“A Gustavo lo conocí a través de las redes, por contactos comunes.
Alguna vez nos encontramos porque necesitaba una receta y, a cambio del favor,
me invitó a almorzar. Yo ya había leído un par de sus primeros libros. Me
impresionó como un tipo espontáneo (a veces hasta un poco brusco), genuino, que
no chapeaba de escritor conocido. Pero amigos nos hicimos en pandemia. Ambos
encerrados y separados circunstancialmente de nuestras parejas (en mi caso, la
circunstancia se hizo después definitiva), dolidos por la pérdida de amigos y
asustados por la amenaza de una enfermedad que nos acechaba a la vuelta de la
esquina. En su caso, peor porque es asmático, de lo que me enteré porque me
pedía receta de Ventolín, además de una medicación para el colesterol. Yo
conozco el Ventolín desde siempre, porque tengo un hermano que es asmático y se
llama, casualmente, Gustavo.
Conseguí fff la noche anterior a la segunda vuelta que
ganaría Milei, una noche que ahora nos parece también fantasmal. El resultado
de ese domingo me impidió concentrarme como para poder leer hasta este finde de
Navidad, en que me devoré los cuentos. Ya lo adelanta Osvaldo Mazal en la
contratapa: los fantasmitas de Niels no asustan, provocan hilaridad y ternura.
Eso mismo le explica Niels personaje a su amiga Patricia Suárez, en el último
relato de este volumen: “No tiene que dar miedo una historia de fantasmas”. Su
amiga personaje no está de acuerdo. Un cuento de fantasmas que no asusta es una
estafa al lector.
Digo que ya había leído cosas de Niels, pero nada de fantasmas. No puede evitar recordar que, en Los prisioneros de la torre, Elsa Drucaroff considera a los fantasmas como una mancha temática recurrente en los narradores de nuestra generación (los nacidos en los 60 y 70) y lo relaciona con un intento de elaborar el trauma de los desaparecidos en la Dictadura. Como miembro de una generación anterior. Elsa se siente interpelada por esta marca: “Espectros y climas fantasmales reaparecían y se repetían en obras que aludían a lo político, pero también en otras cuya trama nada tenía que ver con eso.” Gustavo se reencuentra con los fantasmas en la pandemia, como si el nuevo trauma social reabriera viejas heridas. Nuestra generación vuelve al exilio interno frente a la amenaza de un enemigo que puede estar en cualquier parte. Vulnerables ahora por mayores, como antes sospechosos por pendejos. Y él es doblemente vulnerable por su asma. Lo entiendo en un cuento sobre una bailarina asmática que se desinfla para caber en el maillot de baile de su abuela, dentro del cual se vuelve a inflar y a respirar, pero constreñida. No puedo evitar la asociación fácil: Gustavo escribe cuentos de fant-asmas. No olvidemos que espíritu proviene del latín spiritus, "soplo animador", "hálito", "aliento", "respiración".
La onomatopeya fff (así, todo en minúsculas) es más que un título ingenioso: es el aura fantasmal que respira a través de todo el libro. Humor negro, ironía, pero ni una gota de cinismo. Relatos de aparecidos de diferentes estilos, climas, lenguajes. Aparecidos queribles, como la mascota de la infancia o el hijo buscado por la pareja de Amarillo. Otros que asustan un poco, pero no tanto como para no despedirse con un beso piadoso, como el fantasma del tío Beto. Fantasmas que buscan venganza (Las primera cincuenta mascotas de la Tierra), pero también fantasmas que convocan una verdad justiciera (El fin del paraíso). Pero si tengo que elegir el cuento que más me conmovió, me quedo con el del niño que espanta al fantasma del abuelo, al rescate de un padre paralizado por el terror. Porque si, como analista, sé que las sombras que nos acechan provienen de la infancia, también sé que en ella enraíza la luz que nos salva.”
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