"Un primer plano, recuerdo, a la altura
de mis ojos: mi abuela sentada, sus rodillas. Sobre las rodillas bien juntas,
como si fueran una mesita, el rectángulo perfecto de la cartera. “De vestir”,
se decía. Una cartera de charol color castaño. Para mi abuela no había grises:
las cosas eran buenas u ordinarias. Esta era una cartera buena. Del marco de
cuero se enlazaban mediante dos aros de metal las manijas rígidas, perfectas,
arcos de medio punto que servían para que mi abuela apoyara sus dos manos. Era
su postura de elegancia. Entre las rodillas y las manos, la cartera. Una mano
sobre la otra sobre los arcos de cuero; las manos de mi abuela con guantes
blancos. Sin duda el evento lo ameritaba, porque la cartera de charol y los
guantes blancos, sobre sus rodillas, eran señal de algo importante.
La cartera de mi abuela estaba casi siempre
vacía, había pocas cosas en su interior: los caramelos de eucalipto que perfumaban
todo lo cercano, un pañuelo bordado, los anteojos de sol con montura de oro,
marco de pasta oscuro y cristales color verde, sin funda, porque el interior de
la cartera era suave, forrada con gamuza color “camel”. El camel era un beige
rosado, el color de moda en ese momento. Los detalles de lujo vienen ahora: un
bolsillo escondido, imperceptible, sin tapa, sujeto a un borde con una larga
tira, algo así como un sobre hecho de la misma gamuza, rectangular y pequeño,
de unos seis centímetros por cinco, con tapita triangular. Y adentro, el
increíble espejo que mi abuela usaba para retocarse los labios rojo Revlon.
Es una delicia para mí reencontrarme con
ella cada vez que voy y veo la silueta de la cartera rehundida en el hormigón. Paso
por la plaza y me acuerdo de la sonrisa Revlon de mi abuela, divertida y sutil.
Siempre la saludo antes de seguir viaje."
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