Yo, el arquitecto, quería una de las dos cosas que le sobraban a Mirta: la cama. Era un sommier de cinco mil dólares, y estaba en una de las habitaciones que teníamos que reformar. Mirta, la clienta, quería deshacerse de las dos: una mesa de luz que le hacía recordar a su chihuahua muerto, y el sommier que su marido le había regalado (y que a ella le había encantado, hasta el día en que supo que había sido utilizado por la ex del tipo durante los últimos días de estadía en esa casa).
La mesa de luz sólo empezó a interesarme después de que la revisé. Era un Chippendale legítimo, lustrado a muñeca, con una oblea metálica con el año y la firma de estilo. La tasé por teléfono con una amiga anticuaria: me daba 350 dólares sin chistar. Hasta ahí, todo claro. Las cosas de los otros pasan de mano cuando molestan, y los nuevos dueños, con suerte, hacen negocios con ellas o mejoran sus vidas. El problema empieza cuando aparecen más interesados.
El marido de Mirta era ingeniero. Nunca me llevé bien con los ingenieros. La mañana que me vio cargando la cama y la mesita en un flete, armó un escándalo. Me costó convencerlo de la verdad: su mujer era quien me las había regalado. Discutieron aparte, mientras con el fletero esperábamos la decisión final a pleno sol, en la calle. El Chippendale iba a parar a la tienda de mi amiga; la cama, directo a mi departamento, para mi propia diversión y la de mis chicas.
Pero hubo que bajar todo. El ingeniero quería que yo pagara algo por el sommier. Decía que sólo había sido usado unos días. Y no me podía llevar la mesa de luz: la había pedido antes su mucamo, el peruano que le limpiaba los baños. “Ah, cierto”, se acordó Mirta.
A la semana hice otro intento. El negocio era muy bueno para dejarlo ir, y las cosas seguían en medio de la obra, estropeándose con el polvo y la cal. Hablé con ella: no me importaba cómo, pero para continuar con la construcción, esos muebles debían desaparecer del medio. Mirta se puso a llorar: su marido no iba a soltar la cama por menos de 500 dólares. Y la mesita, definitivamente, era para el mucamo, que la quería para regalársela a su hija por su cumpleaños.
Tuve un plan, claro. Le di 50 pesos a un obrero a cambio de que le comprara la mesita al peruano, como cosa de él. Si la conseguía a menos de 50, se podía quedar con el vuelto. El peruano no aceptó. La oferta creció hasta 150 dólares, pero ya para entonces él sintió que algo extraño pasaba y se llevó la mesita a su habitación. “Cagamos”, pensé. “Minga de cumpleaños: este ya sabe lo que vale”. Mirta, mientras tanto, seguía desesperada: la cama donde la otra había dormido la ponía de los pelos.
Hubo casi final feliz. Mirta me dio, en secreto, 500 dólares para que le comprara la cama al marido. Noté que el tipo se ponía contento con la transacción. Adoro cuernear a un ingeniero; mantener el secreto de su mujer fue una forma de engaño sutil, casi sexual. En el medio de la felicidad apareció el peruano, arrepentido, queriendo venderme la mesita. “Ya no vale lo mismo”, dije. Bajamos el precio hasta cien pesos. “Le alcanza para dos Barbies”, dije. Él supuso que estaba bien: a su hija dos Barbies le iban a gustar más que una mesa de luz chueca. Fuimos a su cuarto a cargar el mueble, también secretamente. Casi me muero: lo había pintado con esmalte sintético. “Tres manos”, dijo.
Fucsia fosforescente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario