27.11.20

EL DIAMANTE ABIERTO / ELVIO GANDOLFO

En 2003 publiqué un cuento en un "Homenaje a Maradona" de Ediciones Safe, con increíbles cuadros, grabados y dibujos. Tenía que ver con su paso por Newells, con la mishiadura que seguía desde el 2001 y con un pueblo de ruta donde vivían mis abuelos. Es largo, así que se puede leer en las vacaciones de verano, o el año que viene, o nunca. Prefiero meter esto del pasado que superponer dolor, emoción y sufrimiento al que ya hay.

EL DIAMANTE ABIERTO
para mi hermano Mario
“Nada, nada, nada”, decía entre dientes, cuando se le acababa un poco el aire, y marchaba unos metros más despacio. Caminaba a paso redoblado, por el borde del pasto. Cada tanto pasaba un auto: se lo oía llegar de lejos, en el silencio de la tarde. En realidad tenía ganas de putear: no había vendido ni un solo accesorio, a precios increíblemente bajos. Y era la segunda vez que venía al pueblo. La primera visita la dedicó al centro, a los negocios principales. Lo peor era que en los últimos tres o cuatro años se le vaciaba la cabeza: en este momento podían torturarlo, pensó (mientras se abría un poco para esquivar una mata grande, llena de flores), que no se acordaría del nombre del pueblo. Bah, la ciudad, como lo corrigieron cuando usó la palabra un par de veces, sin darse cuenta. Lo había visto las dos veces al entrar, en el cartel rutero, y la distancia a Rosario: 123 kilómetros. “Ida y vuelta, casi 250”, pensó o dijo, por enésima vez, y después siguió al ritmo de “Nada, nada, nada”. Había entrado en calor y se desabrochó la campera, con el portafolios de muestras colgando de la derecha. Tenía ganas de revolearlo y verlo perderse entre los yuyos altos que bordeaban las hileras interminables de pinos.
Pero seguía aferrándolo: más que nunca ahora había que cuidar lo mínimo, absurdamente, porque un tifón infernal se iba llevando todo. El stock, las instalaciones, el local: todo hipotecado. Si seguía así, pensó, iba a hipotecar a Zulema. “Y ella aceptaría, con cara de fastidio, pero aceptaría”, pensó, y por primera vez en el día sonrió. Torcido, pero sonrió. Después la imagen se borró, rápida, y siguió. A lo lejos vio la forma cuadrada de la estación.
En el último negocio que había visitado, el que atendía le avisó que estaban cerca de la estación “de la ruta”. Eran unas cuantas cuadras, pero así no tenía que volver al centro y a la plaza. A esa altura ya entraba en cualquier parte: kioscos, almacenes, hasta alguna tienda. Si por lo menos vendía una sola plancha de calcomanías, ya era algo. Pero como en las últimas semanas, había sido todo nada, nada, nada.
Chilló fuerte un pájaro, sacándolo del riel mental. Ahora iba viendo que la estación era escueta, mínima. Un cubo de cemento, encristalado. Ahora sí la presencia de Zulema volvió con fuerza. Porque se habían conocido, hacía más de veinte años antes, así, en una pequeña estación de ómnibus de pueblo, al costado del camino. Esta vez aflojó los músculos sin dejar de moverse, de acercarse. Porque los dos, cada vez que todo parecía desmoronarse (cuando enfermó Roberto, el mayor; cuando María la menor desapareció por dos días y en realidad no pasaba nada) miraba al otro a los ojos, y más de una vez salían, zafaban hasta de llorar, simplemente recordando de nuevo la estación, el principio de todo.
Ahora estaba viendo -ya acercándose, mirando hacia atrás por las dudas, aunque no venía nada sobre la ruta vacía-, que ésta era casi idéntica. Un cubo de cristales cuadrados, con puerta de chapa. Una noche, acostados, cuando lo recordaban tranquilos, no como un muro defensivo contra los pequeños o grandes desastres de una vida, ella, en la oscuridad, había preguntado con esa voz ociosa que a él le paraba de excitación los pelos de la nuca: “¿Te acordás?”. No necesitaba aclarar a qué se refería: “Sí”, sonrió soltando el aire, sonriendo en la oscuridad. “Parecía un diamante.” Ella suspiró con más fuerza y le pasó una mano por la cintura, lo tocó abajo del corazón, las costillas. El sabía lo que venía: casi un desafío permanente, con una mujer como Zulema. Pero en vez de seguir con el movimiento, la voz de ella dijo en la oscuridad: “Sí, pero un diamante abierto.” Y agregó, ya empezando a reír: “Porque tenía puerta, acordate. Si no, ¿cómo entrábas?”.
Empujó la puerta de chapa. Adentro era mejor de lo que esperaba. Siempre lo hacía reír, sobre todo ahora que había recorrido decenas de pueblitos y “ciudades” de todo tamaño, que las pequeñas estaciones “de ruta” incluyeran el remedo de una ventanilla de pasajes de las estaciones grandes, como la de Rosario. Y un kiosco. Y una mesa y cuatro sillas. Como en un teatrito.
