“No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco; ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar de ti mismo? Una copa acartona el recuerdo, pero, al propio tiempo, convierte la onerosa gravedad de tu cuerpo en una suerte de porosidad fibrosa. Algo parecido a la fiebre. Pasado el trance, sobreviene el decaimiento, pero hay un medio para evitarlo: mantener en sangre una dosis de alcohol que te imbuya la impresión de que participas en la vida, de que la vida no pasa sobre el hoyo en que te pudres sin advertir que existes. Esta forma de energía suele identificarse con la alegría, aunque, por supuesto, no es alegría. A lo sumo, una energía inferior, improductiva; en caso contrario, yo trabajaría. Pero mi ingenio, si alguna vez existió, se ha agotado; ya lo estás viendo: no soy capaz de embadurnar un lienzo, ni siquiera de sostener un pincel en la mano.”
Con este párrafo magistral comienza el escritor español
Miguel Delibes su novela intimista “Señora de rojo sobre fondo gris”, de 1991,
en la que cuenta en forma de monólogo literario, los últimos días de la vida de
Ángeles, su esposa, que murió de un tumor a la edad de cuarentaiocho años.
Miguel hablaba de ella como “su equilibrio; la mejor mitad de mí mismo”. Su
desaparición sumió al escritor en una depresión de tres años, que el actor José
Sacristán compara con la depresión en la que cayó el marido de Almudena Grandes,
Luis García Montero, que lo llevó a escribir el dulce, mas angustiante, libro
de poemas “Un año y tres meses”. Montero lo hizo enseguida; Delibes tardó
diecisiete años.
Sacristán también cuenta, en la rueda de prensa convocada en
el Teatro General San Martín, que ni bien terminó de leer el texto le propuso la
puesta en escena a su amigo Miguel. Ya había interpretado antes “Las guerras de
nuestros antepasados”, un título señero en la bibliografía de Delibes, y lo
había hecho como Sacristán realiza sus proyectos: se los pone al hombro y camina.
El escritor no quiso; lo que contaba era demasiado privado, tal vez, para las
tablas de un teatro o la sala de un cine. Al final Delibes se murió y sus hijos
dieron el visto bueno. El actor no lo vivió como una traición: después del
estreno, el único de los hijos que se había opuesto a la decisión de ceder los
derechos (“si papá no quiso, ¿por qué nosotros íbamos a hacerlo?”) se acercó a
darle las gracias. “Esta noche es como si hubiera vuelto a ver a mi padre”.
Le pregunto a Sacristán si la adaptación a texto teatral es
propia y me dice que quiso hacerlo, pero que no pudo recortar demasiado. Así
que le pasó el libro a José Sámano, con el que siempre trabajaba los guiones.
“A la hora de hacer una adaptación es imprescindible entender la diferencia
entre el lector y el espectador”.
EN EL TEATRO
José Sacristán debe ser un tipo feliz, aunque no lo parece,
porque siempre va con esa postura seria y torturada, a lo Sábato. No metió una
sonrisa en toda la rueda de prensa, ni siquiera cuando se dejó selfiar
con algunas de las periodistas veteranas que había en la sala. Menos que menos sonreír
en la obra, que ya de por sí es triste.
Después de leer el libro y asistir al teatro disiento con
Sacristán, con Delibes y conmigo mismo hace un rato, en que ese texto sea una
novela, como apunté en los preliminares. Más bien es una crónica, más aún en la
obra de teatro. Por caso está más cerca de la película “Amour”, de Haneke, que de
la nouvelle de García Márquez. Las tres obras presentan muertes
anunciadas desde el primer renglón (o imagen: Haneke comienza con una ambulancia
retirando el cadáver del edificio), pero solamente la de García Márquez se
enreda en los vericuetos de una telenovela de provincias, con lo que logra las
intrigas y dobleces necesarios para que la muerte anunciada del título quede
únicamente como dato sin importancia. La historia de “Amour” o de “Señora de
rojo sobre fondo gris” no va a presentar ninguna sorpresa. Narrativamente son
obras planas. No tienen intención de ser ninguna otra cosa.
