30.6.23
29.6.23
LOS DIARIOS DE PATRICIA HIGHSMITH / PRIMERA Y ÚLTIMA ENTRADA
6 DE ENERO, 1941
“Un pensamiento descarado, engreído, decadente, despreciable
y retrógrado para hoy: me he sumido en un sueño sin fundamento, de la vida en suspenso
y una tercera dimensión, de mis amigos y sus tipos, de personas y caras sin
nombres, que solo ocupaban espacios y cada cual era justo como cabía esperar,
donde estaba, y la imagen -que llamamos vida o experiencia- estaba
completa, y me he visto ocupando exactamente el lugar que se esperaba de mí sin
nadie que tuviera un aspecto o se comportara precisamente como yo, Y era yo
quien más me gustaba de todo este grupito (que no era en absoluto el mundo
entero) y he pensado cómo se echaría algo terriblemente en falta si no
estuviera yo allí.”
6 DE OCTUBRE,
1993
“Hay monjes - ¿los cartujos? - que duermen en su ataúd, por
lo visto como preparación para la muerte, pensando en ella con frecuencia noche
y día. ¡Yo prefiero el elemento sorpresa! Uno sigue con su vida como siempre,
entonces la muerte llega quizá de súbito, quizá por medio de una enfermedad de
dos semanas. En este sentido, la muerte es más como la vida, impredecible.”
28.6.23
27.6.23
26.6.23
MORIR ES OTRA COSA / JUAN FORN
Vengo cruzando mails con una señora de cierta edad, a propósito de una contratapa que escribí hace unas semanas sobre “el buen morir”. En el primer mail, la señora me preguntaba si había manera de conseguir en Argentina los tres libros que yo mencionaba, pero como quedó en evidencia en el segundo mail, la pregunta era sólo una excusa para decirme que el final de mi nota le parecía altamente implausible, y de muy dudoso gusto además (yo citaba las últimas palabras que le había dicho una paciente a un amigo mío médico en un hospital, después de pedirle que se sentara a su lado y le sostuviera la mano: “Llevo un rato muerta y casi no se nota la diferencia”). “No me parece nada bien rematar con una humorada un asunto tan serio”, me decía mi corresponsal, de nombre Aída. “Y además no creo que exista ese amigo suyo médico”, agregaba sibilinamente en la posdata.
Soy de cumplir esa regla de
hierro enunciada por Saul Bellow (“Nunca, bajo ningún aspecto, contestar las
cartas que recibimos de lectores”), pero esta vez confieso que me solivianté.
Le copié a Aída el mail de mi amigo médico, para que ella le preguntara
directamente si existía o no. En cuanto a las según ella implausibles últimas
palabras que cerraban mi nota, copié de memoria unos versos del poeta polaco y
Premio Nobel Czeslaw Milosz (que quizá no fueran de él sino de otro polaco
poeta y Premio Nobel, Zbigniew Herbert): “Hay una hora que no es aún la noche y
no es ya el día, en que los muertos y los vivos pueden tocarse”.
Creí que con eso daba término a
mi epistolario con Aída, pero la respuesta llegó pocas horas después: “Encontré
hace un mes, en una librería acá en Rosario, un volumen muy breve de una médica
inglesa llamada Iona Heath, que trabaja en un hospital de uno de los barrios
pobres de Londres. El libro se llama Ayudar a morir. Pensé que usted plagiaba
de ahí”. Antes de enojarme más con Aída, me di una vuelta por las librerías
gesellinas y encontré sin dificultad el librito en cuestión. Empecé a leerlo de
parado y todavía furioso. Una hora después, cuando me faltaban menos de veinte
páginas para terminarlo, decidí que era uno de esos libros que hay que tener sí
o sí, lo pagué, me lo traje a casa, me senté a la computadora y le agradecí a
Aída su recomendación. “No me agradezca. Escriba sobre el libro”, me contestó.
Lo primero es lo primero,
entonces: la muerte es parte de la vida, dice para empezar la doctora Heath. El
gran Hans-George Gadamer, que vivió hasta los 102 años, había declarado al
cumplir los cien: “Quiero estar vivo hasta la muerte. Si reducir el dolor es
atontar la conciencia, prefiero el dolor. Al menos prefiero elegir yo mismo
entre el dolor y la conciencia”. Samuel Beckett confesó enfurecido, antes de
morir: “Es casi imposible hoy en Europa morir con dignidad, salvo que uno sea
pobre”. Más del 70 por ciento de los pacientes que mueren en hospitales
europeos lo hace bajo el efecto de potentes calmantes (y el 55 por ciento muere
con los tubos de alimentación puestos). ¿Entonces la mejor muerte posible, hoy,
sería la muerte repentina? La doctora Heath pone el dedo en la llaga cuando se
pregunta si la muerte repentina es una buena muerte. Y se contesta que la mejor
manera de completar la vida (y qué es una buena muerte sino eso: completar la
vida) es estar preparado para morir.
Según la doctora Heath, la mente
y el espíritu se adaptan a los efectos que tienen en el cuerpo la vejez y la
enfermedad. Según la doctora Heath, uno no muere hasta que el cuerpo está listo
para morir: a medida que decae la esperanza, crece el anhelo de paz en las personas
mayores. Esa es la señal mental de que uno está preparado para morir (la tarea
de los médicos es contribuir a que los tiempos corporales y mentales del
paciente estén en la mayor armonía posible). Según la doctora Heath, no se
muere repentinamente ni siquiera en los episodios cardíacos: hay vida después
de que el corazón ha dejado de latir. Apartar la vista de los moribundos es
tratarlos como si ya no perteneciesen al mundo de los vivos (y me permito
recordar aquí a los lectores lo que conté la semana pasada sobre Gore Vidal,
cuando llegó a la habitación donde yacía su amante de toda la vida justo en el
momento en que éste había dejado de respirar: “Howard tenía los ojos abiertos y
brillantes y alerta. Los pulmones y el corazón tal vez ya se hubieran detenido,
pero los nervios ópticos seguían enviando mensajes a un cerebro que, como dicen
los que entienden, no se apaga inmediatamente. De manera que, en el
final-final, nos miramos fijamente a los ojos uno al otro”).
La doctora Heath cree, como John
Berger, que los muertos nos ayudan a morir. Berger lo dice de manera poética:
“Los muertos rodean a los vivos. Y hay intercambios entre ambos, intercambios
que nunca fueron claros y que, desde que el capitalismo deshumanizó a la
sociedad, se han vuelto más difusos aún. Hoy pensamos en los muertos como los
eliminados, con consecuencias desastrosas para los que estamos vivos”. Porque
es médico, y porque es mujer, la doctora Heath es más terrestre. Ella explica
así su convicción: “Cuando los muertos superan a los vivos entre las personas
que conocemos, es más fácil morir. Eso es lo que les pasa a los viejos. O a los
que sobreviven a una masacre, una catástrofe, una guerra. Y eso es lo que
explica, quizá, por qué es tan difícil para los jóvenes aceptar la muerte”.
Hay una sensatez sobrehumana,
casi angélica, en las palabras de la doctora Heath. Su brevísimo, invalorable
librito termina con un puñado de consejos para que los médicos recuperen ese
papel tradicional como compañeros-en-la-muerte, que abandonaron a causa de los
avances científicos y tecnológicos. Me permito reproducirlos: Siempre que sea
posible, los pacientes deben morir en un lugar familiar y querido. No deben
morir en soledad. Hay que comunicarse hasta el final con el moribundo, y no
sólo de palabra sino también a través del contacto físico, mirándolo a los
ojos, sosteniendo su mano. La muerte no se puede evitar. La muerte pone fin al
miedo.
Mi querida Aída, espero que ahora
estemos en paz.
23.6.23
22.6.23
21.6.23
19.6.23
AFICHE ORIGINAL DE "EL ACTO EN CUESTIÓN"
16.6.23
"EL ACTO EN CUESTIÓN" EN MILANESA
|
WEl acto en cuestión cumple treinta
años y festeja su cumple con copia impecable en el pelotero Leonardo Favio del
Gaumont. Esa es la invitación. Va a estar su papá, Alejandro Agresti, y la
gente de Comunidad Cinéfila, un colectivo de amigos del cine que lleva once
temporadas presentando películas argentinas en salas, a veces acompañadas por
los directores, otras por actores. También están invitados Mirta Busnelli y
Sergio Poves Campos. Allá fuimos en peregrinación, aunque hayamos visto y re
visto El acto en cuestión en MUBI o en la tele, varias veces, porque es una
película infinita.
Así
la describen los de Comunidad: “Es la historia de
un maestro ilusionista—imaginativa, visualmente audaz y llena de trucos mágicos
fascinantes—que captura el vínculo entre cine y vaudeville. Una cruzada por la
originalidad, firmemente arraigada en la historia argentina, que cuestiona el
propósito mismo de la creación artística.”
Así la cita el crítico Roger Koza: "No debe existir película más porteña que El acto en cuestión, obra que destila un amor por Buenos Aires y patentiza una forma de ser. Quiroga podría ser estigmatizado como el típico chanta (argentino), pero sería injusto circunscribirlo en esa descripción. Las referencias del filme van de Borges a Arlt, y cuanta cosa se pueda pensar de la cultura porteña. Una forma de atravesar El acto en cuestión puede consistir en reconocer los signos de esa cultura específica. Tal vez hoy, el pasaje que tiene lugar en París, en el que Nathalie Alonso Casale interpreta La montaña de Luis Alberto Spinetta en una heterodoxa versión tanguera, adquiera una magia singular que conecta al cine con los espectros y va más allá de Buenos Aires. Es inagotable." Con los ojos abiertos: críticas, crónicas y apuntes de cine en festivales.
