“Cuando cumplí siete años, mi abuelo le pidió permiso a mamá para pasar una tarde conmigo. Ese es el primer recuerdo que tengo de él, esperándome frente a la reja de la casa de Hurlingham donde yo vivía: un hombre de pantalones hasta la rodilla, medias rojas debajo de las sandalias de cuero, pipa en la boca y el ceño siempre fruncido.
A mamá le dijo que iríamos al zoológico, o a la calesita, o a tomar un
helado; no recuerdo la excusa. En cuanto nos alejamos algunas cuadras me aclaró
sus intenciones: nada de calesitas, la excursión se trataba de algo más
complejo. Tomaríamos el tren a Retiro pero sin boletos, es decir,
viajaríamos sin pagar, porque la austeridad era algo importante y uno no podía
andar gastando dinero en cualquier cosa. Dijo que nos esconderíamos
debajo de los asientos y que, si nos descubrían, iríamos a la cárcel. Me
acuerdo de mi única pregunta, “y en la cárcel, ¿voy a poder ver a mi mamá?” Él
negó y señaló la boletería “si los guardas hacen sonar el silbato, es que nos
descubrieron”.
Subimos al tren. Nos acercamos hasta a un par de asientos enfrentados,
él se tiró al piso para acurrucarse debajo de uno e indicó el de enfrente, que
era el mío. Obedecí e hice lo mismo. Cuando la mugre del piso se me pegó a los
brazos pensé que, aún si nos salvábamos de la cárcel, mi madre notaría lo sucia
que regresaba a casa.
“Nos descubrieron”, dijo en cuanto sonó el silbato. “¿A nosotros?”,
pregunté. “Sí”. ¿Era la primera vez que yo viajaba en tren? No lo
recuerdo. Sé que vi a dos guardas acercarse desde el otro vagón y tuve
la certeza de que nos estaban buscando. Yo no sabía que el silbato
sonaba siempre, que era la señal de entrada a cada nueva estación. El abuelo
dejó rápido su escondite y se acercó para ayudarme a salir. Recuerdo su mano
firme esperándome, y cómo nos quedamos de pie frente a la salida, con las
narices pegadas al vidrio hasta que al fin las puertas se abrieron. Yo quise
correr, pero él me sostuvo del brazo y, rodeados de una decena de pasajeros,
entendí que caminaríamos lento, disimuladamente, entre la gente.
Antes de meternos en el siguiente tren y repetirlo todo otra vez, se
agachó frente a mí y me explicó qué era lo que estábamos haciendo. Un
aprendizaje para el futuro. Lo llamaríamos “El entrenamiento del artista” y
sería nuestro secreto. Nadie, “ni siquiera tu madre”, dijo el abuelo
levantando el dedo índice, “puede enterarse de lo que vamos a hacer”.
A partir de entonces me buscaba por casa cada quince días. Los
encuentros tenían objetivos distintos y, “jornada” tras “jornada”, como las
llamaba él, yo mantuve mi promesa de no hablar sobre lo que hacíamos.
Viajábamos sin dinero y llevábamos viandas en las mochilas. Las
misiones iban desde la identificación de fósiles en los museos de ciencias
naturales y los estilos neoclásicos en las fachadas de los edificios de Buenos
Aires hasta el robo de frutas de los cajones de las verdulerías. Con
el tiempo, cuando entendió que yo guardaba nuestros secretos, llegamos a
confiscar algunos ejemplares de las librerías de la Avenida Corrientes. Él
distraía al vendedor y yo, que apenas llegaba al borde de las mesadas, me
guardaba el botín entre la ropa.
Visitamos museos de arte, galerías y exposiciones. Los óleos de Xul
Solar, los pesadillescos grabados de Goya y las esculturas de Lola Mora, que
eran sus preferidas. A mis once dejó de venir a buscarme y me animó a
viajar sola de Hurlingham a su barrio de San Telmo. Habíamos practicado
el recorrido muchas veces: un colectivo, un tren, dos subtes y una caminata de
diez minutos. Cuando llegó el día viajé agarrada a sus notas para combinar la
línea B con la C, moviéndome angustiada entre un tumulto de cuerpos tanto más
grandes que el mío. Mi abuelo vivía solo en un atelier que ocupaba todo un piso
del edificio. Me armó una pequeña cama en su oficina, vació un cajón y escribió
en él mi nombre. La siguiente etapa del entrenamiento requería también jornadas
nocturnas, así que empecé a quedarme a dormir de viernes a sábado.
