26.9.25

UNA PICADURA MEMORABLE / LA AGENDA REVISTA

“Cuando nos encontramos en un barco, entre cientos de extraños, pronto reconocemos a aquellos con quienes sentimos afinidad. Encontramos nuestros libros de la misma manera. Nos gusta un escritor como nos gusta una persona: simplemente por lo que es, más allá de sus logros. Más seguido de lo que creemos, se debe a alguna cualidad moral, a algún ideal que abriga, aunque no pueda discernirse de forma clara a partir de su comportamiento en el mundo.”

La cita es de Willa Cather, una escritora norteamericana nacida en 1873, y pertenece a un ensayo que encontré en “El arte de la ficción”, un libro de ediciones Monte Hermoso que me recomendó la alegre Carime, de Malatesta. Agregaría al texto lo que pasa después de haber leído la primera página del que va a ser nuestro escritor favorito del futuro. La idea que validó la presentación, ese gesto intuitivo, será reemplazado por el encandilamiento de la prosa. Con suerte te acordarás del que te presentó a dicho autor, o del instante luminoso en que el autor que va a ser tu favorito de ahora en más, apareció en tu vida.  Cuanto más leamos del mismo, iremos identificando ese por qué nos gusta y el sabor nuevo ocupará el sitio del descubrimiento, olvidando todo lo anterior.

Me pasó con Horacio Quiroga en la infancia. Había leído los “Cuentos de la selva” en el colegio y quedé tan encantado que pedí para mi cumpleaños de seis, algunos de los libros que figuraban en la misma solapa. Así llegaron a mis manos los “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, regalados por mi dulce hermanita Fernanda. Estrené el libro desde las historias con animales, como modo de continuar con la lectura anterior. Era lógico que después de las medias de los flamencos vinieran una gallina degollada o un almohadón de plumas. Y quedé frito en el asiento, y mi hermanita pasó de ángel a demonio. De ahí en adelante me preocupé por leer todos los cuentos de Quiroga, algunos muchísimas veces. Conservo los ejemplares con las anotaciones de mi miedo infantil, que a esta altura de mi vida veo graciosas.

No recuerdo quién me recomendó a Ray Bradbury, pero ese copó mi adolescencia. Sí recuerdo el contexto de lectura: mi fanatismo se juntó con el fanatismo de Leo Brizuela, con el que compartí una extensa correspondencia juvenil, de Castelar a La Plata, en el inicio de nuestros respectivos secundarios. Carillas y más carillas elogiando las intrigas planetarias del maestro. Dos libros favoritos: “El país de Octubre” y “Crónicas marcianas”. El recuerdo de esa época era que nosotros no deseábamos ser como Bradbury, sino que ya éramos -nos veíamos mutuamente así, en nuestros agrandados egos adolescentes- dos bradburys de cotillón.

A Patricia Higsmith me la recomendó Pablo de Santis, la primera vez que salí del país para ir a un congreso de literatura en Málaga. Teníamos unos veinte años. Dije algo torpe como que no me interesaba demasiado la novela negra: había leído a Chandler, a Chesterton, también un par de libros de Agatha Christie, sin resultado. Entretenidos, sí, y nada más. Pablo me preguntó si conocía a Higsmith. Le pedí que me recomendara un título para empezar. “El amigo americano”. La tensión de esa novela fue una llave para las que siguieron. Me las comí. Y me convertí en fan de la señora Patricia y su asesino Ripley. “A pleno sol” y “El diario de Edith” son manuales de escritura de suspenso. Ella es la amiga americana que me vino a ayudar a narrar; gracias Pablito por tu consejo.

Y no sé si fue Shua o su marido Silvio Fabrykant el que me recomendó a Irving. A John Irving. Creo que fue ella para decirme que su marido era casi lector de un solo autor. Después hablé con él, en algún cumpleaños de Ani o en una de sus muestras de fotografía, y decidí probarlo, sin mucha convicción. Leí “El mundo según Garp” y “Oración por Owen”. La fascinación me hizo comprar todos los otros libros y consumirlos uno a uno, de un saque, en un orden que inventé o creí justo. Cuando Irving se murió, lloré toda la tarde.

 

AUTORES MUERTOS, AUTORES VIVOS

Con Quiroga o con Higsmith no había más cosas para leer, porque ambos escritores habían fallecido cuando yo empecé con sus maravillosas historias. ¿Pero qué pasaba con Ray o con Irving? Ellos nos acompañaban en la existencia, y nosotros no teníamos más que estar atentos en la espera voraz. O releerlos, como última posibilidad. O buscar las películas de sus textos, generalmente horribles. Y, cuando un nuevo título hacía su aparición en las librerías, ¡zap!: salir a comprarlo de inmediato, buscar el momento justo para sentarse y meter el tarascón. Y por la mitad cambiar la masticación por una más lenta, para degustarlo mejor. Cuando Bradbury se murió, con Brizuela nos sentimos desconsolados. Nosotros habíamos dejado de ser sus pichones y ya éramos escritores que respondíamos a nuestros propios nombres, pero igual algo de nuestras vidas se nos había perdido para siempre.

¿Alguien puede continuar la obra de un genio? Me imagino que habrá imitadores por ahí, de Ray o de Irving. Yo, que a los veinte años me sentía con orgullo una extensión del marciano de Illinois, no creí que nuca pudiera alimentarme con una Granny Smith teniendo a mano las doradas manzanas del sol. Bueno, les cuento. Hay un nuevo Irving que ni siquiera es copia de Irving, aunque esté lejanamente inspirado en sus mejores momentos. Es un irlandés nacido en Dublin en 1975. Paul Murray. El libro del que estoy hablando tiene el poco marketinero título “La picadura de la abeja”.

 

EL CONTINUADOR DE UNA ESPERANZA

“La picadura de la abeja” pasa en un pueblo que es igual a todos los pueblos. Sus habitantes arman negocios comerciales para resolverles el futuro a sus hijos, que en lo único que piensan es en rajarse definitivamente con la finalidad de no volverse como ellos. El futuro está a la vista en el presente: lo cotidiano marca la proveniencia, pero también el techo. La familia Barnes es tan común, tan de clase media, que asusta. El padre se llama Dickie, la madre, Imelda, los chicos, Cass y PJ. Heredaron una concesionaria de autos y viven en una casa que tiene un bosque detrás. Son legítimamente irlandeses, pero para el caso son iguales a cualquier familia en crisis de la provincia de Buenos Aires. Los inconvenientes económicos y la rutina han sido el eje de su vuelco. Dickie no quiere -nunca quiso, pero en algún momento lo aceptó y le fue bien- manejar más ese negocio que odia. Imelda, quien fuera la mujer más hermosa del pueblo, no puede con las canas ni con la diaria, y resguarda su integridad en shoppings frenéticos y pensamientos de abandono. Los hijos ansían escaparse a Dublin, como única alternativa. Pero nadie, ninguno de ellos, va a conseguir hacer lo que desea. Son personajes que luchan contra la imposibilidad hasta en los menores detalles. Su futuro les proveerá simples coincidencias, el “te dije” de los vecinos. Si este libro fuera una película, podría ser de Lanthimos, o hasta de Haneke.

Es una historia de pobres criaturas. El vínculo con Irving lo veo en la piedad por sus creaciones, siguiéndolas como las seguiría una cámara cuidadosa.

