Babilonia. Título
del texto inédito que Marcelo Caruso, reciente premio Clarín de Novela y amigo
del alma, trajo para leer al Galpón ayer a la noche. Durante una hora nos dejó
mudos con la historia de la familia de artistas que viaja en un carromato
tirado por el matungo Julio Argentino. Marcelo, humildemente, intuyó que era
largo, un cuento largo. A mí se me hizo corto, de lo bien desarrollado que
está. Vi a esa familia rodar, actuar, sufrir a lo largo de la llanura
bonaerense, en la voz de él. Y después la vimos de verdad. Caruso nos contó que
un cliente le regaló un paquete que había encontrado en una casa vieja:
contenía cuadernos con pequeñas obras de teatro, nombres de personajes y
locales garabateados en una letra manuscrita de lapicera fuente, más derroteros
escritos como destinos o simples lugares de paso. Un tesoro lleno de detalles,
de un artista menor y su prole. El paquete incluía el cuadrito que ahora les
muestro, porque le saqué una foto:
Dice que esos tres se le hicieron familia de tanto mirarlos.
Dice que el cuento le salió de corrido. Dice que
siempre se emociona cuando lo lee. Ayer nos contagió mansamente: alguien del
grupo terminó secándose las lágrimas con una servilleta. Después me regaló un
ejemplar de su mítico primer libro de cuentos Un pez en la inmensa noche y otro para sortear el día del asado.
Vamos a ir a ver juntos al DAC el documental Lo intangible, sobre el artista plástico Fernando García Curten, el
lunes, en carácter de estreno para prensa. Un gustazo encontrarme a Marcelo
después de tanto tiempo. Gran escritor.
Y también gran crítico. Desempolvó su agudeza de tiempos del
taller de Abelardo y arremetió con exactitud sobre los cuentos que Pablo y
Fernando leyeron. Dio en el clavo las dos veces.
Cenamos tequeños y cachitos, comida venezolana aportada por
Lili y Lidia, y unos dips de
remolacha, palta, morrones, zanahoria y tomate dulce elaborados por María.
Tomamos dos botellas de vino, una de Coca Cola y otra de Levité (hacía calor,
incluso con el aire acondicionado a full).
Para terminar el informe quiero contarles que la semana
pasada fuimos con Lili y María, como programa extracurricular, a escuchar a
Gandolfo y a Kamiya, que daban sendas conferencias – Elvio en el Ateneo Grand
Splendid, “tips de escritor”, y Alejandra en UNA, con un título mucho más
académico e incomprensible-. Seguimos a nuestros invitados por la ciudad. Así
somos en la Clínica del Galpón Estudio.
Gandolfo sostiene que se puede hacer cuentos sobre cualquier
cosa, solamente siguiendo dos claves: saber mirar y saber esperar. Lo de mirar
lo dice porque “un cuentista es cuentista todo el tiempo”, y el material entero
que el mundo le ofrece le sirve, ahora o después. La clave está en la espera. A
los treinta años se le ocurrió la frase “No me pidan que baile, soy
periodista”, y a los sesenta va a cubrir un evento en un salón y se encuentra
caminando por el borde de una pista de baile, en un club de barrio. Entonces le
viene a la cabeza la vieja frase y sale uno de sus cuentos de un tirón.
Tanto él como Alejandra dicen no reescribir mucho las
primeras versiones; ambos coinciden, sin saberlo, en que la retención de los
cuentos en la cabeza por el tiempo necesario hace que las primeras versiones
sean lo bastante maduras como para apenas tener que pasar por podas, más que
por reescrituras. “Pienso mucho antes de escribir, igual a cuando tengo que comunicar
algo importante”, afirma ella. “Después de pensar y repensar una idea durante
varios días uno la expresa mejor, porque las palabras han decantado y ya no hay
tanto para descartar”. Alguien le pregunta cuándo sabe que la idea ha sido
pensada del todo. Kamiya contesta: “escribo cuando me siento lista o cuando ya
estoy harta de darle vueltas a la misma cosa durante todo el día”. Alejandra se
sigue viendo como principiante, a pesar de su madurez narrativa, y dice que lo
que más la mueve sigue siendo el fracaso. “Es un gran motor”.
Gandolfo corrector quita del texto solamente lo que le
parece haber escrito “de canchero”. “¿Esto lo puse en pose campeón? Chau,
fuera”. Kamiya suele volar la primera página o los primeros párrafos, que a su
juicio son para que el cuento se abra camino. Abelardo Castillo, su maestro, le
decía a estos primeros párrafos de Alejandra: “Kamiya calentando motores”.
Es muy linda la opinión que ella tiene de sus personajes: cuenta
que son como disfraces. Entre el público está Alicia Genovese, que agrega “esa
es una definición de la poesía”.
“La base del escritor es haberlo leído todo”, dice Gandolfo,
con su cara insaciable. Sufre, a su modo, de “absorción absoluta de lo
literario”. Cuando ve todos los libros que publicó no lo puede creer –separa
sus manos unos cincuenta centímetros para mostrar lo que ocupan en su estante-.
“¡No recuerdo haber hecho ese esfuerzo!”, exclama eufórico. Después pasa a leer
el decálogo de escritor del húngaro Stephen Vizinczey, que le marcó la vida
(mañana lo subo a Milanesa).
Alejandra utiliza conceptos de la psicología para definir
las etapas de la escritura. Una es la “catarsis”, el largar todo, y la otra la
“sublimación”: corregir todo lo que largamos antes. En traducción reconoce que
los problemas son otros. Lo hace junto a su padre. Cuenta tres anécdotas. En la
primera nombra un ideograma kanji que
significa literalmente “muchos oídos”. Le sugiere a su padre reemplazarlo al
español por la palabra “conversación”.
- Para los argentinos, “conversación” son “muchas bocas”
–dice su padre.
En la segunda el poeta japonés habla de una mujer que es
como una flor que solamente crece en la sombra. El padre opina que esa mujer que
el haiku describe es una amante.
Alejandra se tropieza con el hecho de que en japonés no haya
negaciones directas, por un asunto de cortesía. Una de las entrevistadoras de
la mesa la increpa: “¿Cómo no hay? Y si querés negarte a nuestra pregunta ¿vamos
a cenar después de la charla?, ¿qué contestás?
- Voy a estar muy ocupada –dice Kamiya.
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