14.6.23

OVER THE HILLS AND FAR AWAY / GUILLERMO PIRO

Napoleón dijo una vez que el día más feliz de su vida había sido el de su primera comunión. Siempre me pareció una estupidez inolvidable verdaderamente histórica.

Recuerdo también un cuento de Borges donde hablaba de un general que contaba por enésima vez una batalla legendaria en la que había participado en su juventud, y Borges, mientras lo oía, comprendía que detrás de sus palabras ya no existía el recuerdo de la batalla sino el recuerdo de las palabras con que la había contado tantas veces. Posiblemente no recordaba ni una sola imagen ni descubría nuevas palabras con las que pudiese revivir aquella experiencia y darle algún sentido de, digamos, actualidad. Simplemente se limitaba a recalcar algunas palabras y apagar otras.

En el norte de Italia, donde la práctica del alpinismo está bastante extendida, es normal toparse cada tanto en televisión con un escalador que acaba de conseguir alguna proeza siendo entrevistado y respondiendo a preguntas bastante banales acerca de qué sintió en el instante de alcanzar la meta deseada. Por lo general los alpinistas resultan ser insólitamente locuaces. Se expresan con corrección, hablan pausadamente. Son cerebrales, en el sentido que pareciera que tratan de demostrar que il corpore sano convive no solo con una mens sana –cohabitación bastante frecuente– sino con una mens verdaderamente equilibrada y, llegado el caso, con veleidades poéticas. Son muy graciosos. Había uno, del que no recuerdo el nombre, a quien más veces escuché contar las impresiones vividas al llegar a una cima. Y las frases que repetía eran siempre las mismas –el tipo no paraba de escalar montañas, y cuando la buena temporada lo encontraba inactivo se iba a hacer paseos a los montes prealpinos acompañado de su perro, un golden retriever paciente y angelical que se cagaba de frío–: que se había sentido más cerca de Dios, más cerca del centro del universo, más cerca del cielo, el techo del mundo... esas pelotudeces. Lo que se comprendía al escucharlo era que lo que afloraba eran recuerdos escolares, antologías leídas en la secundaria, no aquello que verdaderamente había sentido. No digo que tuviera un discurso preparado, pero de algún modo lo improvisaba como improvisan los músicos de jazz, es decir dándole cierta solución de continuidad, en muchos casos, a solos que ya tienen aprendidos de antemano, ya ensayados.

No sé en realidad si el alpinista ese era sincero, pero si lo era, peor para él. A veces se es más sincero repitiendo las palabras dichas por otros. Lo que sé es que hace falta una radical falta de imaginación para pensar hoy que es posible estar más cerca del centro del universo subido a una saliente de la corteza terrestre a 30 grados bajo cero y con los dedos de los pies congelados. Supongo que a Dios uno puede encontrarlo en cualquier parte.

De todas formas basta confrontar lo escolástico de este tipo de respuestas con la sobriedad de otras para encontrarle casi un sentido a la existencia –y a la existencia de los otros– y apreciar mejor, de paso, las diferencias. Por ejemplo aquella de otro gran escalador, mucho menos locuaz que el anterior: Reinhold Messner.

Reinhold Messner fue el primer alpinista que consiguió alcanzar “los 14 ochomiles”, o sea ascender (contra lo que piensa Fogwill, en este caso “ascender” no es sinónimo de “subir”: “ascender” connota grandes alturas; “subir” no necesariamente. Tiene razón cuando pierde los estribos al leer “ascendió la escalera”, del mismo modo que los pierde cuando lee “encendió un cigarrillo” o “replicó la criada”, pero este no es el caso) y pisar la cima de las catorce montañas más altas del mundo, que están todas en el Himalaya. Messner superó los límites de tolerancia física hasta entonces conocidos subiendo al Everest (fue en 1980) sin bomba de oxígeno y absolutamente solo. Dicho así parece poco, pero no lo es. Lo cierto es que cerca de los 8.000 metros de altura respirar no es fácil. Messner subió por primera vez al Everest sin oxígeno en 1978, pero en compañía de otro alpinista, Peter Habeler. Se trataba de un ensayo, y siempre es mejor ensayar acompañados. Trataban de demostrar que un buen estado atlético permitía desestimar y liberarse del lastre de los tubos de oxígeno, pesados ya al nivel del mar. El precio es moverse con la lentitud de una marmota, deteniéndose cada dos pasos a recuperar aire.

En 1980, entonces, Messner se propuso subir al Everest sin porteadores de altura, sin otros alpinistas, sin tubos de oxígeno, sin radio, sin escalera de aluminio y sin cuerdas. Su único equipo de montaña consistía en unos palos de esquí, un pico y una clavija para sujetar su propio cuerpo al suelo en caso de que hubiera una tormenta. Se movía lentamente, pero avanzaba con regularidad. A su actividad específica (avanzar, subir) hay que agregarle otra (y aquí la cosa adquiere tonalidades delirantes): alguien tenía que filmar la película, sponsoreada por Canon. De modo que en ciertos momentos Messner, dado que iba solo, debía hacer ciertos recorridos dos veces (suponemos que se limitaba a hacer una sola toma). Cuando uno ve el film de su ascenso al Everest debe in mente completar algo que en el film no se ve. Cuando por ejemplo vemos a Messner caminando  sobre una pared de hielo del ancho de una viga de equilibrio, de esas que se usan en gimnasia artística, tenemos que entender que una vez llegado al otro extremo de la pared tuvo que volver a recoger la cámara que había dejado funcionando del otro lado.

