30.4.22
29.4.22
28.4.22
27.4.22
LA MAESTRA, EL INGENIERO, EL ESCRITOR
De la muerte de mamá me enteré en mi sillón, y no pude hacer nada porque había covid. De la muerte de papá me enteré en un tren, y no quise ni llegué a hacer nada. Dieciocho meses separan ambos episodios. Mamá murió el 20 de octubre de 2020 y papá el 15 de abril de 2022. No recuerdo de memoria los años de sus nacimientos, pero sí los días: 5 de diciembre, 9 de julio. Los vi odiarse. Los dos terminaron con demencia senil, internados en distintos hogares. La muerte de mamá me dio muchísima tristeza; por ella lloré varios días. Después, en el caso de Josefina, me mantuve en silencio un tiempo. Me imagino que más adelante me inundará el mismo silencio con Enrique. Los dos tenían más de ochenta años. Yo, casi sesenta.
26.4.22
CÓMO ESCRIBIR UNA HISTORIA CORTA / KURT VONNEGUT
1- Utiliza el tiempo de los extraños de modo que no sientan que les estás haciendo perder el tiempo.
2- Dale al lector al menos un personaje con el que se pueda identificar.
3- Todo personaje debería desear algo, aunque solo fuera un vaso de agua.
4- Cada frase debería lograr una de estas dos cosas: revelar algo de un personaje o hacer avanzar la trama.
5- Comienza tan cerca del final como sea posible.
6- Sé sádico. No importa lo dulce o inocentes que sean tus personajes principales, haz que le pasen cosas terribles para que el lector sepa de qué están hechos.
7- Escribe para complacer sólo a una persona. Si abres una ventana y haces el amor con todo el mundo, tu historia se agarrará una pulmonía.
8- Da a tus lectores la mayoría de datos posible. ¡Al diablo con el suspenso! Los lectores deberían tener una comprensión completa de lo que está pasando, dónde, cuándo y por qué, para que puedan terminar ellos mismos la historia si una cucaracha se come las últimas páginas.
25.4.22
UN BUENOS AIRES DESPECTIVO / GONZALO GARCÉS
"Un día, cuando Adolfo Bioy Casares tenía diez años, un primo lo llevó a la sección vermut de El Porteño. Ahí había un cuerpo de baile que se llamaba Las Treinta Caras Bonitas. Entre ellas, dos hermanas: Elena y Haydee Bozán. El joven Bioy se enamoró de la segunda. Después de juntar coraje, la llamó y le propuso una cita. Tomó prestada la voiturette de su madre y fue a buscarla a la salida del teatro. Con alguna ambigüedad, Bioy cuenta que llevó a la bataclana a la casa de ella “y ahí concluyó esa apoteosis mía”. Pero después ella no quiso verlo más; Bioy entendió que no había esperanza cuando la mujer, oyéndolo tartamudear en el teléfono, le ordenó: “Vocabulice, m’hijito, vocabulice”. Esta, me parece, es una de las dos escenas que contienen la imagen que Bioy ofrece de Buenos Aires.
La segunda pertenece a su diario. Estamos en 1976. Bioy tiene cita con una mujer. Llega con adelanto y ve a unos soldados que custodian el edificio de enfrente. Les pide permiso para estacionar y se lo conceden. Para hacer tiempo va hasta la esquina. Cuando vuelve los soldados no están; oye algo parecido a explosiones de motor, quizá tiros. Después, un clamoreo de voces y un tropel de personas que corren hacia él. Adelante viene un hombre de traje color ratón; al subir a la vereda, tropieza y cae. Uno de sus perseguidores lo patea y le grita hijo de puta. Otro le apunta con un revólver. Las cápsulas servidas caen a los pies de Bioy. Éste, pensando en su lumbago, y para no mancharse la ropa, no se tira cuerpo a tierra. Se aleja caminando. Le recomiendan que no cuente lo que vio. Cuando por fin recupera su auto, hay un muerto en la vereda. Menos mal que no le vi la cara, piensa. Y concluye: “Ese momento, único en mi vida, se parecía a momentos de infinidad de películas. Mientras lo vi, me conmovió menos que los del cine; pero me dejó más triste”.
La ciudad de Buenos Aires, en estas dos escenas, es lo que siempre será en la obra de Bioy: un lugar recordado con nostalgia, pero una nostalgia un poco extraña o malsana, porque el lugar no es muy querible. Es un Buenos Aires feo, un poco sórdido, como de cotillón, y que al final es homicida. Las bataclanas de nombres anticuados (Haydee, Nora, Clara), los teatros de revista, los hoteles o departamentos adonde ir “de trampa”, calles como Florida o Quintana (pero también otras más plebeyas, como Osvaldo Cruz, Fernández de Enciso o la Avenida Juan B. Justo), los parques, en especial los parques un poco cursis, como el Parque Lezama o el Jardín Japonés, los taxistas o las chitrusas que profieren con voz engolada frases del tipo de “Este can es muy amistoso” o “Vocabulice, m’hijito”, los restaurantes o boliches con nombres como Los Mininos, La Pagoda, el Saint James, el Café Platense: ¿qué lector no reconoce en esas estampas el mundo de Bioy? Todos tienen una cosa en común: esa forma particular de fealdad que consiste en remedar a otra cosa. En el bar que remeda a Londres, en el parquecito que remeda a Japón, en el hotel por horas que remeda una cama compartida, con la bataclana que remeda a una mujer ardiente, toman forma los personajes de Bioy, que a su vez parecen ellos mismos remedos o parodias involuntarias.
Poco importa que a veces (en sus
diarios y cartas) el Buenos Aires de Bioy sea patricio y que otras veces (en
sus cuentos más conocidos y en novelas como El sueño de los héroes o Dormir al sol) sea de clase media: el hecho es que
Bioy siempre elige destacar los rasgos crasamente teatrales, la pretensión, lo
que patéticamente quisiera ser algo diferente de lo que es. No por nada la
escena culminante de El sueño de los héroes tiene
lugar durante un corso. Es costumbre decir que los temas de Bioy son la
realidad virtual, las dimensiones paralelas, la soledad del individuo. Yo lo
diría de otro modo. Creo que el tema secreto y constante de Bioy fue la
hipocresía. Y que la realidad virtual, las dimensiones paralelas y la soledad
son efectos colaterales de la hipocresía (el hipócrita se siente aislado, vive
una vida paralela, sus simulaciones crean una realidad virtual, etcétera).
Hoy sabemos que había un abismo entre los sentimientos personales de Bioy, tal como aparecen en sus diarios, y el rostro que ofrecía a los demás. Vivió una vida dislocada; como todo hipócrita, buscó también indicios de esa dislocación en los otros, ses semblables, ses frères, y cuando los encontró, sintió desprecio por ellos. Ese desprecio se contagia a su visión de la ciudad. Si el Buenos Aires de Borges es laberíntico, si el de Roberto Arlt es alucinado, el de Adolfo Bioy Casares es despectivo.
Hay formas atenuadas o benignas de ese desprecio en Bioy: digamos, formas que se resuelven en una imagen meramente irreal de la ciudad. En el cuento “La trama celeste” coexisten varios Buenos Aires en dimensiones paralelas. Estas ciudades alternativas tienen pequeñas diferencias entre sí: la avenida Juan B. Justo está siempre, pero a veces existe el pasaje Owen y otras veces no, y a veces la calle Bynnon se llama Márquez, y el Club Atlético Vélez Sársfield no está donde debería estar. Como estas opciones no parecen causarles mayor angustia a los personajes —que no parecen muy apegados al Buenos Aires “original”—, el efecto final es una ciudad afantasmada: innecesaria. Hay un efecto parecido en otro cuento: “Nóumeno”. Ahí, el personaje principal debe llegar desde el Parque Japonés hasta Constitución, en medio de la huelga de la Semana Trágica, que ha vaciado las calles. Camina desde el Bajo y Callao hasta Alsina, donde logra tomar un coche de plaza; en ese coche anda por Lima, en Independencia dobla a la izquierda y en Tacuarí a la derecha. Al llegar a Garay se baja. Así vacía, la ciudad no es ni siquiera un escenario: es algo casi abstracto, una pura distancia entre el personaje y el tren que lo llevará a su estancia en la provincia.
Pero en esa ciudad afantasmada surge,
de golpe, algo que la redime: la violencia. El sueño de los héroes, tal
vez la mejor novela de Bioy (si pensamos en La invención de Morel como
un cuento largo) tiene un argumento mágico: Emilio Gauna pasa tres noches de
1927 de farra con unos amigos. Esas noches, que lo llevan por varios barrios de
Buenos Aires, entre ginebras y máscaras de corso, le dejan la sensación
indefinida, pero imborrable, de haber vivido algo extraordinario. Tres años
después, vuelve a encontrarse con los mismos amigos, en la misma época del año,
y se propone repetir tanto como pueda la situación original. No tarda en
entender que aquella fue, en realidad, una premonición de esta noche, y que
esta noche iba a morir peleando a cuchillo.
Quiero detenerme en el papel que en esta fábula juega la ciudad. En la
escena de 1927, los barrios que visitan —Villa Devoto, Villa Luro, Flores,
Nueva Pompeya, Congreso, los lagos de Palermo— son lugares casi desprovistos de
atributos; los únicos colores los aportan los corsos, las máscaras, las murgas.
