“Cuando nos encontramos en un barco, entre cientos de
extraños, pronto reconocemos a aquellos con quienes sentimos afinidad.
Encontramos nuestros libros de la misma manera. Nos gusta un escritor como nos
gusta una persona: simplemente por lo que es, más allá de sus logros. Más
seguido de lo que creemos, se debe a alguna cualidad moral, a algún ideal que
abriga, aunque no pueda discernirse de forma clara a partir de su
comportamiento en el mundo.”
La cita es de Willa Cather, una escritora norteamericana
nacida en 1873, y pertenece a un ensayo que encontré en “El arte de la
ficción”, un libro de ediciones Monte Hermoso que me recomendó la alegre Carime,
de Malatesta. Agregaría al texto lo que pasa después de haber leído la primera
página del que va a ser nuestro escritor favorito del futuro. La idea que
validó la presentación, ese gesto intuitivo, será reemplazado por el
encandilamiento de la prosa. Con suerte te acordarás del que te presentó a
dicho autor, o del instante luminoso en que el autor que va a ser tu favorito
de ahora en más, apareció en tu vida.
Cuanto más leamos del mismo, iremos identificando ese por qué nos
gusta y el sabor nuevo ocupará el sitio del descubrimiento, olvidando todo lo
anterior.
Me pasó con Horacio Quiroga en la infancia. Había leído los “Cuentos
de la selva” en el colegio y quedé tan encantado que pedí para mi cumpleaños de
seis, algunos de los libros que figuraban en la misma solapa. Así llegaron a
mis manos los “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, regalados por mi dulce hermanita
Fernanda. Estrené el libro desde las historias con animales, como modo de
continuar con la lectura anterior. Era lógico que después de las medias de los
flamencos vinieran una gallina degollada o un almohadón de plumas. Y quedé
frito en el asiento, y mi hermanita pasó de ángel a demonio. De ahí en adelante
me preocupé por leer todos los cuentos de Quiroga, algunos muchísimas veces.
Conservo los ejemplares con las anotaciones de mi miedo infantil, que a esta
altura de mi vida veo graciosas.
No recuerdo quién me recomendó a Ray Bradbury, pero ese copó
mi adolescencia. Sí recuerdo el contexto de lectura: mi fanatismo se juntó con
el fanatismo de Leo Brizuela, con el que compartí una extensa correspondencia
juvenil, de Castelar a La Plata, en el inicio de nuestros respectivos
secundarios. Carillas y más carillas elogiando las intrigas planetarias del
maestro. Dos libros favoritos: “El país de Octubre” y “Crónicas marcianas”. El
recuerdo de esa época era que nosotros no deseábamos ser como Bradbury, sino
que ya éramos -nos veíamos mutuamente así, en nuestros agrandados egos
adolescentes- dos bradburys de cotillón.
A Patricia Higsmith me la recomendó Pablo de Santis, la
primera vez que salí del país para ir a un congreso de literatura en Málaga.
Teníamos unos veinte años. Dije algo torpe como que no me interesaba demasiado
la novela negra: había leído a Chandler, a Chesterton, también un par de libros
de Agatha Christie, sin resultado. Entretenidos, sí, y nada más. Pablo me
preguntó si conocía a Higsmith. Le pedí que me recomendara un título para
empezar. “El amigo americano”. La tensión de esa novela fue una llave para las
que siguieron. Me las comí. Y me convertí en fan de la señora Patricia y su
asesino Ripley. “A pleno sol” y “El diario de Edith” son manuales de escritura
de suspenso. Ella es la amiga americana que me vino a ayudar a narrar;
gracias Pablito por tu consejo.
Y no sé si fue Shua o su marido Silvio Fabrykant el que me
recomendó a Irving. A John Irving. Creo que fue ella para decirme que su marido
era casi lector de un solo autor. Después hablé con él, en algún cumpleaños de
Ani o en una de sus muestras de fotografía, y decidí probarlo, sin mucha
convicción. Leí “El mundo según Garp” y “Oración por Owen”. La fascinación me
hizo comprar todos los otros libros y consumirlos uno a uno, de un saque, en un
orden que inventé o creí justo. Cuando Irving se murió, lloré toda la tarde.
AUTORES MUERTOS, AUTORES VIVOS
Con Quiroga o con Higsmith no había más cosas para leer,
porque ambos escritores habían fallecido cuando yo empecé con sus maravillosas
historias. ¿Pero qué pasaba con Ray o con Irving? Ellos nos acompañaban en la existencia,
y nosotros no teníamos más que estar atentos en la espera voraz. O releerlos,
como última posibilidad. O buscar las películas de sus textos, generalmente
horribles. Y, cuando un nuevo título hacía su aparición en las librerías, ¡zap!:
salir a comprarlo de inmediato, buscar el momento justo para sentarse y meter
el tarascón. Y por la mitad cambiar la masticación por una más lenta, para
degustarlo mejor. Cuando Bradbury se murió, con Brizuela nos sentimos
desconsolados. Nosotros habíamos dejado de ser sus pichones y ya éramos
escritores que respondíamos a nuestros propios nombres, pero igual algo de
nuestras vidas se nos había perdido para siempre.
¿Alguien puede continuar la obra de un genio? Me imagino que
habrá imitadores por ahí, de Ray o de Irving. Yo, que a los veinte años me
sentía con orgullo una extensión del marciano de Illinois, no creí que nuca
pudiera alimentarme con una Granny Smith teniendo a mano las doradas manzanas del
sol. Bueno, les cuento. Hay un nuevo Irving que ni siquiera es copia de Irving,
aunque esté lejanamente inspirado en sus mejores momentos. Es un irlandés
nacido en Dublin en 1975. Paul Murray. El libro del que estoy hablando tiene el
poco marketinero título “La picadura de la abeja”.
EL CONTINUADOR DE UNA ESPERANZA
“La picadura de la abeja” pasa en un pueblo que es igual a
todos los pueblos. Sus habitantes arman negocios comerciales para resolverles
el futuro a sus hijos, que en lo único que piensan es en rajarse
definitivamente con la finalidad de no volverse como ellos. El futuro está a la
vista en el presente: lo cotidiano marca la proveniencia, pero también el
techo. La familia Barnes es tan común, tan de clase media, que asusta. El padre
se llama Dickie, la madre, Imelda, los chicos, Cass y PJ. Heredaron una
concesionaria de autos y viven en una casa que tiene un bosque detrás. Son
legítimamente irlandeses, pero para el caso son iguales a cualquier familia en crisis
de la provincia de Buenos Aires. Los inconvenientes económicos y la rutina han
sido el eje de su vuelco. Dickie no quiere -nunca quiso, pero en algún momento
lo aceptó y le fue bien- manejar más ese negocio que odia. Imelda, quien fuera
la mujer más hermosa del pueblo, no puede con las canas ni con la diaria, y
resguarda su integridad en shoppings frenéticos y pensamientos de abandono. Los
hijos ansían escaparse a Dublin, como única alternativa. Pero nadie, ninguno de
ellos, va a conseguir hacer lo que desea. Son personajes que luchan contra la
imposibilidad hasta en los menores detalles. Su futuro les proveerá simples
coincidencias, el “te dije” de los vecinos. Si este libro fuera una película,
podría ser de Lanthimos, o hasta de Haneke.
Es una historia de pobres criaturas. El vínculo con
Irving lo veo en la piedad por sus creaciones, siguiéndolas como las seguiría una
cámara cuidadosa.
LOS INOLVIDABLES OWEN MEANY Y JENNY FIELDS
Con la invención de los personajes, para los escritores
vuelve un tema económico también utilizable con los adjetivos. Me parece más
valiosa esta comparación de mercado escuchada por ahí, que el consejo del
decálogo del Jefe (Quiroga), donde pedía que quitemos el ripio sobrante a
nuestros sustantivos. La idea es la siguiente: si tuvieras que pagar por cada
adjetivo que ponés, no usarías tantos y los eligirías mejor. Con los
personajes, misma cosa: hay que pensarlos como actores. ¿En serio vas a darle
trabajo a un actor más para que no haga nada, o se comporte como un estereotipo
y diga cosas banales escuchadas millones de veces en la televisión? ¿En serio
vas a pagar otro sueldo por eso? Simplemente serás un benefactor; al texto no
le sirve para nada.
El papel absolutamente original de Owen o de la hermosa
madre de Garp está protegido por Irving. Los personajes hacen cosas que
nosotros no haríamos, e Irving los perdona, porque los ama como a sus hijos. Lo
mismo Higsmith con Ripley, haga la tropelía que haga. En los libros de Patricia
Higsmith sentimos que podríamos ser un asesino como él, que ser asesino está
bien. Que estaríamos a gusto interpretando ese papel en la realidad. ¿No es
maravilloso? Y todo esto sucede por el exceso de indulgencia y compasión que sus
escritores trasmiten en el texto. No es algo que muchos consigan en literatura.
Paul Murray logra lo mismo con sus críos. Los trata tan
delicadamente, los cuida tanto que terminás queriéndolos vos también, sin
pedirles nada a cambio. Amor puro y desinteresado a gente que puede no merecer
tanta atención. Son personajes del montón, sin decisiones, pero cuando los
mirás con la lupa que el autor te regala, aprendés a entender por qué hacen las
cosas que hacen, y lo acompañás en la aceptación.
LOS LUGARES DONDE LA ABEJA PICA
Recuerdo tres escenarios impecables de “Oración por Owen”:
el estadio de béisbol donde muere de un pelotazo la madre del amigo, el salón
del colegio donde ensayan el pesebre viviente y el hall de la terminal -el no
lugar más absoluto de la Tierra- donde el libro finaliza de un hachazo. Son tres
sitios públicos. En esto el libro de Murray se diferencia del de Irving, porque
los mejores pasajes se dan en sitios privados. Con un agregado importante:
distintas generaciones utilizan el mismo escenario para diferentes cosas.
En ambos escritores, los lugares también toman el aspecto de
personajes, cuando desde sus rutinas cosificadas y anónimas contribuyen a
cambiar el destino de los humanos. Por ejemplo: el estadio en Owen es una
especie de demonio que le borra el amor; el teatro funciona como cápsula para
ver el futuro y el hall del aeropuerto como ataúd.
Los escenarios en Murray parecen mutantes, aunque no es así.
Siguen tan quietos e imperturbables como los de Irving; los cambios los proveen
sus usuarios. Hay un rancho en el bosque al que Dicky y su hermano acuden
cuando jóvenes, y al que después irán su hija e hijo, y al que Dicky regresará
cuando su familia y su trabajo estén acabados. Todos lo llaman búnker. El padre
joven lo usará de confesionario para comunicarse con su hermano, Cass para
hacer fiestas, PJ para fumar o drogarse, Imelda le echará la culpa de ser el
lugar de perdición de su familia, Dicky grande lo remodelará como refugio
apocalíptico.
Lo mismo pasa con la Universidad: es un campus pequeño con
dormitorios que no cambia en diez años. Las mismas aulas, los mismos cuartos. En
el libro es una especie de sitio de prueba que enfrenta al padre y a la hija,
en diferentes décadas, con experiencias límite. Perturbadoras para ambos (estoy
tratando de no espoilear), muy traumáticas y llenas de inconvenientes. Como
todo en este libro se oculta, iremos justificando los extraños accionares de
los personajes con los detalles que vayamos hallando a medida que leemos.
Igualito que con el gran Irving.
Recomiendo la lectura de “La picadura de abeja” (¡hasta el
horrible título es algo que uno termina aceptando con la lectura
descubridora!), y espero las nuevas traducciones de este irlandés que se las
trae.
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