Si fuera por su trayectoria comercial, El acto en cuestión es la
película maldita de Agresti. Se estrenó en 1993 en el festival de Cannes, con
éxito rotundo de crítica, pero nunca llegó a los cines como cualquier película
que se precie. Llegó, vamos que sí, pero como joya, como historia, como rareza.
Yo la vi por primera vez en un VHS en holandés, con subtítulos en castellano
llenos de faltas de ortografía que me pasó Damián Tabarovsky.
El actor es el mítico Carlos Roffé, que en esa época debía tener unos cuarenta
años. Un día encuentra (o se afana, más bien) un libro de Magia y Ocultismo. Lo
lee y aprende un truco, el acto en cuestión por el cual hace desaparecer de
verdad cualquier objeto que el aprendiz de brujo decida que vale la pena hacer
desaparecer. Empieza por un telescopio, termina por la torre Eiffel. En el
medio hace desaparecer también a un niño y a unos nazis que lo persiguen. El
niño regresa porque “la infancia es esa cosa que no nos deja en paz hasta que
somos viejos”. “¡El helado está podrido!”, reclama una comensal en un restorán
de lujo. “¡Aparición con vida!”, grita la prensa. Cualquier semejanza con los
tiempos de la dictadura argenta no es una coincidencia, porque el amor es una
mujer gorda. “Lo peor no es hacer desaparecer; lo peor es el olvido”, dice el
mago.
LOS DUEÑOS DEL CCC
Me
llegan los avisos de las funciones por mail, en una aparente suscripción que
hice en algún momento de esos que no recuerdo. Aparecen, es todo. Ya que tenía
que ir al cine, los busqué en el hall de la Sala Favio para averiguar quiénes
son. Me contesta Alejandra Ruiz, fundadora del centro. “El Cineclub
Comunidad Cinéfila es un espacio creado para difundir películas argentinas que
recupera la experiencia social de ir al cine. En su historia de una década ha
cambiado varias veces de sala (Espacio Incaa –Artecinema, Caras y Caretas y
entre 2016 y 2019 el Microcine de la ENERC). La idea es que sirva como plataforma
de intercambio entre realizadores y espectadores, propiciando comentarios y
aprendizaje”. Algunos de los directores que participaron fueron; Gustavo
Fontán, Raúl Perrone, Fernando Spiner, José Celestino Campusano, David
Blaustein, Nicolás Prividera y Rosendo Ruiz.
Alejandra
es docente universitaria y curadora independiente. Realizó la carrera de
Artes Combinadas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y la maestría
en Estudios de Teatro y Cine Latinoamericano y Argentino. Cuenta que se
las vieron negras cuando empezó la pandemia, porque justamente uno de los objetivos
didácticos del espacio es devolver los espectadores a los cines, lo que en la
pandemia estaba prohibido. Entonces surgió el proyecto de la Sala
Virtual que sigue ofreciendo a sus socios la posibilidad de disfrutar de una
programación que acerca ficciones y documentales de todo el mundo, con tramas
de perspectiva de género. La Sala Virtual supo abrir un espacio de exhibición
para nuevxs directorxs argentinxs, brindando además charlas y encuentros
en el Zoom con muchos de ellos. Toda la info, acá: http://www.comunidadcinefila.org
Acerca
de la realización: “En la película no hay ningún truco digital porque cuando la
filmé no existían. Cuando Quiroga camina sobre un texto, lo hace sobre un piso
al que se le pintó el mensaje con grandes letras. Estuvimos dos meses de viaje
por la Europa del Este, filmando en locaciones extravagantes, mientras que en
un estudio de Amsterdam construían el conventillo y en otro de Rotterdam, la
casa de muñecas. El circo se rodó en Italia. Para el viaje compramos dos
ambulancias hechas mierda y una casa rodante. Una ambulancia servía de
vestuario, la otra era para utilería. En la casa rodante hacíamos las reuniones
y jugábamos al truco con Carlitos. Cruzamos Alemania, Bélgica, Hungría,
Bulgaria, Rumania, Praga, Checoslovaquia. Cuando veíamos un lugar que nos
gustaba, con posibilidades para ser un decorado, nos bajábamos y negociábamos
con la gente. Hicimos 21000 kilómetros en dos meses; en un momento tuvimos que
mandar las latas a revelar a Holanda, entonces regresamos. No se podía revelar
en cualquier lado porque era fílmico de 35 en blanco y negro, y las máquinas
rusas que se conseguían en el Este podían rayar o estropear el material. Así
que nos volvimos y por suerte salió todo bien: los productores aprobaron los
resultados y pusieron más plata para las dos semanas de estudio que faltaban.
En total, la película salió dos millones y medio de florines, que era un millón
de dólares y un poquito más.”
