Vengo cruzando mails con una señora de cierta edad, a propósito de una contratapa que escribí hace unas semanas sobre “el buen morir”. En el primer mail, la señora me preguntaba si había manera de conseguir en Argentina los tres libros que yo mencionaba, pero como quedó en evidencia en el segundo mail, la pregunta era sólo una excusa para decirme que el final de mi nota le parecía altamente implausible, y de muy dudoso gusto además (yo citaba las últimas palabras que le había dicho una paciente a un amigo mío médico en un hospital, después de pedirle que se sentara a su lado y le sostuviera la mano: “Llevo un rato muerta y casi no se nota la diferencia”). “No me parece nada bien rematar con una humorada un asunto tan serio”, me decía mi corresponsal, de nombre Aída. “Y además no creo que exista ese amigo suyo médico”, agregaba sibilinamente en la posdata.
Soy de cumplir esa regla de
hierro enunciada por Saul Bellow (“Nunca, bajo ningún aspecto, contestar las
cartas que recibimos de lectores”), pero esta vez confieso que me solivianté.
Le copié a Aída el mail de mi amigo médico, para que ella le preguntara
directamente si existía o no. En cuanto a las según ella implausibles últimas
palabras que cerraban mi nota, copié de memoria unos versos del poeta polaco y
Premio Nobel Czeslaw Milosz (que quizá no fueran de él sino de otro polaco
poeta y Premio Nobel, Zbigniew Herbert): “Hay una hora que no es aún la noche y
no es ya el día, en que los muertos y los vivos pueden tocarse”.
Creí que con eso daba término a
mi epistolario con Aída, pero la respuesta llegó pocas horas después: “Encontré
hace un mes, en una librería acá en Rosario, un volumen muy breve de una médica
inglesa llamada Iona Heath, que trabaja en un hospital de uno de los barrios
pobres de Londres. El libro se llama Ayudar a morir. Pensé que usted plagiaba
de ahí”. Antes de enojarme más con Aída, me di una vuelta por las librerías
gesellinas y encontré sin dificultad el librito en cuestión. Empecé a leerlo de
parado y todavía furioso. Una hora después, cuando me faltaban menos de veinte
páginas para terminarlo, decidí que era uno de esos libros que hay que tener sí
o sí, lo pagué, me lo traje a casa, me senté a la computadora y le agradecí a
Aída su recomendación. “No me agradezca. Escriba sobre el libro”, me contestó.
Lo primero es lo primero,
entonces: la muerte es parte de la vida, dice para empezar la doctora Heath. El
gran Hans-George Gadamer, que vivió hasta los 102 años, había declarado al
cumplir los cien: “Quiero estar vivo hasta la muerte. Si reducir el dolor es
atontar la conciencia, prefiero el dolor. Al menos prefiero elegir yo mismo
entre el dolor y la conciencia”. Samuel Beckett confesó enfurecido, antes de
morir: “Es casi imposible hoy en Europa morir con dignidad, salvo que uno sea
pobre”. Más del 70 por ciento de los pacientes que mueren en hospitales
europeos lo hace bajo el efecto de potentes calmantes (y el 55 por ciento muere
con los tubos de alimentación puestos). ¿Entonces la mejor muerte posible, hoy,
sería la muerte repentina? La doctora Heath pone el dedo en la llaga cuando se
pregunta si la muerte repentina es una buena muerte. Y se contesta que la mejor
manera de completar la vida (y qué es una buena muerte sino eso: completar la
vida) es estar preparado para morir.
Según la doctora Heath, la mente
y el espíritu se adaptan a los efectos que tienen en el cuerpo la vejez y la
enfermedad. Según la doctora Heath, uno no muere hasta que el cuerpo está listo
para morir: a medida que decae la esperanza, crece el anhelo de paz en las personas
mayores. Esa es la señal mental de que uno está preparado para morir (la tarea
de los médicos es contribuir a que los tiempos corporales y mentales del
paciente estén en la mayor armonía posible). Según la doctora Heath, no se
muere repentinamente ni siquiera en los episodios cardíacos: hay vida después
de que el corazón ha dejado de latir. Apartar la vista de los moribundos es
tratarlos como si ya no perteneciesen al mundo de los vivos (y me permito
recordar aquí a los lectores lo que conté la semana pasada sobre Gore Vidal,
cuando llegó a la habitación donde yacía su amante de toda la vida justo en el
momento en que éste había dejado de respirar: “Howard tenía los ojos abiertos y
brillantes y alerta. Los pulmones y el corazón tal vez ya se hubieran detenido,
pero los nervios ópticos seguían enviando mensajes a un cerebro que, como dicen
los que entienden, no se apaga inmediatamente. De manera que, en el
final-final, nos miramos fijamente a los ojos uno al otro”).
La doctora Heath cree, como John
Berger, que los muertos nos ayudan a morir. Berger lo dice de manera poética:
“Los muertos rodean a los vivos. Y hay intercambios entre ambos, intercambios
que nunca fueron claros y que, desde que el capitalismo deshumanizó a la
sociedad, se han vuelto más difusos aún. Hoy pensamos en los muertos como los
eliminados, con consecuencias desastrosas para los que estamos vivos”. Porque
es médico, y porque es mujer, la doctora Heath es más terrestre. Ella explica
así su convicción: “Cuando los muertos superan a los vivos entre las personas
que conocemos, es más fácil morir. Eso es lo que les pasa a los viejos. O a los
que sobreviven a una masacre, una catástrofe, una guerra. Y eso es lo que
explica, quizá, por qué es tan difícil para los jóvenes aceptar la muerte”.
Hay una sensatez sobrehumana,
casi angélica, en las palabras de la doctora Heath. Su brevísimo, invalorable
librito termina con un puñado de consejos para que los médicos recuperen ese
papel tradicional como compañeros-en-la-muerte, que abandonaron a causa de los
avances científicos y tecnológicos. Me permito reproducirlos: Siempre que sea
posible, los pacientes deben morir en un lugar familiar y querido. No deben
morir en soledad. Hay que comunicarse hasta el final con el moribundo, y no
sólo de palabra sino también a través del contacto físico, mirándolo a los
ojos, sosteniendo su mano. La muerte no se puede evitar. La muerte pone fin al
miedo.
Mi querida Aída, espero que ahora
estemos en paz.
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