28.4.16

OCTAVA ENTREGA DE LA CLÍNICA LITERARIA / COMPLETADO EL SEGUNDO MES

Con el frío faltaron tres personas: Mariana, Mariano e Iván. Para comenzar leí el Gran cuento de Nick Hornby " Mi hijo nunca será una estrella", que Casciari publicó en el número uno de Orsai con traducción de Xtian Rodríguez. Maravilla del autor de "Alta fidelidad" y "Cómo ser buenos". Emocionante y divertido.
Después leyó Fernando dos cuentos seguidos de su autoría, en los que pudimos discutir el problema relacionado con el narrador en primera persona que muere al final. Para encontrar opciones leímos y discutimos dos cuentos más, uno del colombiano José Félix Fuenmayor, "La muerte en la calle" y "Las hormigas", del multifacético Boris Vian.
Cito a García Márquez en el prólogo al libro de Fuenmayor publicado por Alfaguara:
"José Félix llevó el original al café para que lo publicáramos en un semanario aventurado que dirigía su hijo Alfonso, y del cual yo era jefe de redacción. Estaba narrado en primera persona por un protagonista que sin duda iba a morir al final, y desde el título era evidente que tenía una falla estructural insalvable: el narrador no pudo tener bastante tiempo para escribir el cuento que estaba contando. Se lo hice notar a José Félix, con la pedantería propia de un principiante intoxicado por la teoría, y él se encogió de hombros y me dio una lección feliz: Lo escribió después de muerto."
Hablamos también de "El nadador" de Cheever, cuento con el que comenzaremos la próxima jornada.
Comimos budín de pan de mi autoría, con café.

26.4.16

LE COEUR DE DOLI / ROXANNE ALLOUCHE

"Une superbe découverte" nous dit Roxanne Allouche, de la librairie du Tramway à Lyon, à propos du roman de Gustavo Nielsen, "Le coeur de Doli" (sur RCF Lyon).

Aquí, desde el minuto 3:10. ¡Merci Roxanne!

25.4.16

ADN / MORI PONSOWY

A Vito Solla, in memorian
El niño nunca ha visto dormir a su padre
pero duerme en la misma posición incómoda que él,
apoyado en un costado, los brazos estirados para atrás,
las manos entrelazadas, como un faquir.
Empeñado en armar un rompecabezas de ocho piezas
los ruidos que hace son los mismos que escuché hace años
cada vez que su padre destemplado intentaba arreglar
el inodoro, la pileta, el acuario del ajolote, en vano.
Lo recuerdo sentado en el piso de la casa que hicimos juntos
mirando el cielo de la mañana sin parpadear,
o acostado en la cama, adheridos los ojos a una pared,
como si ahí habitara el fantasma que lo visitó una vez.
Quería tener un hijo, le dije, para tenerlo a él dos veces,
para sentirlo crecer de mí, dentro de mí, para tener otra versión
del hombre amado, indefenso sobre mi pecho.
Al fin su estirpe ocurrió en mí, multiplicando
células infinitas, repitiendo patrones,
cayendo en uno o dos errores imprevisibles,
modificando los acentos de mi alma sin permiso,
reemplazando un decorado austero
por tiras bordadas, pañales, noches en vela.
Ahora, veo a mi niño poner interminablemente
un dinosaurio plástico tras otro, y recuerdo a su padre
cuando decía que encolumnar soldaditos de plomo
era de todos los juegos de infancia su preferido.
Y me pregunto si las extravagantes posiciones de dormir,
la obsesión con las filas y esa extraña afinidad por los anfibios,
son cosas que su ADN transmitió a mi hijo,
o si no son las leyes hereditarias, sino Dios
haciendo esto por mí: que el niño sea como su padre
para que, así, él aún esté conmigo.

