, digo, pero una sola ética. Las
novelas y los cuentos de Diego son la parte simpática y creativa de su
militancia.
En “La tesis once” y “En el pantano”, su novela anterior,
hay locura, hay dictadura. Los dos son libros corales, donde la imaginación
busca sortear las torturas como puede, en un país sometido muy parecido a la
Argentina de hace cincuenta años.
La maduración de un libro a otro se nota en el tratamiento
de los personajes. No sólo La Polaquita y Ringuelet son hermosos y queribles,
también lo es esa caterva del hospital con apodos arltianos: el Doctor Froi,
Posipol, el Libidinoso, Maguiver, el Enfermero Enfermo, el Exultante Surrealista.
Ni hablar de los maravillosos Don Carlos y Doña Matilde: él le hablará a la
nena del Paraná, y ella de la guerra del Paraguay. Hasta la Agüela, con su
crueldad analfabética, será tratada con piedad por su autor, que sólo se
demostrará distante con Dosveinte, el milico asesino.
Simplemente porque todos odiamos a Dosveinte.
Ringuelet, pobrecito, está dañado debido a las sesiones de
picana. A Ringuelet lo volvió loco la electricidad. Le das la mano y te da
corriente. No puede tomar agua porque el estómago le entra en cortocircuito.
- Muy picado, el
animal" -responde él, lo que tal vez quiera decir muy picaneado. “Por acá, muy
picaneado.” Una pequeña muestra de toda nuestra lógica trágica. La Agüela se lo
había adelantado a La Polaquita en la primera página:
–Menos las piedras, todo se muere. Vos no te preocupes. La Agüela se está muriendo, pero no se muere. Al Gauchito Gil lo degollaron hace cien años, pero está vivo. Hace ya más de mucho tiempo que fuimos a verlo a Ciudad Mercedes. Al santuario, fuimos. Te llevé lo más de pequeña que se podía, a caballo fuimos, no lo olvides. Él me prometió en persona que te va proteger cuando yo no esté. Se mueren los buenos, pero por suerte también los malos.
Así es como trata Diego a sus personajes santos y también a
los que son un poco diablitos: con clemencia, con compasión. Y así es como los describe,
a lo Gombrowitz:
“Froi es el más grande de los froidianos. A cada uno de nosotros nos fue despejando las obsesiones: la predilecta, las derivadas y las secundarias. Una madre sobreprotectora nos hubiese acomplejado. Froi es infinito en paciencia y en agrimensura.”
“Originalidad: entendida no como mera novedad, sino como
aquello que lucha por abrirse paso entre la marea de lugares comunes, de lo ya
suficientemente dicho, de la música de época, de lo que alguna vez fue
expresivo y ahora es retórica. La originalidad, en este sentido, debe tener en
cuenta necesariamente a la tradición como medida y desafío. A la frase de
Joseph Conrad: “Por el poder de la palabra escrita, hacerte oír, hacerte
sentir, hacerte ver”, agregaríamos: de otro modo.”
A nivel resolución, el libro de Diego, también resulta
interesante. Está dividido en tres partes, una primera de crecimiento, una
segunda de manicomio y una tercera de exilio. Los tiempos dan saltos y, cuando
menos lo esperamos, hacen enroques sabios: es un buen recurso para una novela
de desencuentros. El hermano Raúl ya no se dejará reconocer porque lo
cambiaron, porque lo deterioraron, porque lo convirtieron en una cosa: no es
más un tigre de verdad, sino un tigre de papel.
Ese tigre fácil de arrugar o de romper -papelito-, viene con ideas poderosas, de revolución tierna, de lo que le queda a alguien que parece vencido, pero ¡nunca! Va un diálogo clave entre el prisionero y el doctor:
“–No se olvide jamás del viejo tonto, se
lo recomiendo. Miles de viejos tontos caminarán con sus bastones, tomarán el
microcentro porteño con sus sillitas al atardecer, cubriendo las avenidas y las
calles. Llevarán sus termos, el mate y los bizcochitos. Un sencillo cartel,
colocado al pie del horrible Obelisco dirá que “Los cuarenta y tres mil quinientos
quince venerables aquí presentes no nos retiraremos hasta que el gobierno nos
dé el aumento que pedimos”. Es la táctica del distraído feliz: la contundencia
y el silencio. ¿Quién se les va a animar? Por si acaso los liberales no cedan,
a la mañana siguiente una nutrida columna de nietos se hará presente, interpretando
un coro de llantos destemplados cada media hora.
–¿Y si no ceden?
–Ya me dije yo que los sicólogos son policías... Si no ceden
les cagaremos la Avenida de Mayo, y así de seguido. Usted quiere
desestabilizarme por considerar a los pobladores más antiguos del planeta como
a los futuros actores de la Tesis Once. Los miembros ancianos de nuestro
partido serán de la vanguardia, y aportarán su experiencia social acumulada más
temprano que tarde, encabezando la larga marcha de los humanos que, raquíticos
de posibilidades ante la parca, apuestan a no morir, reencarnando los ideales
del panal, el hormiguero y del mismísimo Matusalén. Una convocatoria a los
viejos para no morir nunca producirá una catarata; una avalancha de porfiados
imparables, un aluvión de tal magnitud que rebasará sin misericordia ni piedad
a los ejércitos de policías.”
Llegamos al final. En el momento más emotivo del libro, Diego irrumpe con un poema en mayúsculas que, de entrada, me pareció raro, como forzado. Es una colección de sustantivos; algunos positivos, lindos, SOL, TIERRA, PENSAMIENTO, AMOR, AGUA, DESEO, JUSTICIA. Otros fuleros: HAMBRE, TERROR, ENFERMEDAD, SOLEDAD, DOLOR. La conexión entre todos ellos es que tienen el género cambiado; lo que debería llevar el artículo masculino, lleva el femenino, y viceversa. Acá la NOCHE es EL NOCHE, y el CIELO es LA CIELO. EL SALUD. LA PAÍS.
¿Por qué se empeñará Diego en cambiar los artículos por
otros? Debe ser porque él, además de ser Ringuelet, ese hombre aturdido pero no
acabado, lleno de teorías maravillosas y explosivas, también es Matilde. La
Polaquita. La valiente nena que fue vendida, maltratada, expulsada de su país,
pero que sigue viva y acá. Y este libro, aún más que la novela anterior, tal
vez sea un rompecabezas de la vida de Diego, y cada personaje lleve un poco de
él. Del hombre que, con su testimonio, ayudó a meter en cana a Etchecolatz.
LA PATRIA ES EL MATRIA.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario