24.12.20

PESEBRES PERSONALES / LA AGENDA

Entre los “Cuentos selectos” de Paul Bowles, recientemente reeditados en una prolija publicación de Edhasa prologada por el poeta argentino Guillermo Saavedra, hay un pesebre muy inquietante. Casi todos los relatos suceden en exteriores peligrosos, de selvas intrincadas o desiertos. Los paisajes en Bowles son el personaje más desquiciado, más aun cuando él los siembra de adjetivos mórbidos y desesperantes. Nunca una mariposa es roja sino de “color sangre”, y las plantas huelen “a muerte”. “Los árboles y las enredaderas en pose daban la impresión de haber sido detenidas en medio de un movimiento furioso y mostraban una monótona sucesión de torturados cuadros vivos”. En la meticulosa elección de sus adjetivos se parece un poco a Lovecraft: lo ominoso es obtenido por insistencia nominal. A veces cansan un poco, los dos. Pero tienen cuentazos: en el libro de Edhasa se destacan cinco: “Un episodio distante”, “Escala en corazón”, “El pastor Dowe en Tacaté”, “La delicada presa” y “El tiempo de la amistad”.  El tema general de los cinco podría enunciarse como el miedo al salvaje. Y lo difícil que es la comunicación entre culturas; la civilización aporta fe, libros y discos, la barbarie supersticiones, estatuillas y mascotas.

En “El tiempo de la amistad”, sin embargo, los roles se invierten. Una profesora que da clases en Berna va a ser la que moldee las estatuillas en barro, con la intención de enseñarle la navidad a un niño africano. La escena ocurre en un hotel ubicado en una aldea del continente negro. Los toscos muñecos, amasados en los días previos a la Nochebuena, intentan ser una sorpresa de educación. Forman el pesebre que mencioné anteriormente. La profesora lo deja preparado en un comedor, adentro de un cajón de madera al que le agrega estopa. Como lo ve demasiado marrón, termina adornándolo con frutas.

“- ¿Ha traído todo eso de Suiza? –pregunta el chico.

- ¡Claro que no! –Era un poco decepcionante que él no hubiera reconocido la presencia del desierto en el retablo, que no hubiera advertido que los elementos eran de su entorno y no una importación-. Lo hice todo aquí –dijo ella. Aguardó un instante-. ¿Te gusta?

- Ah, sí –dijo él, con mucho sentimiento-. Es hermoso. Pensé que venía de Suiza.”

Ella está emocionada por la sonrisa que le ve. Siente que el milagro de la navidad va a entrar en la vida del salvaje más fácilmente de lo que le entran las letras que ha intentado enseñarle con anterioridad. Le pide que la espere y corre a buscar la máquina de fotos para retratar el momento. Cuando regresa encuentra que el niño se ha comido las frutas y destrozado, una a una, las piezas de barro. El niño está feliz con la faena. Ella sufre la decepción de las culturas. Con el tiempo y ya de regreso en Berna le va a perdonar que se haya comido la fruta, porque en el desierto “la comida no es un mero adorno”. Sobre la destrucción pensará: “Nunca lo entenderé”. Y está muy bien que Bowles no nos explique nada; así como sus exteriores están casi siempre sobre explicados, lo que pasa adentro suele ser sugerido y chau, casi como una regla.

Ese que describí es el segundo mejor pesebre literario que recuerde, en la categoría “perturbadores”. El primero, sin duda se lo debemos a John Irving en “Oración por Owen”. Es un pesebre viviente; la narración incluye los ensayos y Owen Meany, que es menudito casi enano, se vuelve la estrella del acto.

“- ¿Eres el Niño Jesús? –le preguntó su padre.

- SOY EL ÚNICO QUE CABE EN LA CUNA –contestó Owen.”

La risa que provoca en el lector la comedia teatral termina abruptamente con la premonición de Owen que marca el libro, asusta y cierra la historia. Owen ve su propia muerte, su nombre en una lápida. Sin fecha, pero con cantidad de detalles. Y el juego de la vida navideño se convierte instantáneamente en un augurio negativo. Si alguien no conoce ni el cuento de Bowles ni la novela de Irving, le sugiero que las busque ya. No saben cómo los envidio. Me gustaría ser virgen en estas narraciones, para poder volver a leerlas con la sorpresa de la primera vez.

En el Facebook encontré un posteo de Mariano Donadio que cuenta que cuando era chico modeló una oveja de cerámica, a pedido de su familia, para agregar al pesebre. Donadio hizo la oveja en la escuela: cuando la fue a poner con las demás piezas el animalito, que era mucho más grande y gordo, parecía un dinosaurio. En el estilo de esta segunda tradición mi hermana Machi, la única católica de casa y por lo tanto la que se emperraba en armar el arbolito y el pesebre puntualmente cada 8 de diciembre, pasaba por el mismo conflicto. Las figuras se habían ido rompiendo, por lo que mi mamá había comprado pesebres en varias ocasiones. Todos tenían escalas diferentes. Recuerdo que en los últimos pesebres que le vi armar a Machi había dos Jesuses, como si fueran mellizos. Ambos tenían tres padres, a falta de uno. La Virgen era la que se rompía más a menudo. Una mujer frágil.

De los nacimientos en la pintura prefiero los ejemplos renacentistas, que hacen aparecer al bebé como un ser racional,  inteligente y decidido. Son como pequeños Ceos de Disney. Otros de la misma época muestran a un chico de unos diez años (la edad de Owen Meany en el Jesús del libro), como si hubiera nacido grande. El niño generalmente levanta el dedito, entendemos que a punto de ponerlo debajo del ojo derecho, tirar un poco hacia abajo y decir “guarda que estoy mirando”. Hablo de Lorenzo Lotto, Federico Barocci o Taddeo y Federico Zuccari, que vivieron en el 1500. Mi favorito es “La Virgen de San Simón“, pintado por Barocci hacia 1567, donde entendemos que el bebé ya lee.

El pesebre más bizarro del que tengo memoria es uno que armamos con mis amigas Valeria,  Gisela  y Mariana. Ellas se habían alquilado una casa chorizo para vivir juntas. La casa tenía una parrilla de hormigón de estilo grutesco, con un ornato que simulaba ser madera, aunque era de cemento. Un casi Gaudí bonaerense. El despintado le sumaba aspecto siniestro. Decidimos armar la escena ahí adentro: hicimos una fiesta y cada invitado debía aportar dos figuras. Siendo arquitectos la escala fue lo que más nos importó. Pusimos como limitación que las tallas pudieran entrar en latas de cerveza. El material podía ser cualquiera. Repartimos los personajes entre los invitados, que los ubicaron a medida que llegaban. Me tocó el niño Dios, modelado a mi imagen y semejanza, y un burro. A Vale le tocó un perro y la Virgen, a la que le dio aspecto de bataclana. Mariana hizo un Baltasar jamaiquino fumándose un porro envidiable. Animales hubo como para armar un zoológico: patos, ornitorrincos, cocodrilos. Lo que no pudimos lograr fue el equilibrio de escalas: Fabiana se apareció con un ángel y un Gaspar de tamaño gigante. “¿No dijeron que me guiara por una botella de cerveza?”. La cotorra y la jirafa de Horacio  también sobresalían, porque la Quilmes ya tenía una versión que venía en latas de 600 cm3.

Mentira, vi un pesebre más bizarro en Berlín, ahora que me acuerdo.  En los festejos under de una antinavidad, donde los arbolitos cuelgan hacia abajo. Me llevó mi amigo Leo, que hace unos años se cambió el sexo y ahora es Lea, decidido a vivir su primera mitad de vida como varón, su segunda mitad como mujer. El pesebre en cuestión estaba armado con soretes duros de perro pegados entre sí formando las personitas. El suelo y el fondo eran de papel higiénico; lo había hecho un artista alemán conocido de Sergio De Loof.

No recuerdo buenos ejemplos de pesebres en cine. Me duermen las películas religiosas tipo “Rey de Reyes” o “Jesús de Nazareth”. Pero propongo una que tal vez nadie filmó todavía: la del pesebre de millonarios. ¿No es más lógico para una congregación que va a desarrollarse en la suntuosidad y el boato que el oro le caiga del cielo? ¡Viven del Estado y tienen sede en el Vaticano! Dejemos la fábula del pobre que se convierte en rico para Maradona y su iglesia maradoniana, que se lo merece más. La acción del pesebre millo podría suceder en Dubai. Los reyes llegan en jets privados. María y José se visten en Armani. Y en lugar de la paja -tan vulgar ¿no?, tan paja- revestimientos de mármol de Carrara. Me lo imagino iluminado con dicroicas, no sé por qué, más que con esa luz de cuadro que nunca sabemos de dónde sale. Y a la Madonna con sandalias doradas.

Feliz Navidad en La Agenda.


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