18.9.19

PARTES DEL ANIMAL / JORGE ACCAME

La palabra discurso proviene del participio pasado del verbo latino discurro, que remite a la acción de correr de una parte a otra. En el trayecto de esta carrera que estamos comenzando, podríamos jugar con las palabras que nos trazan el camino y decir que nos ocuparemos de un cuerpo que corre hacia alguna parte. Nadie corre sin un cuerpo.

Podríamos señalar que ese cuerpo está en el discurso o que el discurso tiene un cuerpo; un cuerpo que a medida que corre se desvanece y al mismo tiempo crece en corpulencia. Podríamos decir que el discurso es un cuerpo. Un cuerpo raro: se pierde y se gana a cada paso.

El discurso nombra a una realidad que alude a su esencia: nombro a eso que corre por el correr que lo caracteriza, pero la acción de correr es lo que permite su existencia; el discurso existe en tanto desplazamiento. Una palabra promete la próxima y así sucesivamente. La primera sospecha que tenemos es que cuando terminan las palabras, muere el discurso. Sin embargo podemos imaginar que la carrera es infinita y que unas palabras provocan otras permanentemente.

Las palabras se nombran una a una porque no se pueden nombrar todas juntas, pero el deseo de quien nombra es decirlas todas, si fuera posible, al mismo tiempo. Anhelamos sentarnos en el escalón del sótano de Daneri y contemplar el cuerpo completo del universo a través del Aleph. Pero se nos ha otorgado una visión fragmentaria, que nos produce el temor de la inminencia y la tristeza de la nostalgia.

Una palabra concreta la inminencia de lo que prometía la anterior y a su vez amenaza algo que se concretará en la próxima. Esta misma palabra presente remite a la pérdida de la palabra pasada y provoca un dolor, una nostalgia, un dolor de patria ausente.

Estamos hechos de la misma sustancia de las palabras, nos desvanecemos y nos conformamos a medida que transcurrimos. Somos como las palabras; somos las palabras.

Sólo se nos permite correr hacia alguna parte, ser la carrera, nuestro cuerpo es lo que discurre.

Hay algunos cuerpos discursivos que no desean una existencia tranquila, sino que, como Aquiles, prefieren una vida intensa: son los cuerpos que buscan conmover a través de la belleza, aquellos que habitualmente llamamos literatura.

De todas las formas de correr de un lugar a otro en literatura, acaso el cuento proponga una marcha más intensa que las demás. El cuento tiene una intensa carga de inminencia (1). Las palabras deben estar organizadas de manera de que siempre parezca que ya está por suceder algo. La inminencia es lo que permite que el relato avance.

Y la nostalgia permite el amor y consecuentemente el dolor por lo que se ha perdido en las palabras anteriores. Al mismo tiempo ese dolor actúa como un recuerdo deseado que se anhela volver a  encontrar más adelante.

La inminencia produce tensión; se logra mediante la selección, combinación y ordenamiento de palabras, que crean una atmósfera en la que va a pasar algo que nunca pasa; es el estado latente de acontecimiento que perturba, hace imaginar. La literatura como perversión. Como un rodeo extenso o infinito que enrarece lo natural, como artificio para evitar la muerte.

La nostalgia establece una fuerza que retiene al lector en el pasado, la inminencia lo empuja hacia delante. Pero el texto no existiría sin ambas interactuando simultáneamente, y una no existiría sin la otra.

Una pieza literaria está compuesta por algo parecido a un tejido celular. Tengo la impresión de que si pudiéramos practicar una biopsia literaria y extraer una muestra del principio, otra del medio y otra del final de un cuento, comprobaríamos que pertenecen al mismo animal, con el que todas las células deben ser solidarias y al que deben subordinarse.

Como si se tratara de un organismo viviente, las palabras se comportan en literatura de un modo similar a las células y cumplen una función solidaria con la estructura viviente superior que conforman.

En estas palabras y en su orden reside lo distintivo de cada texto, la naturaleza de aquello que lo diferencia y hermana con los demás. Una historia particular dice esa historia particular, y significa el universo. En Kuichú, no conocían los asnos. Un día, un hombre rico hizo llevar uno por barco. Lo tuvo un tiempo en su finca, pero cuando se cansó de él, lo soltó en el monte. El asno se internó cada vez más buscando pasto que comer, sin saber que un tigre lo acechaba. El tigre lo seguía con desconfianza ; nunca había visto una criatura tan extraña y creyó que se trataba de un dios. Así pasaron los días, el tigre observándolo a distancia y el asno pastando despreocupadamente. Cierta vez el asno rebuznó y el tigre escapó corriendo. Pero cuando comprobó que el rebuzno no hacía daño, regresó y pensó que acaso no era un ser tan terrible. Se fue acercando cada vez más, hasta que se
atrevió a tocarlo, luego lo empujó, le gruñó y lo molestó en todas las maneras en que se le ocurrió, hasta que el asno le pegó una patada. “Así que es esto lo que sabe hacer”, se dijo el tigre. Y entonces saltó sobre el asno y lo devoró. (2)

La literatura es un animal imprevisible y en esto radica buena parte de poder. Mientras no haga evidentes sus fuerzas, parecerá (y será) una divinidad para el lector. El lector, como el tigre, usará toda clase de argumentos para que el extraño animal se muestre; pero si este quiere sobrevivir deberá soportar los roces y mezquinar definiciones. Su principal arma contra la exigencia de precisiones es el flujo de la inminencia. Una palabra promete otra y esa, otra más. Así hasta formar una corriente palabras. El lector tiene la sensación de que en algún momento estas palabras van a saciar su sed, pero se equivoca: la sed es insaciable, porque cada palabra promete algo nuevo que tal vez cumpla la próxima.

Acaso sea la nostalgia la que carga de inminencia el texto, la connotación compleja de las palabras, porque el incesante recuerdo de lo que fue presagia el final de lo que será. Acaso el miedo a la muerte empiece y provenga de la palabra, porque antes de la palabra la vida no podía albergar tanto significado. El hombre muerto, de Horacio Quiroga, comienza con una oración cargada de inminencia: “El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal”. La preferencia por un sujeto compuesto con una combinación no habitual de los dos núcleos (hombre y machete realizando una acción juntos, como viejos compañeros) alerta al lector. El lector seguramente habría
continuado leyendo aunque la narración hubiera empezado de otra manera, porque la inminencia es natural al lenguaje que se desarrolla sucesivamente en el tiempo y crea su propia inercia. Sin embargo, el escritor aprovecha esta condición natural de la materia con la que trabaja y la potencia. La literatura no es más que eso: una concentración máxima de lo que ya se encuentra en el lenguaje. El lector se eriza de sospecha y es empujado con mayor fuerza a continuar la lectura. Como ya sabemos, pocas líneas más abajo, el machete se clava accidentalmente en el vientre del hombre y este muere al sol del mediodía.

El cuerpo de un animal, para ser bello, debe guardar cierta magnitud y cierto orden de sus partes. Aristóteles decía que un animal de millares de estadios de longitud no podría abarcarse con la vista (3) . Así, el universo. Cambiamos al universo por sus partes: a través de ellas reconstruimos el todo. Diligentes, en literatura, las palabras corren de un lugar a otro para remedar al animal completo.


NOTAS: 

1 El escritor Raymond Carver afirma que es conveniente que en un relato haya un leve aire de amenaza.

2 Cuento chino anónimo, del Li Tse, obra de Li Yu-kué (año 500 a. C).

3. Aristóteles, en el capítulo 7 de su Poética. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario