Me compré la guitarra
después de mi primera comunión, con la plata de las estampitas. Jamás aprendí a
tocar ninguna canción. La busqué en el placar el día en que Jorge me invitó al
primer campamento de mi vida. Para ese entonces yo ya era ateo, un tipo grande,
de veintipico. Jorge dijo “nosotros siempre vamos de Lobería a Arenas Verdes,
desde los dieciocho”. Dijo también que llevara un instrumento. Adentro del
placar el mango de la guitarra estaba doblado como una banana. Las cuerdas en
tensión habían anulado el debut “rasguña las piedras” de su existencia.
Como cualquiera sabe,
lo que es fácil en la vida cotidiana se vuelve imposible en los campamentos.
Sobre todo si no hay instalaciones. El intendente del lugar había puesto
algunos enchufes por zonas, y mandaba a un policía todas las noches, uno al que
apodaban Manguera desde la escuela primaria. Manguera se había hecho policía
para que dejaran de llamarlo así.
Los imposibles eran cocinar,
dormir y cagar. Aunque parecían molestias sólo para mí: las dos chicas, Elsa y
Natu, actuaban con espontaneidad. También Suárez, el Gallo y Jorge. Suárez
llegó a profetizar que en dos días “el porteño” iba a convertirse en Robinson
Crusoe. No ocurrió.
Los loberenses comen
bien, sin ser sibaritas. Habían llevado tres gallinas, un lechón y un perro
ciego. Los animales iban vivos adentro de jaulas, salvo el perrito que iba en
la falda de Natu. Las gallinas se llamaban Etelvina, Eugenia y María Pía
(nombre exacto para ese animal). Yo sacaba a pasear a las tres juntas con una
soga por la playa. Todas las noches después de la fogata los muchachos meaban sobre
las jaulas. Al efecto le llamaban “salar la carne”. Las gallinas recibían
–cloclocló, cloclocló- la lluvia dorada. Parecía gustarles. Al chancho, no.
Un día desaparecieron
María Pía y Euge y yo pegué el grito en el cielo. “Qué te creés que eran las
presas del guiso de anoche”, dijo el Gallo. El lechón sufrió el mismo trato. Y
creo que, también, el perro ciego de Natu. Una de las boloñesas tenía un gusto
dulzón. Natu lagrimeó sobre la comida. El perro ni pintó.
Durante los desayunos
izábamos la bandera en la caña de Jorge, cantando el himno de allá. “Lobería,
Lobería, /en tu tierra viviría. / Y que siempre me recuerdes / en carpa, en
Arenas Verdes”. Yo acompañaba en tonete, a falta de guitarra. Lo recuerdo y se
me pone la piel de María Pía.
Cagar, para mí, fue
lo más difícil, algo que llegué hacer solamente por el final de la aventura.
Los chicos le llamaban, al acto, “ir a hacer unas maderas”. Se internaban en la
parte verde de las arenas y regresaban aliviados. Los imité infructuosamente
cada vez; el rollo de papel volvía intacto en mi mano. Hasta una noche en que
estábamos pescando y me dieron ganas urgentes. Salí corriendo mar adentro. Hice
algo así como un Alien. Lo pude ver flotar a la luz de la luna. Al regreso
volví a tensar el sedal en el reel, pero no salió ningún pescado más.
Igual lo peor de todo
fue un corte de luz en el que la gente emergió de las carpas con linternas a
gritar “¡Manguera, Manguera!”, en un acto de tradición local. El tipo
desenfundó y tiró tres tiros al aire. A la mañana siguiente nos vino a decir
que sabía que los de los gritos habíamos sido nosotros, y que a él nadie lo
llamaba Manguera. A los de las otras carpas les hizo acusaciones similares.
Ese mismo día me bendijeron
con el bautismo por ser porteño, y entre Jorge y Suárez me sacaron la malla en
una playa atestada de familias. Estábamos adentro del mar. Ellos salieron
corriendo con el trofeo. El Gallo izó mi prenda sobre nuestra sombrilla. Yo la
vi flamear, desde lejos, con el agua pasándome la cintura.
La cuestión era cómo
tenía que salir, si tapándome, o como si tuviera la malla puesta: despacito y
saludando. Elegí la segunda opción. Cuando me cansé de tiritar, empecé a
caminar hacia la orilla. Vi a Jorge levantarse rápido con un toallón. Me
pareció raro su gesto compasivo hasta que vi también a Manguera, muy uniformado
y decidido a hacer cumplir la ley. Se me acercó, me observó como los podólogos me trajeron al mundo,
y lo único que se le ocurrió decirme fue: “Documentos”.
Nos llevaron a todos
en cana, al pueblo, en una camioneta destartalada. Íbamos en la caja. Mientras
viajamos inventé una historia: era mi despedida de soltero. Elsa se ofreció de
novia. Jorge me dijo el nombre de un cura que se acordaba, de Quequén. Llegamos
y Manguera nos condujo hasta el comisario. Le conté el caso con énfasis y detalles, prometiéndole
que jamás iba a volver a repetirse. Yo tenía a Elsa de la mano, pero el tipo
desconfió. “A ver, dense un beso de trompa”, dijo. Y ahí nomás nos pusimos a
zaguanear con gran veracidad.
Ella además esa noche
me perdonó el efecto telescópico inverso que había visto en la playa. Para
salir del agua yo había esperado hasta el último instante a que los loberenses
se apiadaran y me devolvieran la malla. Todos sabemos lo fría que puede ser el
agua de la costa Atlántica. Cuando salí estaba tan concentrado en mi actuación
que ni advertí lo chiquitito, lo para adentro que se me había metido. Un
porotito congelado y con susto. Di lástima. Si no hubiera sido por la
curiosidad de mi nueva compañera, desde esa noche yo habría pasado a ser, para
todo un pueblo pujante de Provincia, el “Maní”. Y no es que haya tanto para ver,
pero tampoco lo poco que disfrutaron aquellas familias en esa mañana playera.
Manguera sonaba feo, pero Maní ni te cuento.
El que se la bancó
fue Suárez. Compartíamos carpa, en otra estaban el Gallo con Jorge y en la
tercera, las chicas. La pasada de bolsa de dormir se produjo a raíz del beso en
la comisaría (soy muy bueno chuponeando, se dice lo malo y se dice lo bueno
también). A eso de las tres de la madrugada la visitante se me apareció a
formalizar la relación. Levantó el cierre de la puerta de tela. Ella no podía
dormir; yo tampoco. Suárez, que era el único que dormía, se hizo el dormido.
La última tarde cayó
mi tía Marta con un novio nuevo que venía con lancha y esquíes. Ya teníamos el
campamento desarmado, pero todos quisieron probar. Yo pedí ir al final. No hago
gimnasia desde los diez años: un profesor que tuve en quinto grado me confesó
lo decepcionante que era verme correr. Con ese comentario despectivo anuló para
siempre mi destino de deportista.
Los demás esquiaron,
aunque se pegaron suculentos porrazos. Cuando me tocó el turno me puse en
posición de parto, agarrado del manillar. La lancha arrancó varias veces unos
cien metros. Mi tía gritaba “¡hay que pararse, hacé fuerza con las piernas!”.
Regresé a tierra odiando a mi viejo profesor de gimnasia. Todos me habían visto
resistir en cuclillas. Jorge me preguntó:
- ¿Cómo fue?
- Como andar en bidé
a cien kilómetros por hora –contesté.
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