Acerca
de Roffé: “Llamé a Carlos y le dije que se viniera. En ese momento él tenía un
trabajo que no era de actor. Le mandé el pasaje. Después te cuento lo que
vamos a hacer. Él estaba con miedo: ¿En serio dejo el laburo? Yo: sí
dale, acá te van a pagar, vos venite. Al final su miedo no era a dejar el
trabajo, sino a viajar en avión. Ahora van a decir todos se tienen que bajar
porque hay una bomba. Pero después llegó y no podía creer todas esas
ciudades por las que paseamos. No era una película en la que llegabas al estudio,
actuabas y te ibas. Era una aventura.”
Acerca
del final: “Con el cierre de El acto en cuestión sucedió algo raro. Al
principio no había ningún guion, solamente una novela de quinientas páginas que
yo había escrito a los diecinueve. Un pastiche insoportable, pero con ideas.
Cuando llegaron Sergio y Carlos, les entregué más o menos la mitad de la letra
que tenían que memorizar. Y después seguí escribiendo en el camino. Para las
escenas finales ya estábamos en el estudio de Rotterdam, el de la casa de
muñecas de Lorenzo Quinteros. Quiroga, que está acabado, se va a trabajar con
él al taller. Son amigos de toda la vida. Están conversando solos, los dos,
mientras Quiroga va poniéndole ojos a las cabezas de los muñecos. Entonces
Lorenzo le pide que le cuente cómo lo hacía. Le insiste. Y Quiroga dice, medio
con tristeza: Un buen mago nunca revela sus secretos. Después de esa
escena venían tres o cuatro más, no recuerdo bien. Pero me dieron ganas de ir
al baño y me retiré rumiando una posibilidad. Se me ocurrió ampliar la
insistencia por parte de Lorenzo: ¿cómo lo hacés? Dale, decime cómo… Hace
hablar a una muñeca con voz de nenita: tío Miguel, ¿cuál es la trampa? Y
Carlos Roffé dice: ¿En serio querés que te lo diga? ¡Como si realmente hubiera un truco! Ahí
entendí que se había terminado la película. Ya está, les dije a todos. Vamos.”
PRÓXIMAS FUNCIONES EN EL CINECLUB
Dos más, previstas para los meses que vienen. Agenden: siempre cada dos lunes a las 19:30 en el Gaumont. El 10 de julio, los Comunidad Cinéfila proyectarán “La revolución es un sueño eterno”, versión del (genial) libro homónimo de Andrés Rivera, filmada por Nemesio Juárez. Don Nemesio es socio fundador del Grupo Cine Liberación junto a Fernando Solanas y Octavio Getino, entre otros próceres. Y el 14 de agosto dan “Espérame mucho”, de Juan José Jusid, film que está cumpliendo cuarenta años (pensar que fui cuando la estrenaron en el Ocean de Morón, qué viejo estoy). Como dicen los de Comunidad: “¡Nos vemos en el cine!”15.6.23
14.6.23
OVER THE HILLS AND FAR AWAY / GUILLERMO PIRO
Napoleón dijo una vez que el día más feliz de su vida había sido el de su primera comunión. Siempre me pareció una estupidez inolvidable verdaderamente histórica.
Recuerdo también un cuento de Borges
donde hablaba de un general que contaba por enésima vez una batalla legendaria
en la que había participado en su juventud, y Borges, mientras lo oía,
comprendía que detrás de sus palabras ya no existía el recuerdo de la batalla
sino el recuerdo de las palabras con que la había contado tantas veces.
Posiblemente no recordaba ni una sola imagen ni descubría nuevas palabras con
las que pudiese revivir aquella experiencia y darle algún sentido de, digamos,
actualidad. Simplemente se limitaba a recalcar algunas palabras y apagar otras.
En el norte de Italia, donde la práctica
del alpinismo está bastante extendida, es normal toparse cada tanto en
televisión con un escalador que acaba de conseguir alguna proeza siendo
entrevistado y respondiendo a preguntas bastante banales acerca de qué sintió
en el instante de alcanzar la meta deseada. Por lo general los alpinistas
resultan ser insólitamente locuaces. Se expresan con corrección, hablan
pausadamente. Son cerebrales, en el sentido que pareciera que tratan de
demostrar que il corpore sano convive no solo con una mens sana
–cohabitación bastante frecuente– sino con una mens verdaderamente
equilibrada y, llegado el caso, con veleidades poéticas. Son muy graciosos.
Había uno, del que no recuerdo el nombre, a quien más veces escuché contar las
impresiones vividas al llegar a una cima. Y las frases que repetía eran siempre
las mismas –el tipo no paraba de escalar montañas, y cuando la buena temporada
lo encontraba inactivo se iba a hacer paseos a los montes prealpinos acompañado
de su perro, un golden retriever paciente y angelical que se cagaba de frío–:
que se había sentido más cerca de Dios, más cerca del centro del universo, más
cerca del cielo, el techo del mundo... esas pelotudeces. Lo que se comprendía
al escucharlo era que lo que afloraba eran recuerdos escolares, antologías
leídas en la secundaria, no aquello que verdaderamente había sentido. No digo
que tuviera un discurso preparado, pero de algún modo lo improvisaba como
improvisan los músicos de jazz, es decir dándole cierta solución de
continuidad, en muchos casos, a solos que ya tienen aprendidos de antemano, ya
ensayados.