La segunda vez que Gauna hace el
recorrido, en cambio, el carnaval está casi ausente. La cosa importante y
terrible que aquel cotillón escondía va a emerger. Los personajes, la primera
vez, parecían entrañables; ahora son matonescos o abyectos. También Buenos
Aires, esta vez, es una ciudad hostil. El Club Villa Devoto les niega la
entrada; los bares están cerrados. El prostíbulo de la calle Médanos ha sido
clausurado. Los pomos de carnaval están rellenos con agua de las cunetas. Las
imágenes son fúnebres: “A la izquierda, contra un cielo de luna y de
nubes, una fábrica se prolongaba en pálidos muros y en altas chimeneas. De
pronto, en lugar de muros, Gauna vio barrancas abruptas, con matas de pasto en
la cima, con algún pino y con alguna cruz”. Y entonces empieza a entender.
“¿Debía llegar hasta la culminación de la aventura, hasta el origen de su
oscuro fulgor, para descifrar el misterio, para descubrir su abominable
sordidez?”. Gauna entiende que lo van a matar. En otra página piensa: “El tono
de Buenos Aires, descreído y vulgar, tal vez nos engañó”. Pero esta vez Gauna no
se deja engañar, aunque le cueste la vida, y por eso su historia es una
historia feliz.
Esto ocurre en 1930, el año del primer golpe militar en la Argentina; y
la idea de una ciudad que justo entonces deja de ser prostibularia y
carnavalesca para volverse mortífera parece demasiado elocuente para ser
casual. En 1976, ya no en la ficción sino en la realidad, a Bioy le tocó
asistir una vez más a esa revelación: la ciudad inconsistente donde surge, de
golpe, la violencia. La vulgaridad que se revela como crueldad, la indiferencia
que se revela como abyección, y el intento de hacerle frente, y el muerto."
22.4.22
21.4.22
CARNETS, ENERO DE 1942 A MARZO DE 1951 / ALBERT CAMUS
CUADERNO IV, ENERO DE 1942 A SETIEMBRE DE 1945 / CAMUS
“- Defiéndase -dijeron los jueces.
- No -dijo el inculpado.
- ¿Por qué? Hay que hacerlo.
- Todavía no. Quiero que ustedes asuman toda su
responsabilidad.”
CUADERNO V, SETIEMBRE DE 1945 A ABRIL DE 1948 / CAMUS
“La paz sería amar en silencio. Pero están la conciencia y
la persona; hay que hablar. Amar se vuelve un infierno.”
CUADERNO VI, ÚLTIMA ANOTACIÓN, MARZO 1951 / CAMUS
“Todo logro significa una servidumbre. Obliga a otro más alto.”
20.4.22
CARNETS, MAYO DE 1935 A FEBRERO DE 1942 / ALBERT CAMUS
CUADERNO I, MAYO DE 1935 A SETIEMBRE DE 1937 / ALBERT CAMUS
“Cuando la ascesis es voluntaria, se puede ayunar seis
semanas (el agua basta); cuando es obligada (hambre), no más de diez días.”
CUADERNO II, SETIEMBRE DE 1937 A ABRIL DE 1939 / ALBERT CAMUS
“Fausto al revés. El hombre joven pide al diablo los bienes
de este mundo. El diablo (que lleva traje sport y declara de buena gana que el
cinismo es la gran tentación de la inteligencia) le dice con suavidad: “Pero ya
tienes los bienes de este mundo. Es a Dios a quien debes pedirle lo que te
falta, si crees que algo te falta. Harás trato con Dios y, por los bienes del
otro mundo, le venderás tu cuerpo”.
Después de una pausa, el diablo, que enciende un cigarrillo
inglés, agrega: “Y ese será tu castigo eterno”.
CUADERNO III, ABRIL DE 1939 A FEBRERO DE 1942 / ALBERT CAMUS
“Nos preguntábamos dónde estaba la guerra, lo que, en ella,
era innoble. Y advertimos que la llevamos dentro de nosotros, que para la
mayoría es esa incomodidad, esa obligación de elegir que los obliga a partir
con el remordimiento de no haber sido lo bastante valientes para abstenerse, o
que los obliga a abstenerse lamentando no compartir la muerte de los otros.
Está allí, realmente allí, y nosotros la buscábamos en el
cielo azul y en la indiferencia del mundo. Está en esa espantosa realidad del
combatiente y del que no combate, en esa humillada desesperación que es común a
todos y en esa creciente abyección que sentimos asomar a los rostros, a medida
que pasan los días. El reino de las bestias ha comenzado.”
19.4.22
18.4.22
LORI SAINT-MARTIN EN EL CLUB DE LOS TRADUCTORES
La nota publicada en Be Cult en el Club de los traductores de Buenos Aires del amigo Jorge Fondebrider. En dos emisiones, con lindas fotos.
15.4.22
EL CLUB DE TRADUCTORES PUBLICÓ UN REPORTAJE DE MILANESA CON PAPAS
Orgullo milanésico.
