30.4.24
29.4.24
PIER PAOLO PASOLINI / VIVA LA LIBERTAD
Si no se grita viva la libertad
humildemente,
no se grita viva la libertad.
Si no se grita viva la libertad
riendo,
no se grita viva la libertad.
Si no se grita viva la libertad
con amor,
no se grita viva la libertad.
Ustedes,
hijos de los hijos,
gritan con desprecio,
con rabia, con odio,
viva la libertad.
Por eso no gritan
viva la libertad.
28.4.24
¡HOY, VENGAN! / FERIA DEL LIBRO DE BUENOS AIRES
27.4.24
26.4.24
25.4.24
24.4.24
LA ESTAMPILLA NO OFICIAL / @pilardibujito
23.4.24
22.4.24
19.4.24
17.4.24
OSCAR GRILLO / PISTOL PACKIN´MAMMA
16.4.24
¡A FIRMAR POR LA CONTINUIDAD DE LA EDUCACIÓN PÚBLICA, LAICA Y GRATUITA PARA SIEMPRE!
"Convocamos a una gran demostración nacional el próximo 23 de abril, a realizarse en la Ciudad de Buenos Aires, en defensa de la educación y del sistema universitario público argentino. En conjunto con las representaciones docentes, nodocente y estudiantiles. Toda la comunidad universitaria, toda la sociedad, porque el futuro está en juego. Todos los problemas que tenemos se resuelven con más educación".
AQUÍ puede leerse el texto completo del documento y AQUÍ firmar la planilla para la adhesión particular. A la vez, invitamos a compartir el comunicado para que quienes también quieran sumar su rúbrica puedan hacerlo.
15.4.24
9.4.24
GUILLERMO MARTÍNEZ / RESOLUCIÓN DE UN TEXTO LITERARIO
“Es interesante preguntarse por qué a nadie se le ocurriría discutir la necesidad del aprendizaje paulatino de diversas destrezas técnicas para tocar un instrumento, para aprender un deporte, o para bailar diferentes danzas, y sí pudo sostenerse durante mucho tiempo -y todavía, cada tanto- que en literatura el auténtico artista no necesitaría de ningún tipo de enseñanza, más allá de la lectura, y que -para usar una de las metáforas favoritas del marxismo- el escritor podría emerger como Atenea, ya adulta y totalmente armada, de la cabeza de Zeus. Es posible que tenga que ver con la idea errónea de considerar que el lenguaje es algo ya adquirido desde la infancia, que está ahí enteramente, del que todos disponemos y en el que estamos lo bastante adiestrados -sobre todo si hemos leído algunos libros- como para hacer con él lo que fuera que intentemos. Pero del mismo modo que tener los brazos “enteramente”, y aún con ciertas habilidades potenciales, no nos ayuda demasiado a conectar el primer intento de saque en el complicado jeroglífico del tenis, tampoco tener el lenguaje “enteramente” e incluso alguna facilidad para escribir basta para poner en marcha el complejo artificio hecho, sí, de lenguaje, pero también de ideas, estrategias, ingenio, atmósferas, sensaciones, personajes, sutilezas, tensiones, procedimientos indirectos, “divinos detalles”. En otras artes y disciplinas es claro que debe aprenderse un lenguaje nuevo, un lenguaje hecho de relaciones y afinidades sonoras y rítmicas en la música, un lenguaje hecho de movimientos precisamente encadenados en cada deporte, un lenguaje de fórmulas para escribir y pensar en la matemática. Parte de la confusión proviene de que a veces se cree que en la literatura el lenguaje, “al menos”, ya está dado. Pero la primera operación de la literatura es justamente crear otro lenguaje dentro del lenguaje, una selección artística y una serie de procedimientos de “extrañamiento” que son parte del artificio de lo literario. Aún la supuesta “naturalidad”, la “autenticidad” o la “visceralidad” tienen que ser cuidadosamente preparadas y puestas en escena; aún el registro coloquial precisa de elaboración literaria. Tal como dice Pessoa para los poetas, también el escritor de ficción “hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente”. Este “fingimiento”, por supuesto, no tiene nada que ver con la insinceridad; por el contrario, aunque pueda sonar paradójico, sólo a través del artificio y de estos procedimientos indirectos puede horadarse la retórica endurecida y ya convertida en lugar común en la representación de los sentimientos o en cualquier otro aspecto de lo humano.”
8.4.24
PABLO DE SANTIS / CONTAR UN SECRETO
“Como lectores nos disputan deseos contrapuestos: que la historia continúe para siempre y que la historia se termine. La palabra “continuará” de las viejas historietas y de los folletines revela este gusto por lo que sigue: un capítulo tras otro, una novela tras otra. Pero también nos deleitamos con los finales. Al escribir ocurre algo semejante: vacilamos entre seguir escribiendo o cerrar con llave la historia. Las narraciones de la vida real que nos rodea suelen continuar y ni siquiera duermen de noche; las noticias de los diarios ya no se renuevan cada día, como en los tiempos de la prensa en papel, sino a cada momento. El candidato que unas horas antes parecía seguro ganador, perdió; el sospechoso de esta mañana ya no es el asesino porque tenía una coartada perfecta en el momento del crimen. A nuestro alrededor todo sigue y cambia, y que algo termine, como terminan los cuentos o las novelas, parece una extravagancia. ¿Qué clase de lector necesita esa última página, ese barco que parte, ese héroe que vence o es derrotado, esos amantes que se reencuentran o se despiden para siempre? Los libros de la colección juvenil Elige tu propia aventura tienen un mecanismo ingenioso, donde el lector puede jugar a decidir la suerte de su personaje. Pero lo que define a la literatura es lo opuesto: la fatalidad, el hecho de que no podemos cambiar el destino, feliz o desdichado, de los héroes. Sin final no podríamos interpretar el sentido de un relato, no podríamos asistir a ese curioso espectáculo de ver cómo una historia, leída en distintos momentos de la vida, tiene un sentido distinto cada vez. El final, sin embargo, nunca tiene el mensaje de que las cosas se terminan, sino más bien de que todo puede volver a empezar, y que la última línea de una historia es un puente secreto que lleva a la primera. Los niños lo saben y por eso piden el mismo cuento una y otra vez. Los adultos no pedimos el mismo cuento, pero sí, muy a menudo, una historia que se parezca a aquella que nos deslumbró en el pasado. Todo ritual exige repetición, pero el ritual de la lectura simula practicar lo irrepetible.”
5.4.24
4.4.24
3.4.24
2.4.24
VALIENTE MUCHACHADA / 62
Escribo de lo que me da miedo.
Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.
Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de teléfono y lo guardé.
Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano parecía la cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la Capital.
Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para su abuela: ese barco estaba mal pertrechado, jamás iba a moverse demasiado lejos del puerto.
Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.
Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán. Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.
“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año. Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había cambiado las cifras.
Este año ese chico debería cumplir sesentaidós años. Sé que es petiso, morocho, de buen reír, y tiene las manos llenas de callos.
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