Un día entré en la sala y sentí que la muerte
(si es que existe una entidad llamada muerte
y ocupa un espacio o un volumen)
estaba ahí. Me acerqué tranquila.
La voz finita, agrietada llama al hijo, eso dicen
porque nunca hay nadie con Juana,
le hablo y no escucha, pero no importa
inclina la cabeza, mueve
el tembloroso hueso adelgazado de la mandíbula,
la piel la cubre disimuladamente, y revolea
los ojos opacos y celestes de perro enfermo
hacia donde estoy.
Observo
el momento que precede a la muerte, lo huelo,
tomo su mano, acomodo las sábanas.
Me pregunto si sirve de algo
estar ahí.
Me obligan a irme.
El hospital conserva
la conducta atávica y animal
de esconder sus cachorros del predador.
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