14.4.22
NARRADORES OMNISCIENTES, PRIMERA Y TERCERA PERSONA / ÚRSULA K. LE GUIN
“Cualquier persona que se haya criado leyendo narrativa del siglo XVIII y XIX no tiene problema alguno con lo que se llama “omnisciencia”. Yo misma lo llamo punto de vista “autoral”, porque la “omnisciencia”, la idea de que quien escribe sea omnisciente, se usa muy a menudo con un tono negativo, como si fuese algo malo. Pero, al fin y al cabo, si has escrito el libro, pues has escrito a todos esos personajes, eres quien los ha creado, quien los ha inventado. De hecho, todos los personajes son el autor o la autora si vamos con la verdad por delante. Por lo tanto, tú, que lo has escrito, tienes todo el derecho del mundo a saber qué se les pasa por la cabeza. Si el autor no te dice lo que está pensando… ¿por qué lo hace? Vale la pena pararse a pensar en eso. A veces, ocultar información que conoce quien firma el texto no es más que un recurso para crear suspense. Bueno, es legítimo. Es arte. Pero yo lo que quiero es que la gente piense en por qué elige ciertos recursos, ya que hay tantas opciones bellísimas que caen en desuso… En cierta manera, la primera persona y la tercera limitada son los puntos de vista más fáciles, los menos interesantes.”
13.4.22
PUNTO DE VISTA / ÚRSULA K. LE GUIN
“Lo importante con el punto de vista es estar alerta. Cambiarlo requiere ser muy consciente y ciertas dosis de práctica y habilidad a la hora de usar esa técnica. Un cambio de perspectiva bien hecho nos da una visión similar a la de ponerse unos prismáticos o incluso más aumentada. En lugar de una única perspectiva de un acontecimiento, haces lo que hace Rashomon, ofrecer múltiples puntos de vista, pero sin tener que contar la historia varias veces, como sucede en la película. Puedes hacerlo a medida que avanzas en la narración, y entonces los distintos puntos de vista generan o más perplejidad o más claridad sobre lo que está sucediendo -todo depende del efecto buscado-. Creo que el punto de vista autoral, como te permite materializar esos cambios, es el más flexible y útil de todos. El más libre.”
12.4.22
POR QUÉ ESCRIBIR EN PASADO / ÚRSULA K. LE GUIN
“En la actualidad, quienes leen narrativa, dan por sentado que la narración se hace en presente, ya que todo lo que cabe en sus manos, desde las noticias de Internet a los mensajes que envían, está en presente; sin embargo, a la larga puede ser un lastre. La narración en pasado nos indica fácilmente tiempos anteriores y se extiende a los nebulosos terrenos del subjuntivo, el condicional, el futuro; en cambio, la pretensión de un relato que siempre parte de un testigo admite poca relatividad temporal, poca conexión entre acontecimientos. El presente es como un estrecho haz de luz en la oscuridad, nos limita la vista y no vemos qué hay más allá: ahora, ahora, ahora. No hay pasado ni futuro. Es un mundo infantil, el de alguien inmortal, quizá.”
11.4.22
8.4.22
UNA NENA CON TRES CABEZAS / LORI SAINT-MARTIN
Cómo me hice francófona: arqueología lingüística. Recorrido en cinco actos, cuatro idiomas y dos secretos.
Conferencia dictada en la Alianza Francesa de Buenos Aires en mayo 2019 en el tercer Congreso internacional de la Asociación Argentina de Literatura Francesa y Francófona.
“Había una vez una
chica que pertenecía a una familia obrera. Una chica que cambió de lengua, de
apellido y de identidad. Una chica que nació hablando inglés en un ambiente totalmente
monolingüe, y a la que la lengua francesa le salvó la vida.
Nació en una ciudad
de Canadá que antes se llamaba Berlín y desde hace un siglo pasó a llamarse
Kitchener, por un lord británico que fue un supuesto héroe de guerra, pero en
realidad era un imperialista asqueroso. La gente decía de la chica que ella era
diferente: un insulto terrible cuando
lo mejor, todos lo saben, es ser como todo el mundo. A los veintiún años dejó la
parte de su país donde se hablaba inglés y se fue a la parte donde se hablaba
francés—Canadá es un país extraño.
Suelo resumir el conflicto de este modo:
Mi apellido no es el de mi padre.
Mi vida no es la de mi madre.
No voy a hablar mucho sobre eso, pero fue determinante: cambié de apellido para inventarme otra vida, para no ser un ama de casa inteligente pero frustrada como mamá. Cuando rechacé su lengua, casi la mato de la impresión. Imagínense lo que pasó con mi padre al rechazar su apellido, al irme lejos. Ahí casi me muero yo. Al final nos reconciliamos y el asunto acabó bien.
Mi particularidad es que tengo dos lenguas maternas, una que aprendí como todo el mundo desde la primera respiración, y otra que hice mía entre mis diez y mis veinte años. Esa lengua segunda es mi lengua amada, mi lengua de escritura. He publicado en francés todos mis libros; unos quince ensayos y cuatro de ficción. El francés es mi idioma elegido, el que me permitió ser otra. Alguien mejor.