No sé en realidad si el alpinista ese era
sincero, pero si lo era, peor para él. A veces se es más sincero repitiendo las
palabras dichas por otros. Lo que sé es que hace falta una radical falta de
imaginación para pensar hoy que es posible estar más cerca del centro del universo
subido a una saliente de la corteza terrestre a 30 grados bajo cero y con los
dedos de los pies congelados. Supongo que a Dios uno puede encontrarlo en
cualquier parte.
De todas formas basta confrontar lo
escolástico de este tipo de respuestas con la sobriedad de otras para
encontrarle casi un sentido a la existencia –y a la existencia de los otros– y
apreciar mejor, de paso, las diferencias. Por ejemplo aquella de otro gran
escalador, mucho menos locuaz que el anterior: Reinhold Messner.
Reinhold Messner fue el primer alpinista
que consiguió alcanzar “los 14 ochomiles”, o sea ascender (contra lo que piensa
Fogwill, en este caso “ascender” no es sinónimo de “subir”: “ascender” connota
grandes alturas; “subir” no necesariamente. Tiene razón cuando pierde los
estribos al leer “ascendió la escalera”, del mismo modo que los pierde cuando
lee “encendió un cigarrillo” o “replicó la criada”, pero este no es el caso) y
pisar la cima de las catorce montañas más altas del mundo, que están todas en
el Himalaya. Messner superó los límites de tolerancia física hasta entonces
conocidos subiendo al Everest (fue en 1980) sin bomba de oxígeno y
absolutamente solo. Dicho así parece poco, pero no lo es. Lo cierto es que
cerca de los 8.000 metros de altura respirar no es fácil. Messner subió por
primera vez al Everest sin oxígeno en 1978, pero en compañía de otro alpinista,
Peter Habeler. Se trataba de un ensayo, y siempre es mejor ensayar acompañados.
Trataban de demostrar que un buen estado atlético permitía desestimar y
liberarse del lastre de los tubos de oxígeno, pesados ya al nivel del mar. El
precio es moverse con la lentitud de una marmota, deteniéndose cada dos pasos a
recuperar aire.
En 1980, entonces, Messner se propuso
subir al Everest sin porteadores de altura, sin otros alpinistas, sin tubos de
oxígeno, sin radio, sin escalera de aluminio y sin cuerdas. Su único equipo de
montaña consistía en unos palos de esquí, un pico y una clavija para sujetar su
propio cuerpo al suelo en caso de que hubiera una tormenta. Se movía
lentamente, pero avanzaba con regularidad. A su actividad específica (avanzar,
subir) hay que agregarle otra (y aquí la cosa adquiere tonalidades delirantes):
alguien tenía que filmar la película, sponsoreada por Canon. De modo que en
ciertos momentos Messner, dado que iba solo, debía hacer ciertos recorridos dos
veces (suponemos que se limitaba a hacer una sola toma). Cuando uno ve el film
de su ascenso al Everest debe in mente completar algo que en el film no se ve.
Cuando por ejemplo vemos a Messner caminando
sobre una pared de hielo del ancho de una viga de equilibrio, de esas
que se usan en gimnasia artística, tenemos que entender que una vez llegado al
otro extremo de la pared tuvo que volver a recoger la cámara que había dejado
funcionando del otro lado.
Gombrowicz, en uno de los tomos de los Diarios,
pone un ejemplo exquisito no recuerdo a propósito de qué. Está tratando de
especificar lo que es literario y lo que no, y para ello recurre a la vasta
literatura escrita por alpinistas. No tengo el texto aquí para citarlo, pero lo
que dice es más o menos esto: cuando en su narración, en su crónica de los
hechos, un alpinista llega al momento en que debe narrar un accidente, por
ejemplo, el haber quedado colgado sobre el vacío aferrado solamente con tres
dedos a una estaca que acaba de clavar a la pared, lo que hace no es una
narración de lo que siente, sino una mera descripción fáctica de cómo consigue
recuperarse. Es como si nunca lograran desligarse del uso del lenguaje técnico.
En un punto tiene una pretensión cultural, en el sentido que está transmitiendo
un saber para uso de los alpinistas venideros. Sin decirlo expresamente, lo que
dicen es: “Si alguna vez se encuentran en esta situación, hagan lo que yo
hice”. No hacen literatura, no cuentan lo que les pasa, no hablan de lo que
sienten.