Las nuevas actividades incluían carreras de caballos donde apostábamos
nuestro dinero, recolecciones de “buena madera” en los potreros y
basureros de Barracas, ensayos y funciones del teatro Margarita Xirgu, visitas
a las milongas, las zarzuelas, los carnavales de la Avenida de Mayo, las
sesiones de jazz en el Tortoni. Incluso hubo un período de excursiones a bares
de mala muerte del que recuerdo la cara de un barman mirándome desconcertado
mientras lustraba una copa, quizá preguntándose si, teniendo a una nena del
otro lado de la barra en la madrugada, no debería llamar a la policía.
Y una noche en particular (imagino ahora a mis padres leyendo estas
líneas y enterándose de semejante jornada), caminamos hasta La Boca
para ir a la Isla Maciel. Un hombre nos cruzó a remo, en esa época era la
única manera de llegar. “Preparate”, dijo el abuelo antes de tocar tierra, “que
esta es la isla de las putas y los ladrones. ¿Sabés lo que pasa acá en la
noche?”. Me acuerdo de los remos empujando el agua casi negra, del miedo que
tenía, y de cómo ese miedo fue transformándose en otra cosa. Era una ciudad
escondida que vivía casi a oscuras, pero los colores, la música, las comidas,
eran como ráfagas de luz abriéndose frente a mis ojos.
Si me preguntan cómo comencé a escribir, siempre tengo dos o tres
respuestas breves y aceptables. Cada una tiene su verdad, pero ninguna cuenta
cómo empezó todo. Quizá porque el “entrenamiento del artista” fue
nuestro secreto, algo que solo yo podía atesorar, o quizá porque la
experiencia que lo disparó fue tan vital y profunda que se volvió para mí algo
sagrado.
La escritura empezó en uno de esos días. El abuelo me había regalado el
primer cuadernillo de lo que sería nuestro “diario de entrenamiento”, con mi
nombre y el año al frente, todo hecho y cosido por él. Al final de cada jornada
tomábamos juntos las notas del día, qué habíamos hecho, visto y
aprendido. Había una sola regla: no se podían escribir cosas como “fue
muy lindo”, o “me gustó”, o “estaba cansada”. Las opiniones de ese
tipo solo se permitían si se describían al detalle, la escritura era un
ejercicio de precisión.
Cierta noche,
después de haber visto una puesta de Esperando a Godot con
tres actores prácticamente desnudos latigándose entre sí, me tocó tomar nota de
mis impresiones. Pero la experiencia beckettiana me había dejado sin palabras.
Mi abuelo lo entendió, se dio cuenta de que me estaba pidiendo algo que me
superaba. Se levantó de pronto del escritorio y se alejó hacia su cuarto al grito
de “sé qué hacer”, “sé cómo se escribe lo que no puede escribirse”. Me quedé
mirando el largo pasillo oscuro hasta que lo vi regresar con un libro en la
mano, triunfal. “Poesía”, dijo. Abrió un poemario de Alfonsina
Storni y se puso a leer en voz alta. Incluso yo, que no entendía
nada de nada, me daba cuenta de lo mal que leía: a los gritos, y tan emocionado
que el libro le temblaba en las manos. Pero ése fue el momento mágico. Todo
empezó ahí.
El abuelo leía, y
a pesar del espectáculo que daba, yo entendí que algo extraordinario estaba
pasando dentro de él, parecía una fuerza genuina y poderosa, y fuera lo que
fuera, la quería también para mí. Quería que esa fuerza me tocara.
Storni, Mistral, Vallejo, Almafuerte. Estaba fascinada. La magia
se producía en la combinación de las palabras. Me puse a escribir ahí mismo,
tomando al azar frases que el abuelo leía y copiándolas en el diario. Quería
esa magia en mi propio cuerpo, y no iba a parar de escribir hasta encontrarla.
La experiencia beckettiana todavía pesaba en mi cabeza, pero entre las palabras
que elegía algo nuevo se estaba configurando, una suerte de explicación, o de
lectura propia de lo que antes no había entendido. De pronto el horror de la
puesta de Godot tomó una forma distinta, se llenó de significado propio, y me
entregó un descubrimiento vital: la literatura podía ayudar a entender lo
inexplicable.”
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