Mi historia tiene etapas, un recorrido en cinco actos. Hay cuatro idiomas, ya verán, tres que hablo y uno que no. También hay un secreto familiar que voy a sacar a la luz al fin de la conferencia y que está vinculado con el cuarto idioma. Es la otra parte del título: arqueología lingüística. El segundo secreto del subtítulo se los voy a contar luego: cómo alguien logra cambiar de lengua materna.
“¿Quién te creés que sos?”, me preguntaba mi madre cuando yo era adolescente, porque de chica dócil me había vuelto una joven imposible. “¿Quién te creés que sos?” Buena pregunta, por cierto: ¿Quién me creo que soy? Soy eso en todo caso, soy esos idiomas que viven en mí, los idiomas gracias a los que existe una persona que está acá para decirles: soy yo. Pero, ¿quién está ahí cuando uno dice soy yo? ¿Es el mismo yo que si uno dice c’est moi; el mismo que si uno dice it’s me o das bin ich? No del todo, creo. Y también, cuando reflexionamos en esa expresión tan negativa “¿Quién te creés que sos?”, advertimos que tiene un sentido oculto mucho más positivo: significa que podemos ser la persona que creemos ser, aunque nadie más que una lo crea. Que podemos salir de lo previsto y cambiar de identidad. “Soy quien creo que soy”. Yo pensé, de joven: creo que soy una persona que va a aprender francés e irse de su casa para no volver nunca. Y así fue.
ACTO PRIMERO: NACER EN EL EXILIO
Hay muchas razones para aprender otro idioma. Yo lo hice para salir de un exilio.
En Facebook vi un aviso que resume los beneficios de aprender una segunda lengua: money, intelligence, travel, love! O sea: plata, inteligencia, viajes, amor. Hacete más inteligente, dice el aviso. Pagá menos caro al viajar evitando lo turístico. Y, lo mejor: (escuchen bien, les va a gustar): ¡Los bilingües somos sexys! Me quedé muy contenta al leer eso, supongo que ustedes también lo estarán. Y si se es trilingüe, o políglota… Casi da miedo pensar en lo sexy que uno podría ser.
Por mi parte conozco a personas monolingües muy sexys y a personas bilingües tan atractivas como un felpudo, pero a cada uno su gusto. Les lenguas sirven, dicen; es útil ser bilingüe, dicen, y es cierto. No me reconozco en la búsqueda utilitaria. Ni siquiera en lo únicamente placentero. Lo mío siempre fue existencial. Si uno habla más de un idioma, es más de una persona. Y yo quería serlo, necesitaba ser otra.
Nunca me sentí a gusto en la casa de mis padres. ¿Por qué? No lo sé. Lo que sí sé es que desde mis 9 o 10 años sentí que estaba viviendo en el exilio, aunque todavía no conocía esa palabra. Hacía seis o siete generaciones que toda mi familia vivía en esta misma ciudad del sur de Ontario, Kitchener o Berlín, así que no éramos inmigrantes, ni mucho menos exiliados. Ya sé que no es la palabra adecuada, ya sé que soy una privilegiada: vivo en un país pacífico y rico y no he tenido nunca que temblar en una frontera defendida por soldados armados. Igual nací en un lugar que, extrañamente, jamás reconocí como propio. Ahora me considero una inmigrante del interior. Viajé apenas 900 kilómetros, pero Quebec es otro mundo. Otra cultura, otra historia, otras referencias y, por supuesto, otra lengua.
Muchos exiliados hablan de su país natal como de un paraíso perdido. Yo, de chica, sabía que si había paraíso, estaba ciertamente delante de mí; no atrás. Atrás, de hecho, no había nada. Tierra quemada. Yo fui quien le prendió fuego.
Mis amigas venían de otra parte, acababan de llegar a mi ciudad natal. Tenían recuerdos, habían visto otra cosa. Por eso me agarré de ellas, para que me contaran. Yo sólo tenía fe y deseo, la necesidad de otra parte.
A grandes males, grandes remedios. Mi nuevo mundo vino por sorpresa, en el quinto año de la primaria. Un día entró a la sala de clase una señora risueña, de ojos brillantes, y nos mostró un cartel. Un cartel en el que se veía un gran dibujo de colores primarios. Una familia de gordos bajitos que sonreían con unos dientes anormalmente blancos. Y la maestra se puso a hablar. Dijo: Voilà la famille Leduc. Voilà monsieur et madame Leduc. Voilà Jacques, Suzette, Henri et Marie-Claire. Et voilà Pitou. Pitou est le chien d’Henri.
O sea: Fiat lux, dijo la maestra, o así me pareció. Y fue la luz. Los otros alumnos se aburrían. En mí se abría un nuevo mundo. Había otros sonidos, otros sentidos. Había una posibilidad de librarme del peso que cargaba desde siempre.