Gombrowicz no había leído a Messner. Sus
libros no solo están plagados de largas disquisiciones de índole ética y moral
–lo que debe y no debe hacerse– sino que, justamente, cuando llega el momento,
se detiene y trata de recordar sensaciones. Son cosas interesantes. Los
alpinistas son como ese personaje de Wilcock (el cuento se titula “La isla”)
que fascinado por la lectura de Robinson Crusoe decide voluntariamente
naufragar, en su propia casa, sin desatender sus obligaciones cotidianas, como
es trabajar en un Banco y acompañar a su esposa al supermercado para hacer las
compras. Encerrado en su casa vivencia la soledad y el abandono, la
desesperación y el frío. En determinado momento, al final del cuento, apoya la
frente en la ventana y mirando hacia fuera dice, en voz alta pero para sí: “Si
una nave pasara...”
Los alpinistas tienen mucho de ese
personaje, en el sentido que se convierten en náufragos de altura por voluntad
propia, sin que nadie los obligue, sin que el destino los fuerce a eso. Eligen.
Por infinitas razones. Todos enumeran una serie distinta, pero eso no tiene
importancia. Pueden estar mintiendo.
Los ascensos que anteriormente Messner
había hecho provisto de tubos de oxígeno no le habían dejado la impresión de
haber subido la montaña sino de haber conseguido bajar la cumbre a su altura.
Messner llega a la cima del Everest sin fuerzas, arrastrándose como un
cuadrúpedo, perezoso y apático. De pronto descubre el trípode de aluminio que
marca la cima –la bendición de la prueba, la maldición de la profanación–
asomando apenas en la nieve, con un pedazo de tela helada en lo alto que habían
clavado unos escaladores chinos en 1975. Entonces se queda allí, sentado. Saca
algunas fotografías, cada una de las cuales le exige esfuerzos sobrehumanos. Se
filma un rato. Lleva unas antiparras oscuras y del pelo que le cae por debajo
del gorro de lana cuelgan estalactitas. En una ellas se lo ve bien: tiene el
aspecto de una foca. Messner acaba de llegar al punto más alto de la Tierra y
resulta que allí no ve nada. Todo esto no lo estoy imaginando, él lo cuenta en
su libro. Durante breves instantes el cielo le obsequia unas pocas manchas
azules, pero en seguida las nubes vuelven a acumularse alrededor de él. Sigue
allí un rato y, cuando finalmente comprende que ya no tiene a dónde ir, se
levanta y comienza el descenso.
Lo vi una vez en 1991 en televisión, en
un micro de RAI3 que emitía material de archivo (el ciclo se llamaba Vent’anni
dopo; tal vez siga existiendo) respondiendo a uno de esos entrevistadores
charlatanes y petulantes que tanto desprecio, de esos que acostumbran preguntar
a un atleta en qué pensaba exactamente mientras cortaba la cinta de los cien
metros, como si en ese momento, en plena actividad física, transformado en un
manojo de músculos excitados y de energía, alguien pudiese pensar “exactamente”
en algo. Para empezar la sangre fluye, más que al cerebro, a todo el resto del
cuerpo, como sucede por otra parte en muchos otros momentos de nuestra vida que
no hace falta enumerar. El set era discreto, vacío. Bastante alejados uno del
otro estaban Messner y el entrevistador, y detrás de ellos se proyectaba una de
las fotografías que Messner se había sacado en la cima del Everest. La fecha
del micro indicaba que Messner acababa de llegar del Himalaya. De hecho todavía
no se le habían cicatrizado del todo los labios y llevaba un yeso en uno de sus
pies (había perdido el dedo gordo del pie izquierdo, se le había congelado).
Era una de esas fotos donde se lo ve con aspecto de foca sonriente (saludable
dentadura de vegetariano, sonrisa Colgate). El entrevistador, entonces,
preguntó eso, en qué pensaba exactamente cuando había llegado a la cima del
Everest. Y Messner primero lo miró, no le respondió enseguida. Lo miró con una
expresión consternada y movió levemente la cabeza de un lado a otro, como si se
dijera “no”, pero no diciendo exactamente eso. Yo creo que en ese momento cruzó
por su cabeza atravesar el trance diciéndole al entrevistador lo que éste
quería oír, lo que decían todos: que se había encontrado más cerca de Dios, que
el día más feliz de su vida había sido el de su primera comunión. Pero es
probable que no pensara en nada de eso, o que tal vez cambiara de idea a último
momento, porque de pronto inclinó dulcemente la cabeza a un lado. Y se quedó
así. Y eso ya era lenguaje, ya contenía gran parte de su respuesta. Su pausa
era expresiva, como solo pueden serlo las pausas en la música. Respondió
primero así, entonces, con el silencio, mirando al piso, y después,
pausadamente, levantó la cabeza y dijo esto: “Estaba muy cansado”.