22.4.16

SÉPTIMA ENTREGA DE LA CLÍNICA LITERARIA

Como obra maestra esta vez no leí una obra maestra sino un cuento policial - de fantasmas de un autor llamado Bonifacio Lastra (no confundir con Héctor): "El prestidigitador". No está bien escrito, y la historia es un poco ingenua, pero me gusta el coraje con el que Bonifacio la enfrenta. Da todos los datos en orden, sin quitarle importancia a los sucesos, deteniéndose cuando el cuento viene a asustar o a explicar sicológicamente, al estilo del final de "Psicosis" de la dupla Bloch - Hitchcock, de qué va la cosa. Es un cuento interesante, casi el borrador excesivo de un cuento.
Después leyeron Pablo, Lucio, Majo e Iván, en ese orden, sus respectivos cuentos de fantasmas. Ya noté evolución en las distintas escrituras, lo que me puso muy feliz. La clínica está sirviendo.
Evolucionamos hasta en las comidas: hubo salado y dulce. Lucio aplicó un guacamole estupendo de su autoría -según Fernando, estaba mejor que mi humus de la semana pasada-  con una bolsa grande de nachos. Yo aporté una torta de Maracuyá firmada por mi amiga la arquitecta Moira Sanjurjo. Tomamos café colombiano, gourmet.
Estamos hechos unos sibaritas.
No sé cómo se vuelve de esto.

18.4.16

DDUM 296 / EL MONUMENTO EN SESIÓN DE FOTOS

"Ocho campos en cuatro años
Así como hay sobrevivientes que nunca hablaron con nadie y hay otros que dedicaron su vida a dar testimonio, el Proyecto no resulta igual para todos. Mendel Zelcer tiene 91 años y pasó por ocho campos de concentración en cuatro años. Cuando Steven Spielberg viajó a la Argentina para tomar testimonio de los sobrevivientes, Mendel decidió, junto a su mujer, Fela –que también era sobreviviente y falleció hace doce años–, no participar. “Todo el mundo recuerda episodios, pero un sobreviviente de un hecho traumático los revive, los siente en el cuerpo. Por eso mi señora no quería participar”, explica. Hace unos años, su nieto grabó su testimonio, pero la primera vez que se animó a hablar del tema con alguien que no conocía de antemano fue con Wanda Holsman, aprendiz de 24 años. “Ya estoy cerca del final, sentía que tenía que dejar algo. Pero no podría repetir el Proyecto... Aunque el saldo es muy positivo, me costó esfuerzo terminarlo. A esta edad me daña la salud. Pensá que yo soy apenas unos años mayor que vos (risas), pero se notan”.
Mendel es simpático y generoso. Después de las fotos, invita al fotógrafo a merendar, y para hacer esta entrevista nos recibe con budín, café y aclara que tiene todo el tiempo del mundo para contestar mis dudas. Trae recortes de diario, libros, fotos y no escatima explicaciones. Tiene la mirada profunda y pícara. “No se apichona –dice Wanda–. Siempre cuestionó todo. Es un ejemplo de fortaleza y vitalidad, encara la vida con alegría y es extremadamente simpático”.

–¿Por qué te involucraste?
Wanda: –Mis abuelas son sobrevivientes, pero todo mi conocimiento de la Shoá es del lado alemán. Y cuando sos familia, no te enterás de todo. Cuando le mostré al nieto de Mendel la bitácora, se emocionó mucho. Otro día, que nos filmaron para un documental, yo le pregunté a Mendel si creía en Dios y me contó una de las anécdotas que más le cuesta recordar. Su hija, que estaba escuchando escondida, se puso a llorar… Nunca había escuchado ese relato.

–¿Qué te contó?
Wanda: –En uno de los traslados, estaba con otros prisioneros parado en el tren, hacía mucho frío y a medida que iban muriendo, iban apilando los cuerpos congelados. Entonces empiezan a discutir si podían sentarse sobre los muertos o no, y aparece un practicante que dice que “en condiciones extremas, Dios perdonaría”. Y se sientan. En un momento, Mendel siente que en la pantorrilla algo lo rasca, lo toca. Primero piensa que está alucinando, pero la segunda vez que lo siente se para y se da cuenta de que uno de los cuerpos de abajo se había descongelado por el calor. Estaba vivo y lograron reanimarlo.

–¿Y usted cree en Dios?
Mendel: –No puedo creer en Dios. Vi matar chiquititos… Un millón y medio murieron. Soy judío y respeto las fiestas, pero ya no creo."

15.4.16

CLÍNICA DE CUENTOS / SEXTA REUNIÓN

Está saliendo todo de rechupete. Leímos a Hernán Casciari, para arrancar, el cuento "Basdala" y el cuento que figura como final del libro "El pibe que arruinaba las fotos", el del velorio y el celular del muerto. "Basdala" salió en Orsai. Dos maravillas que entran en el tema "nuevas tecnologías". Casciari, gran manipulador literario.
Después César leyó dos cuentos, uno titulado "Moscas" que debería haberse llamado "El mar, adentro" o simplemente "El mar" y su cuento de fantasmas que venía sin la última página. Yo leí "El perro que tuvimos" y Mariano uno muy triste titulado "Pepa". Finalizamos con "El emisario" de Ray Bradbury. Todos estos del final también de fantasmas.
Mucha crítica y buena comida. Humus casero y palitos salados.

13.4.16

CLÍNICA DE CUENTOS / QUINTA REUNIÓN

Como faltaron las dos chicas, Mayo y Mariana, leí un cuento muy masculino, de Onetti, genio de genios. "Esjbert en la costa". Hablamos de patrones de mecanismos, de tramas cerradas con enigmas muy potentes que engañan al lector porque en la vida real engañan a las personas. Cuentos de infidelidad, de desfalcos, de cazadores cazados. Mencioné "El autoestopista" de Rohal Dhal y uno mío del último libro: "Turf". La próxima clase vamos a estudiar patrones de técnica, y probablemente, además, de las lecturas, veamos unos videos.
Iván leyó un cuento muy extraño lleno de moscas, de esos cuentos donde la realidad se vuelve irreal. Era un poco largo, pero para ilustrar leí "Omnibus" de Cortázar y también nos pareció largo. Creo que este tipo de historia parece larga toda vez que se lee en voz alta. Fernando terminó con "Mamá", un relato de fantasmas y se lo criticamos de un modo tan bueno que se llevó una solución fácil e interesante para tener un cuentazo.
Comimos galletitas Merengadas, Sonrisas, Melitas y Rumba con café.

12.4.16

MI PRIMER CAMPAMENTO / CLARÍN

Me compré la guitarra después de mi primera comunión, con la plata de las estampitas. Jamás aprendí a tocar ninguna canción. La busqué en el placar el día en que Jorge me invitó al primer campamento de mi vida. Para ese entonces yo ya era ateo, un tipo grande, de veintipico. Jorge dijo “nosotros siempre vamos de Lobería a Arenas Verdes, desde los dieciocho”. Dijo también que llevara un instrumento. Adentro del placar el mango de la guitarra estaba doblado como una banana. Las cuerdas en tensión habían anulado el debut “rasguña las piedras” de su existencia.
Como cualquiera sabe, lo que es fácil en la vida cotidiana se vuelve imposible en los campamentos. Sobre todo si no hay instalaciones. El intendente del lugar había puesto algunos enchufes por zonas, y mandaba a un policía todas las noches, uno al que apodaban Manguera desde la escuela primaria. Manguera se había hecho policía para que dejaran de llamarlo así.
Los imposibles eran cocinar, dormir y cagar. Aunque parecían molestias sólo para mí: las dos chicas, Elsa y Natu, actuaban con espontaneidad. También Suárez, el Gallo y Jorge. Suárez llegó a profetizar que en dos días “el porteño” iba a convertirse en Robinson Crusoe. No ocurrió.
Los loberenses comen bien, sin ser sibaritas. Habían llevado tres gallinas, un lechón y un perro ciego. Los animales iban vivos adentro de jaulas, salvo el perrito que iba en la falda de Natu. Las gallinas se llamaban Etelvina, Eugenia y María Pía (nombre exacto para ese animal). Yo sacaba a pasear a las tres juntas con una soga por la playa. Todas las noches después de la fogata los muchachos meaban sobre las jaulas. Al efecto le llamaban “salar la carne”. Las gallinas recibían –cloclocló, cloclocló- la lluvia dorada. Parecía gustarles.  Al chancho, no.
Un día desaparecieron María Pía y Euge y yo pegué el grito en el cielo. “Qué te creés que eran las presas del guiso de anoche”, dijo el Gallo. El lechón sufrió el mismo trato. Y creo que, también, el perro ciego de Natu. Una de las boloñesas tenía un gusto dulzón. Natu lagrimeó sobre la comida. El perro ni pintó.
Durante los desayunos izábamos la bandera en la caña de Jorge, cantando el himno de allá. “Lobería, Lobería, /en tu tierra viviría. / Y que siempre me recuerdes / en carpa, en Arenas Verdes”. Yo acompañaba en tonete, a falta de guitarra. Lo recuerdo y se me pone la piel de María Pía.
Cagar, para mí, fue lo más difícil, algo que llegué hacer solamente por el final de la aventura. Los chicos le llamaban, al acto, “ir a hacer unas maderas”. Se internaban en la parte verde de las arenas y regresaban aliviados. Los imité infructuosamente cada vez; el rollo de papel volvía intacto en mi mano. Hasta una noche en que estábamos pescando y me dieron ganas urgentes. Salí corriendo mar adentro. Hice algo así como un Alien. Lo pude ver flotar a la luz de la luna. Al regreso volví a tensar el sedal en el reel, pero no salió ningún pescado más.
