Escribo de lo que me da miedo.
Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.
Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la
instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba
despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a
salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un
mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora
pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el
mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de
teléfono y lo guardé.
Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de
que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos
del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran
rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de
un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta
que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio
entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con
la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano parecía la
cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con
distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por
el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de
ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la
Capital.
Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta
ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi
carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz
porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que
para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos
un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para
su abuela: ese barco estaba mal pertrechado, jamás iba a moverse demasiado
lejos del puerto.
Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa
de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un
murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.
Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos
los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía
su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido
en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán.
Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del
crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente
cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un
fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa
luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.
“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de
atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi
letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año.
Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para
decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera
sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo
recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas
luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el
número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había
cambiado las cifras.
Hoy ese chico debe tener sesenta años. Sé que es petiso, morocho, de
buen reír, y tiene las manos llenas de callos.
Gracias por recordar a los nuestros, del 62 y el 63. Porque una manera de espantar y ganarle al miedo es desnudarlo con las palabras...que se hiele, y nos deje a nosotros los recuerdos tibios, esos que abrigan. No pares de escribir.
ResponderBorrarGracias!!!!
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