Mi milagro fue el francés. Tuve suerte. Estaba flaca y débil, nula en todos los deportes, nula en ciencias, cantaba mal y dibujaba peor. Los idiomas eran mi única salida, pero sólo hacía falta una. Me aferré al francés con todas mis fuerzas.
Lamento mucho no saber dibujar. En mi mente, sigo viendo a la familia Leduc. Pero no se los puedo enseñar. Busqué mucho tiempo la imagen esa, el cartel que habría sido mi magdalena, pero me dijeron que ya no existe. Igual les muestro una que saqué de un manual de la misma época. Lo que vi yo en el momento era mucho más bello. A menos que, simplemente, el amor que le tuve luego al francés me lo haya hecho ver así.
En todos los casos, fueran feos o lindos los Leduc, fueron mi salida. El mundo verdadero era une estrella lejana y me habían dado un cohete. El mundo verdadero se encontraba detrás de una puerta cerrada y la maestra me había extendido una mano en la que estaba la llave. Nadie más, en mi clase, quería la llave. Nadie más había visto la puerta.
Hay llaves que no son de metal. Teniendo en cuenta su tamaño, una llave es una cosa muy poderosa. Una nena también.
ACTO SEGUNDO: VOLVER A NACER
Entonces me puse a trabajar, seguí todas las peripecias de la vida de los Leduc. Monsieur Leduc allait au garage, Henri iba al dentista, Madame Leduc y Marie-Claire salían de compras, Pitou les robaba el pollo asado y le gritaban, “non, non, Pitou, reviens avec le poulet!” Me tragué todos los tiempos de todos los verbos, me tragué listas de vocabulario interminables, me tragué un montón de libros cada vez más difíciles. Poco a poco, la lengua entraba en mí.
Cuando uno empieza a aprender un idioma, el mundo vuelve a ser nuevo, tan recién nacido como uno, porque las palabras que uno tiene ya no corresponden. Uno está como en Macondo, al principio de todo: “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo”, escribe García Márquez. Frente al idioma nuevo, claro que hay palabras, hasta los niños pequeños las tienen, pero uno, no.
El monolingüe no repara en lo que Saussure llama la arbitrariedad del signo lingüístico; para él, la cosa y la palabra son los dos lados de una hoja de papel, inseparables. Darse cuenta de que hay otra palabra para decir la misma cosa —aunque tampoco, cambiando la palabra, porque lo que se dice es exactamente la misma cosa —, es hacer, de manera radical, la prueba de lo ajeno, como dice el teórico de la traducción Antoine Berman. Esa distancia entre la palabra y la cosa, esa brecha, era justo lo que yo buscaba para vivir. Vivir lo ajeno hasta hacerlo propio.
Jamás sentí que el francés fuera una lengua extranjera. Era mi primera luz, mi primer amor. Una lengua es un gran cuerpo y yo me incorporaba. Una lengua es un mar y yo me puse a nadar en él.
Perder todos sus puntos de referencia permite encontrar otra cosa. En mi caso
encontré mi creatividad. La inocencia ya perdida en la lengua primera, la
lengua que damos tan por sentada que ya no nos sorprende más, vuelve a existir.
En la lengua que uno va aprendiendo, cada palabra es mágica, como recién surgida
de la nada, y descubrirla y usarla es un milagro. Cada palabra tiene peso,
fuerza, y al mismo tiempo es totalmente leve y libre. Por eso el francés se
convirtió en mi lengua de escritura. Abrió un espacio nuevo, un espacio de
juego, de combinaciones y sonidos y sentidos nuevos. Siempre había pensado en ser
escritora, pero fue en francés que me pasó. De hecho, cuando lo pienso, el
deseo de escribir y el descubrimiento del francés son acontecimientos más o
menos contemporáneos en mi vida. Nunca podré saber si habría escrito sin el
francés, pero el francés fue la puerta que se me abrió.
Ahora, prepárense: acá viene el secreto del cómo se cambia de lengua materna. Lo digo en broma, por supuesto. No hay secretos, pero sí condiciones y maneras. Lo primero es querer con pasión. Quizás aquí, lo muy negativo, odiar lo que se es, se convierte en un motor para hacerse otro. Luego trabajar sin descanso. Ni bien poder conversar, hablar solamente con nativos, para no escuchar a gente cometiendo los mismos errores que uno. Les agradezco infinitamente a los amigos porteños que tuvieron la paciencia de soportarme con el castellano desastroso que tenía al principio.
¿Qué más, para cambiar de lengua materna? Dejar atrás su idioma, literalmente si se puede. Considerarlo muerto.