Gombrowicz, en uno de los tomos de los Diarios, pone un ejemplo exquisito no recuerdo a propósito de qué. Está tratando de especificar lo que es literario y lo que no, y para ello recurre a la vasta literatura escrita por alpinistas. No tengo el texto aquí para citarlo, pero lo que dice es más o menos esto: cuando en su narración, en su crónica de los hechos, un alpinista llega al momento en que debe narrar un accidente, por ejemplo, el haber quedado colgado sobre el vacío aferrado solamente con tres dedos a una estaca que acaba de clavar a la pared, lo que hace no es una narración de lo que siente, sino una mera descripción fáctica de cómo consigue recuperarse. Es como si nunca lograran desligarse del uso del lenguaje técnico. En un punto tiene una pretensión cultural, en el sentido que está transmitiendo un saber para uso de los alpinistas venideros. Sin decirlo expresamente, lo que dicen es: “Si alguna vez se encuentran en esta situación, hagan lo que yo hice”. No hacen literatura, no cuentan lo que les pasa, no hablan de lo que sienten.

Gombrowicz no había leído a Messner. Sus libros no solo están plagados de largas disquisiciones de índole ética y moral –lo que debe y no debe hacerse– sino que, justamente, cuando llega el momento, se detiene y trata de recordar sensaciones. Son cosas interesantes. Los alpinistas son como ese personaje de Wilcock (el cuento se titula “La isla”) que fascinado por la lectura de Robinson Crusoe decide voluntariamente naufragar, en su propia casa, sin desatender sus obligaciones cotidianas, como es trabajar en un Banco y acompañar a su esposa al supermercado para hacer las compras. Encerrado en su casa vivencia la soledad y el abandono, la desesperación y el frío. En determinado momento, al final del cuento, apoya la frente en la ventana y mirando hacia fuera dice, en voz alta pero para sí: “Si una nave pasara...”

Los alpinistas tienen mucho de ese personaje, en el sentido que se convierten en náufragos de altura por voluntad propia, sin que nadie los obligue, sin que el destino los fuerce a eso. Eligen. Por infinitas razones. Todos enumeran una serie distinta, pero eso no tiene importancia. Pueden estar mintiendo.

Los ascensos que anteriormente Messner había hecho provisto de tubos de oxígeno no le habían dejado la impresión de haber subido la montaña sino de haber conseguido bajar la cumbre a su altura. Messner llega a la cima del Everest sin fuerzas, arrastrándose como un cuadrúpedo, perezoso y apático. De pronto descubre el trípode de aluminio que marca la cima –la bendición de la prueba, la maldición de la profanación– asomando apenas en la nieve, con un pedazo de tela helada en lo alto que habían clavado unos escaladores chinos en 1975. Entonces se queda allí, sentado. Saca algunas fotografías, cada una de las cuales le exige esfuerzos sobrehumanos. Se filma un rato. Lleva unas antiparras oscuras y del pelo que le cae por debajo del gorro de lana cuelgan estalactitas. En una ellas se lo ve bien: tiene el aspecto de una foca. Messner acaba de llegar al punto más alto de la Tierra y resulta que allí no ve nada. Todo esto no lo estoy imaginando, él lo cuenta en su libro. Durante breves instantes el cielo le obsequia unas pocas manchas azules, pero en seguida las nubes vuelven a acumularse alrededor de él. Sigue allí un rato y, cuando finalmente comprende que ya no tiene a dónde ir, se levanta y comienza el descenso.

Lo vi una vez en 1991 en televisión, en un micro de RAI3 que emitía material de archivo (el ciclo se llamaba Vent’anni dopo; tal vez siga existiendo) respondiendo a uno de esos entrevistadores charlatanes y petulantes que tanto desprecio, de esos que acostumbran preguntar a un atleta en qué pensaba exactamente mientras cortaba la cinta de los cien metros, como si en ese momento, en plena actividad física, transformado en un manojo de músculos excitados y de energía, alguien pudiese pensar “exactamente” en algo. Para empezar la sangre fluye, más que al cerebro, a todo el resto del cuerpo, como sucede por otra parte en muchos otros momentos de nuestra vida que no hace falta enumerar. El set era discreto, vacío. Bastante alejados uno del otro estaban Messner y el entrevistador, y detrás de ellos se proyectaba una de las fotografías que Messner se había sacado en la cima del Everest. La fecha del micro indicaba que Messner acababa de llegar del Himalaya. De hecho todavía no se le habían cicatrizado del todo los labios y llevaba un yeso en uno de sus pies (había perdido el dedo gordo del pie izquierdo, se le había congelado). Era una de esas fotos donde se lo ve con aspecto de foca sonriente (saludable dentadura de vegetariano, sonrisa Colgate). El entrevistador, entonces, preguntó eso, en qué pensaba exactamente cuando había llegado a la cima del Everest. Y Messner primero lo miró, no le respondió enseguida. Lo miró con una expresión consternada y movió levemente la cabeza de un lado a otro, como si se dijera “no”, pero no diciendo exactamente eso. Yo creo que en ese momento cruzó por su cabeza atravesar el trance diciéndole al entrevistador lo que éste quería oír, lo que decían todos: que se había encontrado más cerca de Dios, que el día más feliz de su vida había sido el de su primera comunión. Pero es probable que no pensara en nada de eso, o que tal vez cambiara de idea a último momento, porque de pronto inclinó dulcemente la cabeza a un lado. Y se quedó así. Y eso ya era lenguaje, ya contenía gran parte de su respuesta. Su pausa era expresiva, como solo pueden serlo las pausas en la música. Respondió primero así, entonces, con el silencio, mirando al piso, y después, pausadamente, levantó la cabeza y dijo esto: “Estaba muy cansado”.

