“En 1966, mientras se libraba la guerra de Vietnam, Peter Brook estrenó en Londres un espectáculo: US. Para sensibilizar a la platea sobre la atroz realidad que se estaba viviendo, Brook hizo que ocupara el escenario un actor que recitó un monólogo sobre el uso y los efectos del napalm, teniendo entre el pulgar y el índice una mariposa viva que agitaba las alas. Al finalizar la actuación, el actor extrajo del bolsillo un encendedor y prendió fuego a la mariposa. Un murmullo de protesta e indignación se elevó enseguida. El actor pidió disculpas por su gesto, pero antes de abandonar el escenario hizo notar que le extrañaba que el mismo público que se indignaba por la suerte de la mariposa, hasta ese momento había permanecido indiferente a la suerte de los vietnamitas quemados por el napalm.
Deberíamos considerar una bendición que los animales sean
demasiado idiotas o estén fisiológicamente imposibilitados para hablar por sí
mismos. Es cierto que algunos a lo sumo son capaces de aullar, pero son aullidos
que no dicen mucho y que, sobre todo, son fáciles de olvidar. Pero: ¿estamos
tan seguros de que los animales no hablan?
En su libro “Las vidas de los animales”, J.M. Coetzee recuerda
una secuencia de acontecimientos muy interesante. Cuando Albert Camus vivía en
Argelia, donde había nacido, su madre le pidió que le llevase una de las
gallinas que tenía en una jaula en el patio. Camus obedeció, como todo buen
hijo, y vio cómo su madre degollaba a la gallina con un cuchillo y el modo en
que recogía la sangre en un cuenco para no ensuciar el suelo. El grito de la
gallina quedó impreso en la memoria del muchacho de tal manera que en 1958
escribió un apasionado artículo contra el uso de la guillotina, artículo que suscitó
una polémica que llevó a la abolición de la pena capital en Francia. Ahora
bien, dice Coetzee, “¿Quién puede sostener que la gallina no habló?”.
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