11 de octubre de 1983.
Este
invierno, hará dos meses, volví a encontrarme con Borges. Mi Borges personal
puede sintetizarse en tres o cuatro momentos separados por períodos de cinco o
diez años.
El
primero fue en 1960, cuando lo conocimos con Arnoldo Liberman en la Biblioteca
Nacional; otro encuentro fue en un cine, con Egle y María Kodama. Egle nos
obligó a darnos la mano, en la penumbra, sin que Borges tuviera la menor idea
de por qué, ni con quién, estaba manteniendo tan inesperado contacto físico. Me
preguntó si recordaba el Cantar de Fin, la parte aquella de las vigas ardiendo,
y se puso a recitarlo en inglés, o en un idioma tremebundo que parecía inglés y
sonaba como alemán. No abrí la boca. Nos separamos. Me agradeció el que
hubiéramos mantenido una conversación tan interesante. Uno más, en la librería
de Falbo, la vez que me dedicó los poemas y me dijo: “Los adjetivos póngalos
usted”. En uno de esos encuentros, o en algún otro, reparó en mi apellido y
dijo que debíamos ser parientes, porque Borges viene de burg, que antes de
significar ciudad, o burgo, significó castillo, y que ésta también había sido
una linda conversación.
El de
este invierno fue en la casa de Ester de Izaguirre. Yo no tenía muchas ganas de
ir. Ester me venía pidiendo que acompañara a Borges en la mesa, para una
especie de diálogo o de entrevista, como cierre de las charlas y talleres de
literatura que se dan en su casa. Sylvia, que fue alumna de Borges en la
facultad, y que lo venera, insistía en que debíamos ir. La idea no terminaba de
convencerme. Mi respeto y mi admiración por Borges son grandes, pero nuestras
diferencias de todo tipo, también. Como sea, fuimos. Me tocó recibirlo, hecho
que, por razones topográficas, sucedió en la cocina y fue bastante cómico. Pero
antes quiero escribir lo que pasó en nuestro primer encuentro.
Lo
conocí en 1960. La idea, que fue de Liberman, era hacerle una entrevista para
El grillo de papel; entrevista, dicho sea de paso, que nunca se publicó.
Borges
nos recibió en persona esa tarde; recuerdo perfectamente que no quiso grabar,
porque desconfiaba “de esos misteriosos aparatos”. Era un salón grande, o me
pareció a mí; en ciertos casos, uno magnifica los ámbitos y hasta a las
personas, y todo le parece colosal. Una de las primeras cosas que dijo, fue:
“Hay mucha luz aquí”, y cerró unas persianas. Borges ya era casi ciego; a
partir de ese instante, la penumbra se abatió sobre los tres y estábamos en su
mundo.
Esa
tarde le preguntamos casi todo lo que puede preguntársele a un escritor como
Borges, no sólo con referencia a la literatura. Habló sobre el peronismo, sobre
Pablo Neruda, sobre el director de Cultura del gobierno de Frondizi, Blas
González. En esa época, González había prohibido una representación de Bernard
Shaw. Conociendo la admiración que Borges siente por Shaw, le preguntamos qué
opinión le merecía que un director de Cultura hubiera censurado una pieza como
Hombre y superhombre. Su respuesta fue: “Prescindiendo de las jerarquías, lo
considero una estupidez”. Jerarquías significaba, humorísticamente, que de
alguna manera él, Borges, era algo así como un subalterno de Blas González, ya
que la Biblioteca pertenecía a la Nación y dependía de la Secretaría de
Cultura.
Hablamos
sobre Perón, al que Borges considera, y siempre consideró, una catástrofe
nacional, sin alejarse mucho de mi propia opinión, aunque por razones tal vez
opuestas. Para Borges, el peronismo fue un oprobio, y lo dijo esa tarde: “Nos
levantábamos avergonzados cada mañana”, que es la frase que Espósito recuerda,
de su profesor de Botánica, en el capítulo con el doctor Cantilo. Le pregunté
si no cabría hacer una distinción entre lo que significaba el peronismo como
movimiento popular, y la personalidad autoritaria y demagógica de Perón. Borges
no tenía muchas ganas de entender y ya estaba un poco irritado. Habló del 17 de
octubre del 45. Él juzgaba que había sido ficticio, que todo fue inventado, más
o menos, supongo, como en el “Tema del traidor y del héroe”, como una
gigantesca representación teatral. Me atreví a insinuar que nadie podía simular
una cosa como el 17 de octubre; que la gente salió de verdad a la calle; que
las mujeres, con sus hijos, cruzaron el puente Avellaneda. Borges dijo con
inesperada violencia: “Como quieran, pero eso no tuvo nada que ver con Perón.