La gente que colma la Sala Casacuberta viene a disfrutar de
la posibilidad de ver actuar a José Sacristán. Ese milagrito. Al que quiera
encarar el proceso artístico completo le recomiendo que lea el libro antes,
para no quedar condicionado por la espléndida voz, con el timbre exacto y los
ajustados tonos que el actor le imprime al discurso del pintor. Cuando declama,
José Sacristán marca el ritmo de la historia que emite como si fuera un poema,
imaginándose una métrica, tal vez, y acompañándola sutilmente con la punta de
su zapato derecho.
“Las palabras utilizadas por Miguel Delibes para contar la
historia son iguales a herramientas, aperos de la labranza de la gente del
campo. Elementos para conocer el dolor humano, desde su mirada piadosa y
humilde”.
“Señora de rojo sobre fondo gris” va por el quinto año de
puesta, y viene a acabar su gira en Buenos Aires. Habrá veinte funciones, no la dejen pasar.
“¿Qué valor tenía lo
que había sido, si había dejado de ser?”, pregunta el personaje de Delibes.
Sacristán sigue siendo quien fue, a pesar de sus ochentaicinco años. Mejor aún:
superó todos los niveles debido, tal vez, a haber llegado a ochentaicinco con
esa claridad. Continúe así, compañero.
SACRISTÁN DIXIT
Acerca de la política de hoy día:
“Estoy aterrado. Me preocupa muchísimo que miles de
ciudadanos estén depositando su confianza en la extrema derecha, en un país en
el que existió Franco. Hay una provocación de parte del nacionalismo español
que ha incentivado el nacionalismo catalán, entre otras cosas. Y un
comportamiento de una evidente irresponsabilidad de la izquierda española, una
izquierda que no acaba de entender la diferencia entre la responsabilidad de
gobernar y la posibilidad de llevar a cabo ciertos postulados que puedan contar
con la aprobación de la mayoría de la gente.”
“Soy un optimista melancólico. Es un término que inventó mi
amigo Luis García Montero. Creo tener la lucidez del perdedor. Pienso que la
guerra está perdida, me voy a morir rodeado de hijos de puta de traje y
sombrero, de ladrones, de rufianes, de cabrones, de torpes, de necios. Hay que
defender la batalla diaria de la dignidad, protegiendo las cosas que uno
considera que son imprescindibles para salir a la calle con la frente alta.
Entonces hay una melancolía latente en el comportamiento de uno, de saber que
algo siempre se está salvando de lo malo. La alegría: hay que poder enfrentarse
a la adversidad, a la derecha del mundo, con alegría y con rigor.”
Acerca de la actividad actoral:
“Hacer “En un burro, tres baturros” o chascarrillos por
televisión es tan importante como hacer una tragedia griega. Soy un profundo
admirador de Alberto Olmedo; era un genio de la comedia.”
“El teatro es la tabla de gimnasia, de ejercicio, más
completa para un actor. Sobre todo por la unidad de acción. Pero yo le tengo
muchísimo respeto a la cámara, porque la cámara es un artefacto que está ahí,
al que hay que darle una información exacta.”
“No estoy de acuerdo en convertir los escenarios en púlpitos
o tribunas para enseñar a la gente a vivir. Nunca hay que pontificar, a partir
de los textos, para imponer doctrina. Estoy en contra de eso.”
“Siempre lo digo: tú vas a Chinchón y dices Al Pacino y todo
el mundo sabe quién es. Tú vas al pueblo donde nació Al Pacino y dices Pepe
Sacristán y nadie sabe. Un gran referente, para mí, es Fernando Fernán Gómez.
De él aprendí no cómo hacer Hamlet, sino cómo se ejerce un oficio en países
como los nuestros. Cómo mantener el equilibrio, cómo saber esquivar, cómo saber
encajar los golpes y sobre todo entender el sentido de la realidad, para no
caer en lo patético de ciertas ilusiones. Cuando yo escucho a un colega decir
que el éxito lo desborda, me da risa. Porque el éxito en un país como España es
cosa de andar por la casa. El vecino de arriba te conoce, pero vas a
Albacete… ¿y ese quién es?”
“Lo más importante de la actuación es el juego. La profunda
seriedad del juego. Eso es lo que me mantiene vivo sobre las tablas. Siempre
disfrutar. Si para hacer una cosa bien hay que pasarlo mal, yo prefiero hacerla
peor, entre otras razones porque no está demostrado que para hacer las cosas
bien haya que sufrir. Yo estoy en el mundo para jugar.”
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