Y el otro secreto, menor pero decisivo: tener la nueva lengua siempre en la boca, aunque sea solamente con uno mismo. Al aprender francés, hace muchos años, yo lo hablaba siempre en voz baja caminado por las calles, lo dejaba fluir y cuando había algo que no sabía decir, tomaba notas mentales y al volver a mi casa, buscaba en el diccionario. Debían de creer que yo estaba loca—todavía no había teléfonos móviles— pero no me importaba. Así aprendí. Mi madre, que era monolingüe como toda mi familia, me preguntó un día en broma dónde se alojaba otra lengua completa en mi cerebro. Es como tener dos cabezas, le dije. La idea me quedó.
Pasaron muchos años así. Me casé con un francófono, tuvimos hijos y les dimos de entrada las dos lenguas maternas. Y un día hubo otra prueba en mi vida, otra necesidad de volver a nacer y, por tanto, otra lengua.
ACTO TERCERO: LA MUJER DE DOS CABEZAS EN BUENOS AIRES
Sin la muerte de mi hermana, no sé si habría pisado alguna vez las calles de Buenos Aires.
En mayo del 2010, Cari, menor que yo, murió a los 44 años de un cáncer de mama. Murió con muchas cosas sin hacer, antes que nada ver crecer a sus hijos. Entre el dolor y la furia, yo también pensé en las cosas que soñaba hacer y siempre iba postergando. Quería escribir una novela; lo hice. También quería volver al castellano. Lo había estudiado en la escuela secundaria, me gustaba, pero lo había dejado para dedicarme al francés.
¿Por qué tanta urgencia para retomar una lengua? Es la manera, casi única, que encuentro para combatir la muerte y el olvido. Y rejuvenecer. Volver al principio del mundo cuando otra vez todo es posible.
Llevaba tantos años instalada en mis dos lenguas maternas, que empezar de nuevo con otra fue una prueba, pero también una delicia. Viajé a Buenos Aires para lograrlo. Nadar en aguas nuevas, hacerme totalmente nueva por segunda vez.
Volver al castellano fue como encontrarme con un novio muy amado de décadas atrás y darme cuenta de que me seguía gustando. Ya sé que volví tarde, que siempre me costará más escribir en español que en mis idiomas maternos, que siempre voy a equivocarme en muchas cosas, que siempre voy a tener acento, mientras que en francés no es así. Pero ya lo acepté, estoy en paz con mis imperfecciones y sólo pienso en el placer.
ACTO CUARTO: LA LENGUA FANTASMA
Ahora llegamos al segundo secreto, que de hecho es la cuarta lengua. Un secreto extraño, que estuvo todo el tiempo a la vista, como la carta robada de Poe, pero en el que nunca había reparado.
Hace tiempo, en las estaciones de trenes franceses, ustedes habrán visto, había carteles en los que se leía: Un train peut en cacher un autre. Un tren puede esconder a otro. Y pasa lo mismo con las lenguas: detrás de una, o por debajo de una, puede haber otra. Otro estrato. De nuevo la arqueología lingüística.
Una lengua puede contar para uno porque de entrada es suya, o porque uno la hizo suya. Pero hay más de una manera de no conocer un idioma, y mi ignorancia del alemán—la lengua perdida de mi familia— tiene otro peso que mi ignorancia del portugués, del polaco o del pashto, para quedarnos con algunas P. El alemán es mi lengua perdida, mi lengua fantasma.
Hace unos años, en Bogotá, los médicos descubrieron en el útero de una mujer de más de 80 años un feto calcificado, muerto unos sesenta años atrás y que nunca había sido eliminado. Se habla en tales casos de litopedia, de bebés de piedra. El alemán es mi bebé de piedra. Mi lengua de piedra. Pero también el río subterráneo que corre debajo de mi conciencia.
Mi historia con el alemán es que la mayoría de mis antepasados vino de Alemania, o más bien de Alsacia y Lorena, esa zona entre Alemania y Francia que los dos países se disputaron amargamente. Vinieron a Canadá en los años 1830 y 40, y no se movieron más. La ciudad donde vivían en Canadá era muy alemana, acuérdense—tan fue así que se llamaba Berlín. Los míos conservaron el alemán y lo transmitieron a sus hijos durante varias generaciones. Tres de mis abuelos lo hablaban todavía. Pero hubo un corte, un quiebre con la Primera Guerra mundial.
En Canadá, un próspero país manufacturero, se invitó a boicotear los productos alemanes. Dijeron que mi ciudad estaba llena de espías. Se agredió a varios líderes de la comunidad, se robaron un busto del káiser Guillermo que estaba en un parque, cosas así. Para una ciudad pacífica era mucho, era insoportable. Hubo un referéndum en 1916 y le cambiaron el nombre. Ahora se llama Kitchener. Lord Kitchener dirigió varias campañas imperialistas británicas, en Egipto, en Sudán, en Sudáfrica. Hizo muy feliz a los pobladores locales africanos quemando sus tierras y mandándolos a campos de concentración que amablemente les hacía construir.