Eso lo organizó Eva Duarte, que tenía muchos más cojones que Perón”. Textual.
Todo se
normalizó, después, gracias a la literatura. Hablamos horas; pero sólo quiero
recordar una respuesta sobre Sartre, una discusión, y que nos recitó a Neruda.
Le
pregunté qué pensaba de Sartre.
—Bueno,
caramba —dijo de inmediato, tartamudeante y sonriente—, yo no suelo pensar en
Sartre.
La
discusión fue sobre el truco. Borges le hace decir a un jugador imaginario, en
Evaristo Carriego: “A ley de juego, todo está dicho: falta envido y truco, y si
hay flor, ¡contraflor al resto!”. Le hice notar que eso era ilegal, que no se
puede decir, que echar la falta envido equivale a negar la flor. Borges
respondió: “¿Cómo que no se puede?; si yo lo escribí, se puede decir.” Insistí
en que no. Borges dijo: “Vamos a preguntarle a Clemente, que tiene un truco más
reciente”. No hizo falta. “¡Se puede!”, dijo de pronto. “Si uno todavía no ha
visto las cartas, se puede, y si hay flor, vale”.
Liberman
o yo le preguntamos qué opinaba de Neruda, y respondió de un modo tan
sorprendente que sospeché que nos estaba tomando el pelo. Dijo que Neruda debía
de ser un gran poeta, ya que tanta gente pensaba que era un gran poeta, porque
a la larga, con los años, uno termina comprendiendo que la mayoría siempre
tiene razón. Hoy, muchos años después, pienso que tal vez fue un eco de aquella
famosa frase de Rubén Darío, que admiraba tanto, pero esa tarde sólo me pareció
una tomadura de pelo. Momento en que Borges agregó: “¿Recuerdan aquel poema que
dice: ‘Yo escribí sobre el tiempo y sobre el agua/ describí el luto y su metal
morado/ escribí sobre el cielo y la manzana/ ahora escribo sobre Stalingrado’?”
Nos
estaba recitando el Nuevo canto de amor a Stalingrado. O sea, conocía a Neruda
tanto como para recitarlo de memoria, cosa que para Borges es la certidumbre
del valor de los versos de un poeta.
Con este
mismo Borges imprevisible, volví a encontrarme este invierno.
La casa
de Ester de Izaguirre queda por Chacarita o Villa Crespo, en la calle Jufre. Se
sube por una escalera lateral. Lo que antes se llamaba casa de altos y ahora
PH. Para no entrar directamente en el living, donde habría unas treinta
personas, a lo sumo, hay que hacer una curva y pasar por la cocina. Ahí
estábamos con Borges. Él con un largo sobretodo oscuro, yo hablándole, no sé
por qué, de la palabra felicidad y de la sucesión de los días y las noches.
Cuando estábamos llegando a la mesa de la charla, lo primero que me dijo fue:
“¿Dónde está el público?”, lo que era una manera de ir entrando en tema o una
ironía. Hay que tener en cuenta que Borges venía de Estados Unidos, de disertar
ante cientos de estudiantes. Me preguntó si había agua, sólo que lo preguntó
así: “¿Hay H2O?”. Salvo una chica de la primera fila, la gente que lo esperaba
no era especialista en literatura, más bien iba a ver, ni siquiera a oír, a una
especie de fenómeno. La chica de la primera fila, que era, creo, María Rosa
Lojo, casi sin esperar a que se sentara, le preguntó qué significaba para él la
palabra símbolo. Borges dijo que en la antigüedad no había posadas; dijo que
los antiguos partían un disco y le daban una de las mitades al forastero que
había llegado a la casa, o al castillo. Muchos años después, si alguien volvía
con ese fragmento de disco, aunque no fuera la misma persona —podía ser un
hijo, un nieto, un amigo—, era recibido como un huésped que no se hubiera ido
nunca de la casa. Ese disco partido era algo más que un objeto, significaba
otra cosa, y ése era el origen de la palabra símbolo.