No sé si consiguen ver lo que yo vi, o si yo estoy consiguiendo que ustedes vean, pero lo cierto es que para entonces yo estaba petrificado. El entrevistador sintió pánico, porque estaba convencido de que hablar no era otra cosa que llenar de palabras el vacío. Y entonces protestó: ”¡No! ¡No puedes contestar eso! ¡No puedes ser tan evasivo!”, sin comprender que con esas tres palabras Messner había hablado de lo esencial: el cansancio inmenso, el inmenso cansancio, y encima había tenido el coraje de mantenerse dentro de los límites de la verdad. (Lo que más me atormentaba en aquel momento era el hecho de saber que era justamente ese entrevistador y no otro el que aprovechaba despiadadamente el uso de las pausas y la extensión de ciertos acentos, subrayando las palabras débiles y pronunciando velozmente las fuertes, diciendo, por ejemplo, “una atrocidad, pero necesaria”, pronunciando a lo mejor débilmente la palabra “atrocidad”, que se impone por sí sola, pero enfatizando el “pero”, que normalmente muere asfixiado.)

El entrevistador insistía: “Dime al menos qué era lo que más deseabas en aquel momento”. Messner entonces volvió a mirarlo con sus ojos de hielo (no había violencia en su mirada; más bien hastío; no, hastío no es la palabra exacta: era una mezcla de hastío y arrepentimiento, tal vez por haber accedido a conceder esa entrevista; lo cual explicaría su falta de violencia: en parte él mismo era el culpable) y después de una pausa todavía más larga, durante la que volvió a hacer oscilar la cabeza sin dejar de mirar el piso, abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido. Volvió a abrirla y cerrarla dos veces más y finalmente dijo esto: “Quería volver a casa”. Le dio una respuesta memorable.

Ahora bien, Messner podía estar mintiendo, pero lo cierto es que también pensando uno corre el riesgo de mentir. (De todas formas hay poca diferencia a veces entre la verdad y la mentira. Naturalmente no me refiero a la mentira burda, ordinaria, que es que yo le diga a alguien “Mañana te paso a buscar a las cinco” y luego no vaya; eso es otra cosa. Pero la mentira sutil a veces no se diferencia en nada de la verdad. Uno busca la palabra justa y en esos momentos tiene miedo de no encontrarla. Y cuando la encuentra, cuando cree haberla encontrado, entonces la articula, con un mecanismo muy parecido al del caminar, sin prestar demasiada atención a esa palabra que esta a punto de decir, que bien podría ser una mentira, una mentira pequeña, o el inicio de una mentira grandiosa. Quiero decir que si prestáramos demasiada atención a lo que decimos correríamos el peligro de quedarnos mudos.) Pero Messner no mentía, porque alguien que supera los límites de lo humano no quiere otra cosa que volver a estar dentro de esos límites, lo antes posible. Sucede todo el tiempo, hay ejemplos de a miles. Neil Armstrong y Edwin Aldrin después de haber caminado en la luna. Lawrence de Arabia no deseando otra cosa que volver a ser un soldado raso y simplemente recibir órdenes, aún a precio de tener que usar nombre falso y ser el encargado de recolectar la basura del destacamento. Messner había contestado con una honestidad total, escalofriante. La suya fue la respuesta que hubiera dado un héroe como Ulises, el hombre que habiendo desafiado a los monstruos, a los hombres y a los dioses solo quería volver a Itaca.

Volví a verlo en televisión muchos años después. Lo entrevistaban en octubre de 1986, tras haber llegado a la cumbre del Lhotse, la cuarta montaña más alta del mundo. Acababa de convertirse en el primer hombre en la historia que alcanzaba los 14 ochomiles. Escaló el Lhotse de la misma manera que había escalado el Everest, es decir sin oxígeno envasado.

Esta vez era una mujer, una periodista alemana. Messner acababa de bajar y ella lo interceptó cuando entraba al hotel. “Reinhold –dijo–: ¿qué viste?”. “Nada –respondió Messner sin siquiera dejar de caminar–, allá arriba no había nada”.


"A causa de un equívoco banal y transparente", Aurelia Rivera (2022)

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