Estaba un pibe en el mostrador donde servían bebidas para remedar un bar, leyendo una revista, sin alzar la cabeza cuando entró. Y un tipo como él, más que cuarentón, sentado en uno de los bancos pegados a la pared, mirándolo al entrar. Era a la vez idéntica y totalmente distinta a la otra estación, al diamante primero. Se acercó al pibe, que alzó los ojos de la revista, para saber si tenía que moverse medio metro y atender el kiosco, o medio metro hacia el otro lado, para meterse tras la virtual ventanilla (un vidrio, limpio, clavado sobre el mostrador) y venderle un pasaje. Dijo “Rosario”, oyó el precio, pagó.
Estaba bueno que la estación fuera así, parecida. Había dejado de repetir “nada, nada, nada”, como un maníaco. Además pudo darse cuenta de que estaba cansado, hoy, por la caminata, no por el negocio que se hundía sin prisa y sin pausa desde hacía ya dos años. Suspiró y se sentó en uno de los tres bancos. Ahí el otro tipo lo miró de frente: tenía una expresión adusta, labios finos, mirada penetrante. Él en cambio apartó los ojos: no tenía ganas de hablar. Los clavó en el amasijo de chucherías del kiosco: había de todo. Incluso calcomanías para motos, para autos. La inercia le hizo pensar en hablar con el pibe, y presentarle las muestras. ¿Pero levantarse del banco, ahora, a diez minutos del paso del ómnibus? Ni con un guinche. Justo iba a dejar de mirar cuando vio los banderines de clubes. Delante de todo estaba el de Ñubel. El rojo y el negro, las letras, la forma triangular.
Fue como un fogonazo: ver el banderín, o ver a las mujeres, hasta Zulema, vestidas con tanta frecuencia de rojo y negro, lo ponía bien de por sí. Pero cuando antes, incluso un buen rato antes, había pensado en el pasado (en el día en que se habían mirado en el vulnerable diamante con puerta del pasado, y él había sentido que se hundía en el líquido alimenticio y denso de los ojos moros de Zulema), le pasaba siempre lo mismo: tarde o temprano pensaba en el Diego. Y se le ampliaba la sonrisa, como ahora. Porque si estuviera en el bar, con los amigos, con el gordo Soria, y lo contara, lo empezarían a cargar. “¿Qué, te calienta el Diego, tano?”. Obviamente, para él era otra cosa. Recordó el regreso, el futuro confuso, de bardero del Diego, el momento en que aceptó, en que eligió Ñúbel entre todos, la explosión a la vez incrédula y de felicidad demoledora de todos.
Ahora tenía la espalda totalmente floja contra el respaldo del banco. Como en trance. Tal vez por eso se sobresaltó cuando una voz dijo:
-¿Usted de qué se ríe?
Miró, con cara de susto, de tonto, la cara del hombre en el otro banco, que lo miraba fijo, con los labios un poco más apretados.
-Cómo, cómo.
-Que de qué se ríe.
¿Quién era, el tipo? Pensó que lo habría mirado mientras él miraba las cosas del kiosco, y a lo mejor se había dado cuenta del banderín rojinegro. ¿Sería, en aquel pueblo o ciudad perdida de Córdoba, cerca del límite con Santa Fe, allí justamente, un canalla? Nunca había pensado en un canalla fuera de Rosario. Le habría visto la sonrisa que se ampliaba, y ahora había logrado borrársela del todo, dejándolo con cara de boludo. Decidió esquivarlo un poco. Porque el cansancio le había vuelto como una masa de piedra sobre la espalda y el corazón. Lo miró directamente a los ojos.
-¿Por qué me lo pregunta? -dijo.
-¿Y qué le parece? El país se va al carajo como por un caño, y usted está ahí, con una sonrisa de oreja a oreja.
Sin poder evitarlo, recobró la sonrisa, para explicar.
-Estaba pensando en Zulema, mi mujer -dijo-. Nos conocimos hace más de veinte años, en una estación como ésta.
El tipo casi largó un chistido de fastidio, de lechuza. Increíblemente, cierta compasión se mezcló al fastidio, a las ganas de darle una trompada. “Este tipo debe vivir solo. Desde hace mucho.”
-¿Qué: les va bien?
Se estaba metiendo donde no debía. Le dijo secamente:
-¿En qué sentido?
El tipo retrocedió un poco, levantó una mano.
-Bueno, lo económico, el dinero. ¿Usted a qué se dedica?
-Fabrico y vendo accesorios para autos. A eso vine -casi agregó, nada más que para hacerlo engranar: “a este pueblo de mierda”. Pero ese día parecía un Mandrake del autocontrol.