Igual lo peor de todo fue un corte de luz en el que la gente emergió de las carpas con linternas a gritar “¡Manguera, Manguera!”, en un acto de tradición local. El tipo desenfundó y tiró tres tiros al aire. A la mañana siguiente nos vino a decir que sabía que los de los gritos habíamos sido nosotros, y que a él nadie lo llamaba Manguera. A los de las otras carpas les hizo acusaciones similares.
Ese mismo día me bendijeron con el bautismo por ser porteño, y entre Jorge y Suárez me sacaron la malla en una playa atestada de familias. Estábamos adentro del mar. Ellos salieron corriendo con el trofeo. El Gallo izó mi prenda sobre nuestra sombrilla. Yo la vi flamear, desde lejos, con el agua pasándome la cintura.  
La cuestión era cómo tenía que salir, si tapándome, o como si tuviera la malla puesta: despacito y saludando. Elegí la segunda opción. Cuando me cansé de tiritar, empecé a caminar hacia la orilla. Vi a Jorge levantarse rápido con un toallón. Me pareció raro su gesto compasivo hasta que vi también a Manguera, muy uniformado y decidido a hacer cumplir la ley. Se me acercó, me observó como los podólogos me trajeron al mundo, y lo único que se le ocurrió decirme fue: “Documentos”.
Nos llevaron a todos en cana, al pueblo, en una camioneta destartalada. Íbamos en la caja. Mientras viajamos inventé una historia: era mi despedida de soltero. Elsa se ofreció de novia. Jorge me dijo el nombre de un cura que se acordaba, de Quequén. Llegamos y Manguera nos condujo hasta el comisario. Le conté  el caso con énfasis y detalles, prometiéndole que jamás iba a volver a repetirse. Yo tenía a Elsa de la mano, pero el tipo desconfió. “A ver, dense un beso de trompa”, dijo. Y ahí nomás nos pusimos a zaguanear con gran veracidad.
Ella además esa noche me perdonó el efecto telescópico inverso que había visto en la playa. Para salir del agua yo había esperado hasta el último instante a que los loberenses se apiadaran y me devolvieran la malla. Todos sabemos lo fría que puede ser el agua de la costa Atlántica. Cuando salí estaba tan concentrado en mi actuación que ni advertí lo chiquitito, lo para adentro que se me había metido. Un porotito congelado y con susto. Di lástima. Si no hubiera sido por la curiosidad de mi nueva compañera, desde esa noche yo habría pasado a ser, para todo un pueblo pujante de Provincia, el “Maní”. Y no es que haya tanto para ver, pero tampoco lo poco que disfrutaron aquellas familias en esa mañana playera. Manguera sonaba feo, pero Maní ni te cuento.   
El que se la bancó fue Suárez. Compartíamos carpa, en otra estaban el Gallo con Jorge y en la tercera, las chicas. La pasada de bolsa de dormir se produjo a raíz del beso en la comisaría (soy muy bueno chuponeando, se dice lo malo y se dice lo bueno también). A eso de las tres de la madrugada la visitante se me apareció a formalizar la relación. Levantó el cierre de la puerta de tela. Ella no podía dormir; yo tampoco. Suárez, que era el único que dormía, se hizo el dormido.
La última tarde cayó mi tía Marta con un novio nuevo que venía con lancha y esquíes. Ya teníamos el campamento desarmado, pero todos quisieron probar. Yo pedí ir al final. No hago gimnasia desde los diez años: un profesor que tuve en quinto grado me confesó lo decepcionante que era verme correr. Con ese comentario despectivo anuló para siempre mi destino de deportista.
Los demás esquiaron, aunque se pegaron suculentos porrazos. Cuando me tocó el turno me puse en posición de parto, agarrado del manillar. La lancha arrancó varias veces unos cien metros. Mi tía gritaba “¡hay que pararse, hacé fuerza con las piernas!”. Regresé a tierra odiando a mi viejo profesor de gimnasia. Todos me habían visto resistir en cuclillas. Jorge me preguntó:
- ¿Cómo fue?