No sé si consiguen ver lo que yo vi, o si
yo estoy consiguiendo que ustedes vean, pero lo cierto es que para entonces yo
estaba petrificado. El entrevistador sintió pánico, porque estaba convencido de
que hablar no era otra cosa que llenar de palabras el vacío. Y entonces
protestó: ”¡No! ¡No puedes contestar eso! ¡No puedes ser tan evasivo!”, sin
comprender que con esas tres palabras Messner había hablado de lo esencial: el
cansancio inmenso, el inmenso cansancio, y encima había tenido el coraje de
mantenerse dentro de los límites de la verdad. (Lo que más me atormentaba en
aquel momento era el hecho de saber que era justamente ese entrevistador y no
otro el que aprovechaba despiadadamente el uso de las pausas y la extensión de
ciertos acentos, subrayando las palabras débiles y pronunciando velozmente las
fuertes, diciendo, por ejemplo, “una atrocidad, pero necesaria”, pronunciando a
lo mejor débilmente la palabra “atrocidad”, que se impone por sí sola, pero
enfatizando el “pero”, que normalmente muere asfixiado.)
El entrevistador insistía: “Dime al menos
qué era lo que más deseabas en aquel momento”. Messner entonces volvió a
mirarlo con sus ojos de hielo (no había violencia en su mirada; más bien
hastío; no, hastío no es la palabra exacta: era una mezcla de hastío y
arrepentimiento, tal vez por haber accedido a conceder esa entrevista; lo cual
explicaría su falta de violencia: en parte él mismo era el culpable) y después
de una pausa todavía más larga, durante la que volvió a hacer oscilar la cabeza
sin dejar de mirar el piso, abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido.
Volvió a abrirla y cerrarla dos veces más y finalmente dijo esto: “Quería
volver a casa”. Le dio una respuesta memorable.
Ahora bien, Messner podía estar
mintiendo, pero lo cierto es que también pensando uno corre el riesgo de
mentir. (De todas formas hay poca diferencia a veces entre la verdad y la
mentira. Naturalmente no me refiero a la mentira burda, ordinaria, que es que
yo le diga a alguien “Mañana te paso a buscar a las cinco” y luego no vaya; eso
es otra cosa. Pero la mentira sutil a veces no se diferencia en nada de la
verdad. Uno busca la palabra justa y en esos momentos tiene miedo de no
encontrarla. Y cuando la encuentra, cuando cree haberla encontrado, entonces la
articula, con un mecanismo muy parecido al del caminar, sin prestar demasiada
atención a esa palabra que esta a punto de decir, que bien podría ser una
mentira, una mentira pequeña, o el inicio de una mentira grandiosa. Quiero
decir que si prestáramos demasiada atención a lo que decimos correríamos el
peligro de quedarnos mudos.) Pero Messner no mentía, porque alguien que supera
los límites de lo humano no quiere otra cosa que volver a estar dentro de esos
límites, lo antes posible. Sucede todo el tiempo, hay ejemplos de a miles. Neil
Armstrong y Edwin Aldrin después de haber caminado en la luna. Lawrence de
Arabia no deseando otra cosa que volver a ser un soldado raso y simplemente
recibir órdenes, aún a precio de tener que usar nombre falso y ser el encargado
de recolectar la basura del destacamento. Messner había contestado con una
honestidad total, escalofriante. La suya fue la respuesta que hubiera dado un
héroe como Ulises, el hombre que habiendo desafiado a los monstruos, a los
hombres y a los dioses solo quería volver a Itaca.
Volví a verlo en televisión muchos años después. Lo entrevistaban en octubre de 1986, tras haber llegado a la cumbre del Lhotse, la cuarta montaña más alta del mundo. Acababa de convertirse en el primer hombre en la historia que alcanzaba los 14 ochomiles. Escaló el Lhotse de la misma manera que había escalado el Everest, es decir sin oxígeno envasado.
Esta vez era una mujer, una periodista alemana. Messner acababa de bajar y ella lo interceptó cuando entraba al hotel. “Reinhold –dijo–: ¿qué viste?”. “Nada –respondió Messner sin siquiera dejar de caminar–, allá arriba no había nada”.
"A causa de un equívoco banal y transparente", Aurelia Rivera (2022)
12.6.23
9.6.23
A CAUSA DE UN EQUÍVOCO BANAL Y TRANSPARENTE / GUILLERMO PIRO
“Deberíamos hacer la prueba de salir del equívoco, construyéndonos otra imagen de nosotros mismos, más completa, digamos. Una imagen que dependiera menos de la anulación de todo el resto, de la muerte de todo lo que nos rodea. No solo de la muerte, sino también de la tortura, de la crueldad ejercida en todas sus variantes. La locura, en fin.
Las mías son opiniones, no certezas objetivas. Otros ya
pensaron en ellas, antes. Hago la prueba conmigo mismo. Trato de entender si
verdaderamente, en el único ser humano que conozco por dentro, existen otros
procesos mentales distintos al “yo tengo razón, vos no”. Y me cuesta mucho. Es más
fácil dividir todo por la mitad, lo justo aquí, lo errado allá. Imaginen, la
lógica guerrera prevalece en nuestro lenguaje incluso cuando se habla de paz. Y
yo, como cualquier otro, alzo la voz y grito lo que tengo que gritar por miedo
a estar equivocado. Después me miro y no me gusta lo que veo.