Le pasó algo raro: el tipo empezó a hacer una descripción minuciosa del desastre que era todo, y él se descolgó por completo. Lo veía mover la boca, y lo seguía mirando, pero en realidad miraba el día de la primera práctica. Había sido realmente increíble. No era que se hubiera corrido la voz: fueron todos, absolutamente todos a ver al Diego. Y cuando el mago salió, hasta él, que venía de las canchas de España, de Italia, del delirio del éxito, se quedó atónito un segundo. La cancha estaba hasta la coronilla, como en un clásico. Era maravilloso, además, justo en ese instante, saber que el recuerdo era de uno, intransferible, pero también de todos los demás, para siempre. Ya en el partido, a la noche, de postre, salió de la manga con las dos hijas con camisetas rojinegras: eso no iba a olvidarlo nunca más.
-¿Oiga, usted me está tomando el pelo? -dijo, otra vez como una bomba, la voz agria del tipo.
Y él, como un boludo, volvió a caer del cielo y mirarlo con los ojos abiertos, preguntándole, preocupado, solícito, asombrado:
-¿Por qué, por qué?
-Porque otra vez se está riendo de oreja a oreja.
Cambió de posición la espalda, para enfrentarlo directamente, a pesar del ángulo de los bancos. Se esforzó por mantener un tono cortés.
-Perdóneme, ¿usted de qué cuadro es?
-¿De qué cuadro soy? ¿A usted no le parece que uno de los grandes males de este país, de las cosas que nos han llevado a este pantano, es el fútbol?
Casi larga una carcajada, pero otra vez se contuvo. Recordó incluso que en las primeras dos semanas no le había dicho el Diego, sino Maradona, todo el tiempo. Que siempre le había dado como vergüenza saltar y gritar como un desaforado cuando entraba un gol imposible. Sin poder evitarlo sonrió de nuevo, y enfrentando claramente con el cuerpo al tipo, le dijo:
-Ahora estaba pensando en Diego.
-¿Qué Diego? -esta vez sí el tipo sonaba un poco amedrentado. “Por Dios, por Dios”, pensó él. “Debe creer que soy un mafioso, por el portafolios, y que el Diego es mi guardaespaldas.” Tuvo que explicarle:
-Maradona -y señaló el banderín del kiosco-. Soy de Ñúbel.
Había logrado hacerlo callar. Se quedó desorientado, porque era evidente que para él Ñúbel era un cuadro del antiguo Egipto, que Maradona era el símbolo mismo del caos, del desastre, de la ruina, como decía el tipo, de “este país”. Pero se recobró pronto.
-Ah, sí. Pero le digo una cosa. El famoso es Diego, pero el Maradona que vale la pena es Silvio Maradona. Un primo segundo, o tercero de él, no me acuerdo bien. Claro, nunca tuvo éxito: siempre estuvo ahí, trabajando, haciendo lo que debía.
Era increíble: el tipo le empezó a contar una vida aburrida, pareja, de alguien que en la puta vida se le animaría a una mujer como Zulema, en una pequeña estación de ómnibus de provincia. Lo peor era lo que el tipo admiraba en aquel Silvio Maradona. Como había dicho una noche el gordo Soria, en la mesa del bar, mientras hablaban de un socio “fierro” de Ñúbel, atildado, crítico, razonable y periodista radial: “Este tipo, si alguna vez Marilyn le toca el timbre, y se le viene a la casa, con el vestido de Niágara, por ejemplo (¿se acuerdan?: rojo y escotado) le dice que se ponga algo decente, y le ordena lavarle los platos todos los días, hasta que deje de ser Marilyn.”
Afuera chilló otro pájaro, y volvió en sí. Tuvo una revelación: el tal Silvio no existía, aquel tipo lo había inventado, para arruinarle la vida, para ganarle. Saberlo lo tranquilizó: suspiró hondo. Detrás de los cristales cuadrados, pegados con masilla a veces un poco despareja, vio el ómnibus a lo lejos. La voz machacante del tipo seguía.
-Perdón, caballero -lo interrumpió, con el tono educado y profundo con que empezaba el verso de venta en los negocios-. Tengo que dejarlo. Viene mi ómnibus.
El tipo quedó colgado a media frase. Le dio la mano con fuerza, con calidez, jodiéndole la vida de puro amable.
-Ha sido un gusto -dijo, le dio la mano con fuerza y caminó hacia la puerta. Al tocar el picaporte se quedó helado: del lado de adentro era prácticamente idéntico al picaporte de la otra estación, hasta con una pequeña abolladura en el mismo lugar.
Antes de abrir, hizo algo un poco malvado: recordó el primer gol de Maradona, en el partido con el Emelec, y la sonrisa lo inundó incontenible, le explotó en la cara. Giró un poco, para que el tipo la viera. Tal como esperaba, lo estaba mirando, seguramente para grabarse detalles, quedarse y fastidiar durante horas al pibe del mostrador.
Mientras empujaba la puerta pensó en qué podía hacer no la semana o el mes siguiente, sino mañana. No podía volver a la ruta: se sentía abrumado, liquidado. De una u otra manera, aunque era miércoles, en todo caso la pasaría tomando mate en el negocio con Zulema, para atender a nadie, o a dos o tres clientes que sólo preguntarían precios. Después salió al aire, a los pinos, y a la nada, la nada, la nada.
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