Viajábamos en un coche cómodo
por una ruta lluviosa.
Y vimos a un hombre harapiento cuando ya caía la noche.
Con profundas reverencias nos hacía señas de llevarlo.
A nosotros nos esperaba un techo y teníamos lugar
y pasamos de largo.
Y oímos como yo decía, con un tono amargo: no,
no podemos llevar a nadie.
Mucho más adelante, quizá a un día de marcha,
repentinamente me asusté de esa voz mía,
de aquel comportamiento mío y de todo
este mundo.
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