La gente
le hacía preguntas, algunas insensatas, otras más o menos razonables, y él,
como siempre, hablaba únicamente de lo que tenía ganas. Un rasgo asombroso de
Borges, siendo ciego, es una cualidad de su memoria que podría llamarse visual.
En algún momento comentó —o esto fue más tarde, cuando quedamos solos— que en
los Estados Unidos había visitado una de las casas en que vivió Edgar Poe, y
recordó que a la entrada, en una especie de jardín, había una alegoría con un
cuervo dorado. ¿Me lo imaginaba?, un cuervo dorado. Un cuervo estridente que no
tenía nada que ver con el cuervo luctuoso de Poe. Y se refería al color del
pájaro como si lo hubiera visto. Habló de cine; habló de El gabinete del doctor
Caligari y también de unos perros overos que aparecían en esa película. Volvió
a llamarme la atención que reparara en el color de los perros; claro que esto,
como el dorado del cuervo, debió contárselo María Kodama, pero lo raro es que
él lo recordara como si los estuviera mirando. De sopetón, alguien del público,
o de ese sector de Villa Crespo al que Borges llamó público, le preguntó con
mucha descortesía —no era una pregunta, era casi una acusación—, cómo un hombre
“con sus limitaciones” podía opinar sobre cine. No era una curiosidad inocente,
era una interpelación cargada de insidia. En el mismo momento en que yo iba a
intervenir —en toda esta charla hice un poco de campana neumática entre Borges
y la gente—, antes de que yo pudiera emitir una palabra, Borges dijo a media
voz: “Últimamente, además de ver muy mal, estoy oyendo muy poco”, y, como si no
hubiera escuchado lo que le preguntaban, se volvió hacia el público y siguió
imperturbable con su charla…
[…]
…
[cuando por fin terminó] de firmar libros y se fue la gente, yo salí a la calle
con la excusa de comprar cigarrillos porque tenía la cabeza hirviendo de la
incomodidad y los nervios. Había estado haciendo todo el tiempo de pararrayos,
evitándole las preguntas incómodas, traduciéndole las indescifrables, aclarando
algunas cosas que a veces decía Borges como para nadie, en su particular
murmullo. Cuando yo no estaba (me contó después Sylvia), se dio una pequeña
escena lateral: Ester, con el sobre donde ponía los pagos de las charlas, que
eran necesariamente modestos, y Borges, recibiéndolo con cierta torpeza o
timidez o pudor. Hay que pensar, otra vez, en que venía de dar charlas en
Inglaterra o Estados Unidos.
Ester
acomodó después una pequeña mesa para cenar los cuatro junto a la ventana que
da a la terraza. Fue entonces, en mi ausencia, cuando Borges le preguntó a Sylvia
de dónde era yo, si era mendocino. Ella le dijo que no, que era de San Pedro,
en la provincia de Buenos Aires.
Yo
estaba entrando, cuando Borges desde la mesa me preguntó: “Así que usted es de
San Pedro, y dígame: ¿qué piensa de Hormiga Negra?” Hormiga Negra, el famoso
cuchillero o bandido de principios de siglo, de los pagos de San Nicolás,
ciudad que está a unos cien kilómetros de San Pedro. En esa vaga geografía
bonaerense que manejaba Borges, yo debía de ser, además, octogenario. Le dije
que iba a contestarle del mismo modo que él me había contestado a mí, hacía
veintitantos años, en la Biblioteca Nacional:
—Bueno,
Borges, yo no suelo pensar en Hormiga Negra.
Le causó
mucha gracia y quiso saber cuándo me había dicho algo parecido. Le conté lo de
Sartre.