La primera comunión de mi abuelo materno, Andrew Schmidt, tuvo lugar quince días después del referéndum que borró el nombre de Berlín. Su futura esposa tenía entonces nueve años. Cuando tuvieron hijos no les enseñaron su idioma; ya vergonzoso, ya peligroso, ya inútil.
¿Qué tiene todo eso que ver con mi vida? Es que debajo de los idiomas que hablo, hay este estrato desconocido, escondido, quizás reprimido en el sentido que lo entiende Freud. Y porque, muy tarde, hace dos o tres años, me di cuenta de los paralelos entre mi ciudad tan odiada y yo. En ambos casos, es una historia de lengua. Una lengua perdida o encontrada, la muerte de una ciudad bilingüe que pasó a ser monolingüe, de Berlín a Kitchener, y mi traslado a otra ciudad bilingüe, Montreal. Mi ciudad natal y yo tenemos otra cosa en común, el hecho de haber roto con el pasado por medio de un cambio de nombre. Al alejarme y romper, yo estaba repitiendo en cierto sentido, y sin saberlo, lo ya ocurrido, un trauma familiar y colectivo. Entre romper y volver, entre los verbos franceses renier y renouer, de sonidos tan similares y sentido opuesto, hay toda la diferencia del mundo, y ninguna.
ACTO QUINTO: ¿QUIÉN TE CREÉS QUE SOS?
Vivimos en un mundo de muros, de fronteras, de puertas cada vez más cerradas. Las lenguas no son así. La tierra, el dinero, los empleos, los alimentos, el tiempo, todo existe en cantidades contadas. Las lenguas son inagotables, infinitamente abiertas. Nadie—salvo a veces la vejez—puede robarnos nuestra lengua. No podemos impedirle a nadie que la aprenda. A una lengua nunca le pueden sobrar hablantes, ya sean nativos o no. Hay para todo, hay para todos.
El gran tema de mi vida, entonces, son las lenguas. Las transformaciones y los pasajes, las metamorfosis. Vivo de eso, de literatura, de traducción, de interpretación simultánea en las conferencias. Vivo con tres idiomas cada día, me hace feliz. Bailo entre lenguas. Ellas son infinitas. No tienen bordes ni límites. Un viaje sin fin, sin punto de llegada—porque no se trata de llegar, sino de gozar de la odisea. Como todos ustedes, yo estoy atravesada por idiomas, voces, textos. El pasado vive en mí y yo nado en tres mares y respiro tres aires.
“Quién te creés que sos?”, me preguntaba mamá.
- Una mujer feliz de dos cabezas, casi tres.”
(Edición a
cargo de Gustavo Nielsen)
7.4.22
UNA NENA CON TRES CABEZAS / BE CULT
Lori Saint-Martin es novelista y cuentista, traductora literaria y profesora de literatura y de estudios feministas en la Universidad de Québec en Montréal. Su libro de microrrelatos, Matemáticas íntimas (traducción de Jorge Fondebrider) se publicó en Buenos Aires (Milena París) en 2017.
6.4.22
EL ARMENIO DEL JACK
A los 13 años descubrimos, con mi amigo Quico, el Parque Rivadavia, al que mi mamá llamaba Lezica. Josefina lo conocía de chica porque había ido al Normal 4. Con mi amigo empezamos intercambiando estampillas en el ombú y más tarde revistas y libros en las mesas. Era un programa que me encantaba; nos tomábamos el tren desde Castelar, a las 9 de la mañana de casi todos los domingos, y después el subte A en Plaza Miserere. Volvíamos felices, llenos de regalos. La fiesta duró hasta los diecisiete, más o menos, en que llegaron las primeras novias. Después vinieron los exámenes de ingreso a las Facultades, las colimbas en guerra, la muerte de Quico. Me había prometido nunca más volver a pisar este parque y así pasaron 37 años.
5.4.22
4.4.22
3.4.22
1.4.22
VALIENTE MUCHACHADA / 60 AÑOS
Escribo de lo que me da miedo.
Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.
Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la
instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba
despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a
salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un
mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora
pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el
mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de
teléfono y lo guardé.
Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de
que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos
del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran
rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de
un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta
que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio
entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con
la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano parecía la
cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con
distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por
el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de
ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la
Capital.
Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta
ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi
carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz
porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que
para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos
un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para
su abuela: ese barco estaba mal pertrechado, jamás iba a moverse demasiado
lejos del puerto.
Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa
de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un
murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.
Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos
los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía
su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido
en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán.
Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del
crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente
cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un
fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa
luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.
“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de
atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi
letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año.
Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para
decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera
sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo
recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas
luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el
número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había
cambiado las cifras.
Hoy ese chico debe tener sesenta años. Sé que es petiso, morocho, de
buen reír, y tiene las manos llenas de callos.



















