“El serrucho de
costilla es para hacer cortes perfectos” decía mi abuelo Fortunato en la
piecita de la terraza, mientras hacía encastres en la pinotea para fabricar una
banqueta para el cuarto cumpleaños de mi hermana. Fortunato era hijo de un
italiano analfabeto pero constructor, que vino solo de Italia a sus 14 años y
tuvo dos esposas y once hijos varones. Él era el hermano mayor, cuando llegó a
tercer grado su padre dijo: “si sabe sumar y restar, que deje el colegio y
venga a trabajar”. Fortunato heredó el oficio de la construcción y fue capataz.
En la terraza de la casa construida por él, donde creció mi padre y donde viví
hasta mis tres años, estaba la piecita de herramientas y taller al cual nadie
podía entrar, salvo él. El lugar olía a cemento portland, madera y óxido. En la
siesta, a veces yo subía y me arrimaba a la puerta cerrada a olfatear a través
del gran agujero del candado. Otras veces Fortunato nos dejaba entrar, como el
día del cumpleaños de mi hermana en el cual me dejó usar las herramientas.Me decía el nombre de cada una, aunque no las usáramos: fratacho,
chuela y otros nombres italianos que después debí volver a aprender en la Facultad
de Ingeniería por su nombre local. ‘Serrucho de costilla’ lo decía en castellano,
es el que más recuerdo. Merecía
estar en el monumento.”
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