Hablamos
de Rafael Barrett, de Baudelaire, de Leopoldo Lugones. Borges siente una gran
admiración por Rafael Barrett. He visto una carta de cuando era muy joven, en
la que le escribe a un amigo diciendo que había leído a un escritor que le
parecía genial, Barrett, y le preguntaba quién era, de qué nacionalidad, qué
libros había escrito. Mientras él tomaba sopa de arroz y yo fumaba, le conté
que Barrett había dicho que los poemas de Lugones, como algunos países, eran
pintorescos sólo por el borde. Dio una carcajada y quiso saber dónde estaba
escrito eso; le dije que en Al margen. Borges había leído varios libros de Barrett
y recordaba hasta el color de las tapas (“medio anaranjadas, con un cuadrado
negro”) de las Obras Completas publicadas por Claridad. De Barrett saltamos a
Lugones y de Lugones a Baudelaire. Ya había hablado de esto en la charla;
repitió que no le gustaba Baudelaire, que él se había alejado de la poesía de
Baudelaire. Lo dijo casi desdeñoso. Pero sin transición, por esos juegos de la
memoria de Borges que es realmente inmediata —un nombre le provoca un recuerdo
generalmente literario, en el sentido textual de la palabra, un recuerdo de
palabras, no de situaciones ni de sentido—, se puso a recitar “Los faros”, en
francés (“Rubens, fleuve d’oubli, jardin de la paresse”), y de golpe se
interrumpió y dijo: “Bueno, no sé… O tal vez la poesía de Baudelaire se alejó
de mí”. Algo parecido le pasó al referirse a García Lorca. Yo le había
preguntado si conocía esa famosa anécdota, seguramente apócrifa pero muy
divertida, acerca de que, oyendo el célebre “Responso” de Rubén Darío a
Verlaine, al llegar al verso “que púberes canéforas te ofrenden el acanto”,
Lorca parece que dijo: “Coño, que lo único que he entendido es que”. Borges se
puso serio y dijo: “Pero, eso es una injusticia; el ‘Responso’ es un gran
poema”. De inmediato se rió, se rió como a veces se ríe Borges, con una
carcajada enorme, y dijo que esa frase era muy ingeniosa, pero que, a veces,
por ser ingeniosos, podemos ser injustos. Yo no pude dejar de sentir, o no
puedo dejar de sentir ahora, que Borges estaba pensando en él mismo, cuando
declaró de Lorca que era un andaluz profesional y otros disparates que mejor no
recordar. Hablando, antes o después, sobre las frases malévolas que ha dicho un
escritor acerca de otro, intenté hacerle repetir aquella de Mark Twain sobre
Jane Austen: que una biblioteca ya era buena por el hecho de no tener los
libros de Jane Austen. Borges me corrigió en inglés y dijo:
—Vacía.
Lo que
había dicho Mark Twain era que una biblioteca vacía ya era buena por el solo
hecho de no tener los libros de Jane Austen.
Este
encuentro empezó a eso de las ocho de la noche y terminó bastante después de la
una de la madrugada. La charla con los invitados quedó registrada en dos
casetes que desgrabaré, o no, algún día. De nuestra conversación a solas, me
quedan unos fragmentos bastante audibles, otros irrecuperables, porque las
pilas eran viejas y se fueron descargando.
Anoto
dos cosas más.
Borges,
según Ester, inusualmente contento, daba la impresión de no querer irse.
Canturreó estrofas del Martín Fierro, imitando la voz de Ricardo Güiraldes y
acompañándose con una guitarra ilusoria; le contó a Sylvia anécdotas de
Macedonio Fernández, de Xul Solar, de Soto y Calvo, de no sé qué traductor
intuitivo de Poe, que, casi sin saber inglés, entraba en una suerte de trance
extático y sentía que las palabras de “Ulalume” llegaban a él. Al fin, se
despidió.
Sylvia
bajó con él hasta la calle. Mientras yo me quedaba arriba con Ester, los oí
hablar y reír por la escalera. Frente a la puerta, me dijo Sylvia más tarde,
había un taxi o un remisse. Nadie lo esperaba.
Todavía
no alcanzo a entender cómo no se nos ocurrió acompañarlo. Hoy, mientras
conversábamos sobre esto, volví a pensar lo mismo que esa noche: en la
encubierta soledad que había detrás de esa alegría de Borges, en ese volver de
madrugada, solo, a su casa.
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