24.4.18

SYLVIA IPARRAGUIRRE / RADAR

Hablábamos de admiraciones y de Ray Bradbury e  inmediatamente pensé en aquella frase de Salinger sobre que hay escritores a los que uno quisiera llamar por teléfono después de leerlos. 
  –Yo lo había leído a los 15 años, y lo que jamás pude imaginar fue que lo iba a conocer algún día. Fue para una Feria del Libro, cuando vino a la Argentina por primera vez. Estaba asombrado de la larga fila, como dos cuadras, que había para entrar en la Feria. Y se asombró mucho más cuando supo que hacían cola para verlo a él, con algún libro suyo bajo el brazo; eran sus fanáticos. Lo divino fue que cuando llegó la hora de cerrar, Bradbury pidió una botella de vino y dijo que dejaran por favor entrar a toda la gente que todavía esperaba afuera por una firma suya. Se vació la Feria, se cerraron las puertas y quedó solamente abierta la sala de Bradbury, firmando libros hasta la madrugada. Días más tarde hubo un asado en una quinta y ahí pude conocerlo de cerca. Era una persona accesible, cálida, con sentido del humor. Hay una historia suya que a mí me encanta repetir. Bradbury era muy pobre, tenía dos hijas y por entonces vivía en una casa muy pequeña, en California. No tenía lugar para escribir. Entonces iba al sótano de la Universidad donde había una larga mesa sobre la que estaban en hilera diez o doce máquinas de escribir trabadas por un mecanismo que se abría cuando se introducía una moneda de diez centavos de dólar; eso te daba media hora. Luego se volvía a trabar. Así que  escribía acuciado por el tiempo. Y lo gracioso de todo esto es que Bradbury contaba que Fahrenheit 451 le había costado nueve dólares con setenta y cinco centavos. 

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