Frase de Scott Fitzgerald: “La señal de una inteligencia de
primer orden es la capacidad de tener dos ideas opuestas presentes en el
espíritu al mismo tiempo y, a pesar de ello, no dejar de funcionar”. Conozco
una sola persona capaz de pensar así: Jean-Luc Godard. En cualquier caso nadie
más.
Estamos aquí afilando el cuchillo de la racionalidad que
todo lo explica, convencidos de que dominamos la maquinaria del mundo, buscando
enemigos a los que destripar, enemigos que incluso nos ignoran soberanamente (tal
vez es por eso que nos ensañamos tanto con ellos), y en cambio nos parecemos a
esas graciosas criaturas que dibuja Huili Raffo. Esa criatura pequeña,
sorprendida, obstinada, contradictoria, que se parece a él, pero también a mí.
Las especies no existen para vencer, sino para vivir.
De nosotros no va a quedar más que una lápida al cuidado de
nuestros herederos -hormigas, delfines, gorilas- que diga: “Homo sapiens, una
especie que se equivocaba a la hora de definirse a sí misma. Empezando por el
nombre.”
8.6.23
LA MASACRE DE LOS QUE NO HABLAN / GUILLERMO PIRO
“En 1966, mientras se libraba la guerra de Vietnam, Peter Brook estrenó en Londres un espectáculo: US. Para sensibilizar a la platea sobre la atroz realidad que se estaba viviendo, Brook hizo que ocupara el escenario un actor que recitó un monólogo sobre el uso y los efectos del napalm, teniendo entre el pulgar y el índice una mariposa viva que agitaba las alas. Al finalizar la actuación, el actor extrajo del bolsillo un encendedor y prendió fuego a la mariposa. Un murmullo de protesta e indignación se elevó enseguida. El actor pidió disculpas por su gesto, pero antes de abandonar el escenario hizo notar que le extrañaba que el mismo público que se indignaba por la suerte de la mariposa, hasta ese momento había permanecido indiferente a la suerte de los vietnamitas quemados por el napalm.
Deberíamos considerar una bendición que los animales sean
demasiado idiotas o estén fisiológicamente imposibilitados para hablar por sí
mismos. Es cierto que algunos a lo sumo son capaces de aullar, pero son aullidos
que no dicen mucho y que, sobre todo, son fáciles de olvidar. Pero: ¿estamos
tan seguros de que los animales no hablan?
En su libro “Las vidas de los animales”, J.M. Coetzee recuerda
una secuencia de acontecimientos muy interesante. Cuando Albert Camus vivía en
Argelia, donde había nacido, su madre le pidió que le llevase una de las
gallinas que tenía en una jaula en el patio. Camus obedeció, como todo buen
hijo, y vio cómo su madre degollaba a la gallina con un cuchillo y el modo en
que recogía la sangre en un cuenco para no ensuciar el suelo. El grito de la
gallina quedó impreso en la memoria del muchacho de tal manera que en 1958
escribió un apasionado artículo contra el uso de la guillotina, artículo que suscitó
una polémica que llevó a la abolición de la pena capital en Francia. Ahora
bien, dice Coetzee, “¿Quién puede sostener que la gallina no habló?”.
7.6.23
PARADOR ARISTON / MARÍA JULIETA MARTÍN
6.6.23
5.6.23
EL PARADOR ARISTON EN CLARÍN / FEDERICO LADRÓN DE GUEVARA
Otro de los que trabajan en este sentido es Gustavo Nielsen, arquitecto y escritor, ganador del premio Clarín de novela en 2010 con su texto La otra playa. “Si no salvamos el parador, ¿qué vamos a hacer? ¿Dejarlo como está hasta que se caiga solo? ¿Demolerlo? El parador es pequeño, casi una alhaja. Hay que enviar a un joyero a repararla, y hay que visibilizar lo máximo posible todo el proceso”, dice convencido.
Su pasión por el parador lo llevó a escribir un cuento, El fin del paraíso. El comienzo es así: "'El paraíso llega cuando ya no lo necesitamos'. Mi abuelo decía esta frase enigmática. Siempre queremos que el paraíso llegue; sentí que estaba cerca cuando empecé a trabajar en el Ariston. O en lo que quedaba de él. Soy arquitecta, hago patología muraria y recuperación edilicia. Me llamo Silvia. Mi abuelo Vicente, este que ven en la foto, fue metre del Parador, desde agosto de 1949 hasta julio de 1952. Es el que posa feliz delante de los mozos que sostienen bandejas. Lo sé porque me lo contó mi abuela Sara. Tenían una carta de doce platos. Una sopa de tomate con camarones que era una delicia, según ella, picantita y espesa. Rabo de res y tortilla flambeada de postre. Ya no se come rabo en ningún lugar de Mar del Plata'".
En en sitio de Hugo Kliczkowski.