En la clase que vino Gandolfo se me ocurrió explicarle qué hacíamos en la Clínica utilizando el verbo “corregir” para referirme a los
textos, y Lidia me sopló que la palabra era
“sugerir”. Yo vi su “sugerencia” con buenos ojos. Es lo que dice Kohan en su texto -¿acerca de?, ¿en contra de?- los talleres literarios, y básicamente
estoy de acuerdo. ¿O no? En el reciente libro de Liliana Heker, “La trastienda
de la escritura”, hay un capítulo titulado “La corrección como acto creador”,
que explica lo siguiente:
“Para concebir la corrección como un acto creador hace
falta, ante todo, despojarse de la imagen repulsiva que impone el verbo
“corregir”: una mano ajena –o aun propia- que, armada de un lápiz
inapelablemente rojo, endereza lo torcido o acomoda lo desordenado según
criterios que vienen de la Autoridad y que, por lo tanto, no pueden ser
discutidos. (No cuestiono la eficacia del método en ciertas circunstancias: sin
ánimo de meterme en un terreno que no es el de este texto, no veo mejor manera
de indicar que la palabra “hacer” se escribe con hache que la de agregar la
hache donde falta, pero quiero dejar claro que en adelante, cuando hable de
corrección, me voy a referir a otra práctica, menos mecánica.)
En el proceso creador, el verbo “corregir” indica
justamente lo contrario de este acto exterior y reglado que, en muchos casos,
eliminaría lo audaz o desmesurado de un texto, aquello que lo vuelve
excepcional, ya que solo aspiraría a que ese texto fuera correcto de acuerdo
con normativas sintácticas, gramaticales o estilísticas. O, para decirlo con
menos piedad, mediocre. (También en el ámbito de la literatura, “corregir” el
texto de otro puede ser un acto autoritario: “esto es mejor así porque yo,
autoinvestido de autoridad, digo que es así”. Decididamente, no. Se puede
discutir, sugerir un cambio, mostrar cómo una modificación en la sintaxis, la
eliminación de una frase, el reemplazo de una palabra, la alteración del orden
en dos párrafos puede iluminar un texto. En síntesis, revelarle a un autor cómo
puede obrar la corrección. Pero solo si ese autor consigue hacer suya la
propuesta exterior, incorporarla o modificarla a su modo, esa sugerencia va a
actuar como una revelación.)”
Vuelvo a este tema porque
ayer leyeron Fabián, María y Leo, y con los textos de los dos últimos se armó
una milonga que estuvo super interesante. Yo trato de dar indicaciones del
estilo de las modificaciones que les hago a mis propios textos. Con los míos
puedo hacerlo solamente después de darles un buen descanso, para que vuelvan a
mis manos como si fueran de otra persona. Necesito esa enajenación. Puedo autocorregirme
una nota recién finalizada con bastante pericia; nunca ficción. Las ficciones
son como las masas para pizzas: hay que dejarlas descansar para que crezcan y sean
fáciles de moldear en la cabeza del
escritor, independientemente de todas esas letras ya vertidas en el papel. La
corrección grupal busca ser un atajo a ese camino, como intentando leudar más
rápido para acelerar los tiempos y llegar antes al buen cuento.
Por eso hacemos la Clínica: para
despojarnos de egos, escuchar a los otros, opinar sin miedo a equivocarnos y
aprender de lo que se pueda. Tratar de suspender la vergüenza de no saber, o de
exponerse y, en grupo, entregarnos a la discusión milongueada. Resulta
solamente si funciona como brainstorming
alrededor de los textos servidos. No resulta con la actualidad ni con los
problemas laborales, familiares o sicológicos que arrastre cada uno de los
participantes, en el caso de que no hayan sido plasmados en forma de cuentos. ¡La
Clínica no es un consultorio (aunque se llame clínica)!
El sistema es pragmático: todos
escuchamos atentamente las lecturas y colaboramos aportando capacidad,
espontaneidad, ideas ¡y hasta disparates! La disposición que nos interesa es la
que trae desparpajo, juego, caos. “La creación no es prolija”, dice Heker. El
objetivo es que cada uno tome de esa desprolijidad anunciada lo que le gustó y,
si al aplicarlo surge la revelación de la que habla Liliana, aunque sea así de
chiquitita, estaremos haciendo lo correcto. En diseño se llama “aprendizaje
de taller”, y es el modo de compartir un legítimo proceso creativo. En nuestro caso lo
acompañamos con buenos vinos y, en la ocasión particular de anoche, con kalintis
y hummus que cociné a partir de recetas de Nat Kiako.
Último detalle: para
aprender también vemos cómo lo hacen los que saben: ayer leímos “El aljibe”, de
Mariana Enríquez (queda “La Virgen de la tosquera” como tarea para el hogar,
del mismo libro “Los peligros de fumar en la cama”), y “La matrona de Éfeso”,
de Petronio, el autor de “El Satiricón”. Hay unos dos mil años de distancia entre
Mariana y Cayo, y sin embargo conviven como buenos vecinos.
Ser escritor es maravilloso.
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