- Como andar en bidé a cien kilómetros por hora –contesté.

7.4.16

CLÍNICA DE CUENTOS 2016 / CUARTA REUNIÓN

La cuarta reunión coincidió con el cumpleaños de Mariana Rodríguez, la inmensa poeta del divorcio, de unos posts más abajo, Lo festejamos con sanguchitos de miga, Coca Light, café, budín y mini torta de azúcar con vela. Arranqué leyendo el cuento "Cambio de luces", uno de los últimos de Cortázar, y algo de teoría que está en la obra crítica recopilada por Alazraki y Yurkievich. Va una pastilla de 1962:

"...la única forma en la que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial."

Después leyó Mariana un cuentazo, "El mensaje", y discutimos sobre el valor de un peligro, o monstruo, o enigma sin resolver pero que está tan expuesto que resulta mejor que resuelto. Como el resucitado de "La pata del mono" o algunas descripciones de Lovecraft. Ilustré con "La salvación", de Isidoro Blaisten. Seguidamente Pablo leyó otro de sus cuentos en fase Felisberto Hernández, al que le retruqué con "No es una línea recta", de Gandolfo. Finalmente leyó Fernando un cuento que nos hizo pensar bastante, acerca de una cautiva entre los indios. Le falta algo de precisión, pero lo va a sacar. Y, ya fuera de horario y de programa, leyó su cuento de fantasmas en el que salíamos los miembros del taller. Él se la dio de espíritu para bardearnos. Muy bien Fer poniéndole garra al asunto.

¡Feliz cumple Mariana!

4.4.16

MAD MEN NIL / Ñ

Don Draper es el hombre que se inventó a sí mismo. Peggy Olson también es una mujer que se hizo sola. Muchos de sus atributos son su karma -en él la seducción, en ella la constancia-, ambos cargan con equívocos –él con su nombre falso, ella con su maternidad despreciada-, ambos son personas reales metidas en una serie. Ninguno acepta su pasado. Los une la inteligencia y la soledad.
Los problemas que se arman y los beneficios que se suceden en Sterling Cooper se parecen, modestamente, a los problemas y a los beneficios que tenemos en nuestro Galpón Estudio de Chacarita. Con celos, alianzas, diferencias, ganancias y pérdidas entre socios, invitados y pasantes. Un sistema cerrado adentro de una gran oficina; en la serie es de publicidad, en la realidad que nos pertenece, de diseño y arquitectura. Y me gusta Mad Men no solamente porque le encuentro parecido con nuestra cotideaneidad profesional,  sino porque además el tema que se comparte, la creatividad grupal, es el mismo. La discusión es la misma, una que se mueve entre las ideas más abstractas y su concreción económica, la magia y los clientes, la invención y la materialidad, el encierro y la sociedad que se cuela por debajo de la puerta, como si fuera viento.
Y me gusta también eso en lo que intentamos no creer, pero existe, y tiene que ver con el ánimo en la experiencia creativa. Que cuando estamos bien, creamos bien, y cuando dejamos de ser felices nos caemos.
Draper y Olson, cada uno por su lado, representan la parte de la humanidad que me interesa.

Siempre he tratado de estar en ese club.   

2.4.16

SIEMPRE ARGENTINAS / VALIENTE MUCHACHADA

Escribo de lo que me da miedo. 

Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.
Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de teléfono y lo guardé.
Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano, con la luz apagada, parecía la cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la Capital.
Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para su abuela: ese barco estaba mal pertrechado, jamás iba a moverse demasiado lejos del puerto.
Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.
Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán. Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.
“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año. Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había cambiado las cifras.
Hoy ese chico debe tener cincuenta y dos años. Sé que es petiso, morocho, de buen reír, y tiene las manos llenas de callos.

1.4.16

ÉL LLEGA CON LA NOCHE / MARIANA RODRÍGUEZ

 trae su acento
en una valija de lujo.
Habla de acá y de allá
y pule mis pechos
hasta dejarlos como le gustan.
Yo lo dejo viajar,
cuento, entretanto,
los kilómetros en sus ojos
 y me deslizo cálida
entre los precipicios.
Abusa de las palabras amorosas
abusa de los hechos del amor.
Yo lo dejo,
pero sólo de vez en cuando
el amor en su lengua
no parece un naipe
tan viejo y manoseado.

Cuando se va tengo que sacar
las sábanas y secar invariablemente
el montoncito de nieve derretida
del colchón.