12.4.16

MI PRIMER CAMPAMENTO / CLARÍN

Me compré la guitarra después de mi primera comunión, con la plata de las estampitas. Jamás aprendí a tocar ninguna canción. La busqué en el placar el día en que Jorge me invitó al primer campamento de mi vida. Para ese entonces yo ya era ateo, un tipo grande, de veintipico. Jorge dijo “nosotros siempre vamos de Lobería a Arenas Verdes, desde los dieciocho”. Dijo también que llevara un instrumento. Adentro del placar el mango de la guitarra estaba doblado como una banana. Las cuerdas en tensión habían anulado el debut “rasguña las piedras” de su existencia.
Como cualquiera sabe, lo que es fácil en la vida cotidiana se vuelve imposible en los campamentos. Sobre todo si no hay instalaciones. El intendente del lugar había puesto algunos enchufes por zonas, y mandaba a un policía todas las noches, uno al que apodaban Manguera desde la escuela primaria. Manguera se había hecho policía para que dejaran de llamarlo así.
Los imposibles eran cocinar, dormir y cagar. Aunque parecían molestias sólo para mí: las dos chicas, Elsa y Natu, actuaban con espontaneidad. También Suárez, el Gallo y Jorge. Suárez llegó a profetizar que en dos días “el porteño” iba a convertirse en Robinson Crusoe. No ocurrió.
Los loberenses comen bien, sin ser sibaritas. Habían llevado tres gallinas, un lechón y un perro ciego. Los animales iban vivos adentro de jaulas, salvo el perrito que iba en la falda de Natu. Las gallinas se llamaban Etelvina, Eugenia y María Pía (nombre exacto para ese animal). Yo sacaba a pasear a las tres juntas con una soga por la playa. Todas las noches después de la fogata los muchachos meaban sobre las jaulas. Al efecto le llamaban “salar la carne”. Las gallinas recibían –cloclocló, cloclocló- la lluvia dorada. Parecía gustarles.  Al chancho, no.
Un día desaparecieron María Pía y Euge y yo pegué el grito en el cielo. “Qué te creés que eran las presas del guiso de anoche”, dijo el Gallo. El lechón sufrió el mismo trato. Y creo que, también, el perro ciego de Natu. Una de las boloñesas tenía un gusto dulzón. Natu lagrimeó sobre la comida. El perro ni pintó.
Durante los desayunos izábamos la bandera en la caña de Jorge, cantando el himno de allá. “Lobería, Lobería, /en tu tierra viviría. / Y que siempre me recuerdes / en carpa, en Arenas Verdes”. Yo acompañaba en tonete, a falta de guitarra. Lo recuerdo y se me pone la piel de María Pía.
Cagar, para mí, fue lo más difícil, algo que llegué hacer solamente por el final de la aventura. Los chicos le llamaban, al acto, “ir a hacer unas maderas”. Se internaban en la parte verde de las arenas y regresaban aliviados. Los imité infructuosamente cada vez; el rollo de papel volvía intacto en mi mano. Hasta una noche en que estábamos pescando y me dieron ganas urgentes. Salí corriendo mar adentro. Hice algo así como un Alien. Lo pude ver flotar a la luz de la luna. Al regreso volví a tensar el sedal en el reel, pero no salió ningún pescado más.
Igual lo peor de todo fue un corte de luz en el que la gente emergió de las carpas con linternas a gritar “¡Manguera, Manguera!”, en un acto de tradición local. El tipo desenfundó y tiró tres tiros al aire. A la mañana siguiente nos vino a decir que sabía que los de los gritos habíamos sido nosotros, y que a él nadie lo llamaba Manguera. A los de las otras carpas les hizo acusaciones similares.
Ese mismo día me bendijeron con el bautismo por ser porteño, y entre Jorge y Suárez me sacaron la malla en una playa atestada de familias. Estábamos adentro del mar. Ellos salieron corriendo con el trofeo. El Gallo izó mi prenda sobre nuestra sombrilla. Yo la vi flamear, desde lejos, con el agua pasándome la cintura.  
La cuestión era cómo tenía que salir, si tapándome, o como si tuviera la malla puesta: despacito y saludando. Elegí la segunda opción. Cuando me cansé de tiritar, empecé a caminar hacia la orilla. Vi a Jorge levantarse rápido con un toallón. Me pareció raro su gesto compasivo hasta que vi también a Manguera, muy uniformado y decidido a hacer cumplir la ley. Se me acercó, me observó como los podólogos me trajeron al mundo, y lo único que se le ocurrió decirme fue: “Documentos”.
Nos llevaron a todos en cana, al pueblo, en una camioneta destartalada. Íbamos en la caja. Mientras viajamos inventé una historia: era mi despedida de soltero. Elsa se ofreció de novia. Jorge me dijo el nombre de un cura que se acordaba, de Quequén. Llegamos y Manguera nos condujo hasta el comisario. Le conté  el caso con énfasis y detalles, prometiéndole que jamás iba a volver a repetirse. Yo tenía a Elsa de la mano, pero el tipo desconfió. “A ver, dense un beso de trompa”, dijo. Y ahí nomás nos pusimos a zaguanear con gran veracidad.
Ella además esa noche me perdonó el efecto telescópico inverso que había visto en la playa. Para salir del agua yo había esperado hasta el último instante a que los loberenses se apiadaran y me devolvieran la malla. Todos sabemos lo fría que puede ser el agua de la costa Atlántica. Cuando salí estaba tan concentrado en mi actuación que ni advertí lo chiquitito, lo para adentro que se me había metido. Un porotito congelado y con susto. Di lástima. Si no hubiera sido por la curiosidad de mi nueva compañera, desde esa noche yo habría pasado a ser, para todo un pueblo pujante de Provincia, el “Maní”. Y no es que haya tanto para ver, pero tampoco lo poco que disfrutaron aquellas familias en esa mañana playera. Manguera sonaba feo, pero Maní ni te cuento.   
El que se la bancó fue Suárez. Compartíamos carpa, en otra estaban el Gallo con Jorge y en la tercera, las chicas. La pasada de bolsa de dormir se produjo a raíz del beso en la comisaría (soy muy bueno chuponeando, se dice lo malo y se dice lo bueno también). A eso de las tres de la madrugada la visitante se me apareció a formalizar la relación. Levantó el cierre de la puerta de tela. Ella no podía dormir; yo tampoco. Suárez, que era el único que dormía, se hizo el dormido.
La última tarde cayó mi tía Marta con un novio nuevo que venía con lancha y esquíes. Ya teníamos el campamento desarmado, pero todos quisieron probar. Yo pedí ir al final. No hago gimnasia desde los diez años: un profesor que tuve en quinto grado me confesó lo decepcionante que era verme correr. Con ese comentario despectivo anuló para siempre mi destino de deportista.
Los demás esquiaron, aunque se pegaron suculentos porrazos. Cuando me tocó el turno me puse en posición de parto, agarrado del manillar. La lancha arrancó varias veces unos cien metros. Mi tía gritaba “¡hay que pararse, hacé fuerza con las piernas!”. Regresé a tierra odiando a mi viejo profesor de gimnasia. Todos me habían visto resistir en cuclillas. Jorge me preguntó:
- ¿Cómo fue?

- Como andar en bidé a cien kilómetros por hora –contesté.

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