Desde que reaparecieron los gobiernos liberales armé en mi
estudio de arquitecto un lugar para conversar de literatura y podernos aislar,
aunque más no fuera en grupos muy pequeños, de toda esa gente nefasta que cada
tanto vuelve con las ideas de vender, rifar y regalar nuestra querida
Argentina. Me dan náusea, me resultan insoportables. Y como no me puedo mudar
de país cada cuatro años, decidí escaparme hacia el interior, construyendo algo
así como una buena cueva. El objetivo era enojarme lo menos posible mientras se
sucedían los préstamos del FMI, se fugaban el tesoro de la Nación y regalaban
nuestras riquezas vernáculas. Todos los que pasaron por la Clínica de cuentos
del Galpón Estudio tenían casi la misma necesidad, además de querer ir a un
taller con características particulares. Los talleres que armé fueron de una
vez a la semana, con comida y bebida: cenamos, además de leer y escribir
cuentos. Y, sobre todo, convoco de cuando en cuando a una figura notable de la literatura
nacional: eso también lo hace diferente, además de la posibilidad de aplicar en
el morfi nuevas creatividades. Hubo cenas de lujo (sushis, salmónidos,
asaditos, locros), cenas temáticas (vikinga, mexicana, española, árabe), cenas
de autor (vinieron cocineros reconocidos, tuvimos repostería de primera línea
en Buenos Aires), cenas de invitación, donde uno de los concurrentes invita a
comer al resto del grupo sus especialidades y banquetes de “asalto” o picnics.
Y entre los invitados vino gente enorme: Sylvia Iparraguirre, Pablo de Santis,
Ana María Shua, Elvio Gandolfo, Alejandra Kamiya, Jorge Accame, Inés Fernández
Moreno, Guillermo Martínez, Carlos Chernov, Patricia Suárez, Marcelo Caruso,
Claudia Piñeiro, Daniel Guebel: todos en su fase de cuentistas. Los últimos dos
fueron Sergio Bizzio y la gran Liliana Heker. Los invitados se lucen contando
cómo hacen su trabajo, y nosotros tenemos la oportunidad de entrevistarlos
personalmente -descaradamente, a veces- sobre por qué resolvieron tal trama de
este u otro modo, o cómo construyeron tal personaje o pasaje. Normalmente los
invitados empiezan suponiendo que tres horas de charla van a hacerse larguísimas,
y la mayoría de las veces terminan sorprendidos porque les faltó tiempo.
A Lili la veníamos estudiando en “La trastienda de la
escritura”, la biblia de los talleres. Saqué cantidad de material teórico de
ahí, porque realmente es un libro suculento en saberes. En sus capítulos están
bien definidas las personas narrativas, hay muchos ejemplos de cuentazos que
desconocíamos por no haber ido al taller de Heker. Lo cierto es que, junto a
otros textos indispensables que se publicaron últimamente sobre el tema (“Once
tesis (y antítesis) sobre la escritura de ficción” y “Contar un secreto”, de
Martínez y De Santis respectivamente -librazos), “La trastienda…” pasó a formar
parte de nuestra biblioteca permanente de consulta. Se lo conté a Heker para
convencerla de que nos visitara, suponiendo que podía ser un personaje difícil
por lo importante de su historia, pero aceptó de inmediato contra todos mis
prejuicios. Cero estrella de rock y, sin embargo, gran estrella brillante.
Esa noche comentó que los editores de Godot le habían pedido
un pequeño libro que completara de manera íntima el manual que le había
publicado Alfaguara. Dijo que estaba por entregarlo, y que contenía una nutrida
cantidad de anécdotas que le habían ocurrido en sus más de sesenta años de
oficio, desde los dieciséis que se presentó a un Abelardo Castillo de veinticuatro
para colaborar en “El grillo de papel”, con cuentos que aún no habían sido
escritos. Ante nuestra pregunta de si su nuevo libro se iba a parecer a “La
trastienda de la escritura” respondió que iba a ser menos técnico y mucho más
cálido y reflexivo. No reflexivo por lo que ya traía sabido del oficio de
narrar, esos conceptos de los que podía estar segura por práctica y años, sino por
lo que desconocía de su propia personalidad escribiente, y pensaba indagar desde
la memoria como si se estuviera autoanalizando. Así resumió Heker el texto que
estaba por salir a escena: la intimidad de su oficio de escritora. Y más o
menos así es como se titula y como es.
“Escucho la propuesta y me pregunto: ¿qué se entiende por intimidad
de la escritura? En desorden acuden a mí hábitos, incertidumbres, búsquedas
apasionadas, frustraciones, hallazgos felices, manías, una corriente dichosa
que suele recorrerme desde la cabeza hasta los dedos. Tal vez esas ocurrencias
no están del todo erradas: son parte de un paquete que guarda pedazos bastantes
consistentes de mi intimidad de mujer-que-escribe.”
Ese va a ser su personaje. No la mujer que elige las letras
(a la hora de buscar una carrera Liliana Heker fue para el lado de las ciencias
exactas, con mucha decisión), sino tal vez, el de la mujer que es elegida por
las letras. Ese será su papel, en la vida y en este libro. Y el tema, del que
todos los escritores tienen un poco de miedo: el del tríptico
“ansiedad-alegría-vacío” de la creación. La ansiedad por el hacer, la alegría
del producto hecho y la incertidumbre acerca de cómo se sigue. Liliana llama a
ese final el “qué escribo ahora”, con entonación interrogativo dubitativa, y
jura que el asunto le sigue siendo tan perturbador como la primera vez. “A
veces viene de un mandato externo, a veces de un conflicto o de una obsesión. Y
a veces no viene.” Lo resume así: “En este oficio nunca se sale del
tembladeral”. Y agrega: “Felizmente”.
“Intimidad de un oficio” es, sobre todo, un libro de
iniciación que vino a completar, con su filón de ternura, el anterior. Un
relato acerca de cómo perder el miedo, como encarar el aprendizaje y salir
sabiendo lo que a uno le sirve y puede aplicar. Cómo, en su caso, se moldearon
sus días entre esos escritores que la acompañaron y ayudaron, y otros momentos
igualmente valiosos en la que lo pasó sola con sus lecturas. Cuenta los roces,
las idas y vueltas de las historias que crecieron con ella, los errores y los
festejos. Y a veces los festejos nacidos de los errores, de un modo encantador.
Cuenta acerca de los libros que escribió y de los que no pudo escribir y se los
regaló a Greta, la autora protagonista de su última novela “Noticias sobre el
iceberg”.
Yo adoré verme reconocido en cantidad de sus costumbres y
vicios de escritora, en su amor por los cuadernos y las libretas, en su lío de
horarios y procrastinaciones, en esa especie de esponja en la que se convierte
cuando se mete en un tema hasta el final, en el que todas las cosas que le
empiezan a aparecer, todas las notas que lee y las frases que escucha en la
calle, parecen dictadas para contribuir a su proyecto. Que las ficciones
avancen en la máquina, pero sobre todo fuera de la máquina. Y de todos aquellos
tesoros que se descubren cuando uno empieza a escribir, sobre el mundo y acerca
de uno mismo. Utilizando las palabras de la maestra:
“A esta altura de las
confesiones, me animo a decirlo sin vueltas: escribir es hermoso. Desordenado,
irregular, a veces muy incierto, pero hermoso. Un acto que me compromete de
cuerpo entero y en el que mis dedos tienen tanto protagonismo como mi cabeza.
(…) La escritura sigue siendo para mí pura incertidumbre y pura búsqueda. Me
gusta que sea así: indica que estoy viva.”
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