 

LOS INOLVIDABLES OWEN MEANY Y JENNY FIELDS

Con la invención de los personajes, para los escritores vuelve un tema económico también utilizable con los adjetivos. Me parece más valiosa esta comparación de mercado escuchada por ahí, que el consejo del decálogo del Jefe (Quiroga), donde pedía que quitemos el ripio sobrante a nuestros sustantivos. La idea es la siguiente: si tuvieras que pagar por cada adjetivo que ponés, no usarías tantos y los eligirías mejor. Con los personajes, misma cosa: hay que pensarlos como actores. ¿En serio vas a darle trabajo a un actor más para que no haga nada, o se comporte como un estereotipo y diga cosas banales escuchadas millones de veces en la televisión? ¿En serio vas a pagar otro sueldo por eso? Simplemente serás un benefactor; al texto no le sirve para nada.

El papel absolutamente original de Owen o de la hermosa madre de Garp está protegido por Irving. Los personajes hacen cosas que nosotros no haríamos, e Irving los perdona, porque los ama como a sus hijos. Lo mismo Higsmith con Ripley, haga la tropelía que haga. En los libros de Patricia Higsmith sentimos que podríamos ser un asesino como él, que ser asesino está bien. Que estaríamos a gusto interpretando ese papel en la realidad. ¿No es maravilloso? Y todo esto sucede por el exceso de indulgencia y compasión que sus escritores trasmiten en el texto. No es algo que muchos consigan en literatura.

Paul Murray logra lo mismo con sus críos. Los trata tan delicadamente, los cuida tanto que terminás queriéndolos vos también, sin pedirles nada a cambio. Amor puro y desinteresado a gente que puede no merecer tanta atención. Son personajes del montón, sin decisiones, pero cuando los mirás con la lupa que el autor te regala, aprendés a entender por qué hacen las cosas que hacen, y lo acompañás en la aceptación.

 

LOS LUGARES DONDE LA ABEJA PICA

Recuerdo tres escenarios impecables de “Oración por Owen”: el estadio de béisbol donde muere de un pelotazo la madre del amigo, el salón del colegio donde ensayan el pesebre viviente y el hall de la terminal -el no lugar más absoluto de la Tierra- donde el libro finaliza de un hachazo. Son tres sitios públicos. En esto el libro de Murray se diferencia del de Irving, porque los mejores pasajes se dan en sitios privados. Con un agregado importante: distintas generaciones utilizan el mismo escenario para diferentes cosas.

En ambos escritores, los lugares también toman el aspecto de personajes, cuando desde sus rutinas cosificadas y anónimas contribuyen a cambiar el destino de los humanos. Por ejemplo: el estadio en Owen es una especie de demonio que le borra el amor; el teatro funciona como cápsula para ver el futuro y el hall del aeropuerto como ataúd.

Los escenarios en Murray parecen mutantes, aunque no es así. Siguen tan quietos e imperturbables como los de Irving; los cambios los proveen sus usuarios. Hay un rancho en el bosque al que Dicky y su hermano acuden cuando jóvenes, y al que después irán su hija e hijo, y al que Dicky regresará cuando su familia y su trabajo estén acabados. Todos lo llaman búnker. El padre joven lo usará de confesionario para comunicarse con su hermano, Cass para hacer fiestas, PJ para fumar o drogarse, Imelda le echará la culpa de ser el lugar de perdición de su familia, Dicky grande lo remodelará como refugio apocalíptico.

Lo mismo pasa con la Universidad: es un campus pequeño con dormitorios que no cambia en diez años. Las mismas aulas, los mismos cuartos. En el libro es una especie de sitio de prueba que enfrenta al padre y a la hija, en diferentes décadas, con experiencias límite. Perturbadoras para ambos (estoy tratando de no espoilear), muy traumáticas y llenas de inconvenientes. Como todo en este libro se oculta, iremos justificando los extraños accionares de los personajes con los detalles que vayamos hallando a medida que leemos. Igualito que con el gran Irving.

Recomiendo la lectura de “La picadura de abeja” (¡hasta el horrible título es algo que uno termina aceptando con la lectura descubridora!), y espero las nuevas traducciones de este irlandés que se las trae.

A ver si me hago fan. 


¡Gracias, Pablo Perantuono! 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario