6.11.24

UNA CONVERSACIÓN CON SYLVIA IPARRAGUIRRE / ALEJANDRA KAMIYA

"A veces no leo los prólogos. O empiezo a hacerlo y los abandono o me siento abandonada por ellos de algún modo. Sobre todo si intentan indicarme cómo leer. 

Algún prólogo me ha gustado más que el libro del que hablaba. Peter Orner dice que desconfía de ellos, que son un último recurso para influir en la lectura. Lo dice en un prólogo.

Creo que a veces son la demora inútil de un encuentro y otras, el perfecto momento previo. “Si vienes a las cinco, comenzaré a ser feliz a las cuatro”, dijo un zorro cuando yo tenía ocho años.

Hay algunos que arman el contexto histórico como una escenografía y se hacen así parte de lo que sigue.

Pero creo que los textos hablan por sí solos. Como si se tratara de estructuras edilicias deben sostenerse por sí mismos. Me refiero, por supuesto, a los textos que nos importan, los buenos.

Este prólogo es más que ninguno, innecesario. Los cuentos de Sylvia Iparraguirre hablan por sí solos y los hacen con una voz clarísima.

Innecesaria yo, aquí estoy.

 

Conocí a Sylvia al entrar al despacho de Abelardo Castillo en su casa de Balvanera. No, aún no había entrado, eso lo hice años después. Aquella vez espié desde fuera, y alto, sobre una de las bibliotecas vi dos fotos en blanco y negro de una chica rubia, muy joven, de pelo lacio, mirando hacia arriba.

Después me di cuenta de que esa chica era la misma mujer que la de la foto frente a la mesa con el paño verde en la que tenía lugar el taller. En la biblioteca, junto a la cédula papal que juraba excomunión para el que robara un libro de allí, Abelardo y la mujer rubia reían muy juntos. Quiero decir: los cuerpos formaban una especie de V, como si salieran de un mismo centro y se abrieran a los lados, en el estallido que implicaba la risa.

En los años que siguieron nos recibió a la entrada del taller, o pasó junto a la mesa en la que estábamos diseccionando algún cuento, a veces apurada saludando con una mano en alto, otras, ofreciendo un café que siempre venía bien. A veces planteaba temas de discusión o sugería lecturas (así leí La plaza diamante de Mercé Rodoreda, por ejemplo). También traía sus textos y escuchaba, como si fuera una más, nuestra opinión.

Otras veces acudía al llamado de Abelardo. Para recordarle cómo habían comprado un original de Hogarth Press del grupo de Bloomsbury o cómo era una anécdota que podía incluir a Borges, a Bioy o a Bradbury.

Los motivos también podían ser extraliterarios. Como un día en el que, con las manos en los bolsillos de su jean, con los hombros ligeramente levantados, él la llamó y señalando un sweater azul sobre el respaldo de un sillón, dijo.

-          Sylvia, decime ¿ese sweater es mío?

-          Sí, Abe- respondió ella asomándose por la puerta doble que daba al patio interno.

-          Qué suerte, porque tengo frío- dijo él, acercándose al sillón.

Ella estaba siempre impecable, su pelo, su ropa, su maquillaje. Se corría los mechones del costado de la cara con la punta de los índices.

Una vez debí dar una clase sobre literatura japonesa para todo el grupo. Ella quiso asistir. De la clase que di no recuerdo mucho, pero sí un brevísimo diálogo que tuvimos ella y yo. Yo hablaba de un haiku. Había un bosque y había un hombre que entraba en él, y luego una frase a desentrañar que tampoco recuerdo. “¿Qué es lo que pasa y qué es lo que permanece?”, pregunté, pensando que así iba a inducir un rumbo. Para mí la respuesta era obvia pero no quería ser yo quien hablara.  Todos permanecieron callados y solo la voz de Sylvia asomó diciendo: “El hombre permanece, el bosque pasa”. En ese momento comprendí lo cerrada que había sido mi visión y me interesé por lo que estaba ocurriendo. Ella me explicó su idea y yo la mía, y fue lo que me llevé de aquella clase.

Otra noche (al taller se iba de noche) ella, para quien el bosque pasaba, había ido a la esquina a plantar un ficus, intentando ocultarse en la oscuridad, y con la ayuda de un vecino. Ahí estaba, plantando un árbol porque había un hueco de tierra disponible.

Pero ella tenía otro árbol, un roble enorme, propio, en San Pedro. Ella misma lo había plantado, bajito y delgado. Una vez fuimos y nos sacamos una foto debajo. Esa noche salimos a caminar porque las noticias decían que la distancia entre la luna y la tierra iba a ser mucho menor que de costumbre. No sé si fue así, pero caminamos mirando la luna y señalando adornos kitsch en los jardines, pequeñas fuentes, enanos, piezas de yeso o plástico.

La noche terminó con el rescate de un perro, como les había ocurrido otras veces a ellos. Abelardo hasta había escrito una carta al municipio en defensa de tres perros de la calle, Olivia, Negra y Bartolo. Otras veces el rescate no era posible y Abelardo le decía, “Tomate un vasito de agua”, cuando la veía a punto de llorar.

Mientras tanto yo iba leyendo sus libros. O debería decir iba leyéndola porque cuando uno lee lo que lee es a una persona que se nos ofrece con una especie de amor o inocencia.

Tres veces ella se asomó desde la puerta doble que daba al patio, dijo mi nombre y me pidió que dejara la mesa del paño verde para ir a su espacio, donde tenía sus libros, su escritorio. Las dos primeras veces hablamos de escritura, la tercera, me mostró un collar que le habían regalado en Noruega y un borrador de la novela en la que estaba trabajando.

Cuando yo ya había dejado el taller, las ocasiones fueron más sociales: eventos en aquella casa o fuera. Una vez fuimos Inés Fernández Moreno, ella y yo a conocer el barrio y el edificio donde había vivido Cortázar cerca de la Facultad de Agronomía. Terminamos en un barcito y ella habló de la fábula y el sujeto de los formalistas rusos. Mucho tiempo después yo le conté fascinada sobre La situación y la historia de Vivian Gornick. Ella la había leído antes de que fuera traducida y el tema era aquél que habíamos tratado en el bar Rayuela.

Hace unos años recibí un llamado y corrí a la casa de Balvanera. Abelardo Castillo había muerto. Lo subieron en una camilla por la escalera de mármol. Ella iba detrás. La abracé y sentí que se deshacía. No es una metáfora: parecía haberse vuelto de algo casi transparente, parecido al aire.

Después volví a verla cada 27 de marzo, para celebrar el cumpleaños de él aunque no estuviera. Esto sí es una metáfora, porque en verdad él estuvo en cada uno de esos encuentros.

La vi también en los diarios de él, en entradas como esta:

“Lo único que me ata a este mundo es Sylvia, y mi gato Agustín”, o “Pensar siempre en ciertos pequeños gestos de Sylvia, en cómo saluda desde el tren con la mano”, “Sylvia me dijo que dipsómano, en griego, quiere decir sediento, o el que tiene sed. Es un título para novela, sin duda”, “Fin de año solos con Sylvia en casa. Tranquilidad, sosiego y una secreta alegría. Lo demás, es el mundo.”

Más tarde también en algunos poemas de La fiesta secreta.

En el último cumpleaños, alrededor de la mesa de paño verde, con sándwiches de miga y una torta de chocolate que le gustaba a Abelardo, nos reímos mucho. No recuerdo las anécdotas, además ya las repetíamos año a año. Disfrutábamos de hacerlo, de saber que el otro ya conocía el remate que estábamos por dar, o de armar entre varios un mismo relato como si fuéramos uniendo pedazos. Todo se volvía predecible por un momento. Así es en los rituales, creo.

Hasta que algo se fue aquietando y ella dijo:

“A veces a la noche, cuando no puedo dormir, me levanto y voy a la biblioteca (de Abelardo), y miro los libros, los toco, saco uno, leo una línea, vuelvo a guardarlo y así me la paso”.

”Siempre me sorprendo”, agregó.

Lo dijo con una voz distinta, ella que siempre habla como si estuviera invitándolo a uno a una fiesta, lo dijo como si estuviera por quedarse dormida junto a un fuego.

Pensé que eso era una especie de conversación. Abelardo está en eso libros, yo lo sé. Están llenos de notas y de cada uno de ellos nos habló en el taller o donde fuera.

Cuando se cortaba la luz, Abelardo y Sylvia se sentaban a charlar sobre libros esperando que la luz volviera. Eso lo contó él en una entrevista. Yo sé que no hacía falta que se cortara la luz para que lo hicieran: hablaban de libros todo el tiempo. Y eso hace Sylvia cuando no puede dormir y va a la biblioteca.

Hace unos meses la vi en la presentación de sus maravillosas clases de Literatura Rusa. Ella no lo sabe pero le dio imagen a una música que yo llevo en mí, que me dio mi padre y a él su madre. Los cantos de los remeros del Volga, decía yo antes. Ella contó que son sirgadores, que después de la liberación de los siervos, no tenían cómo vivir y debían seguir pagando un canon al terrateniente, sin herramientas, ni animales ni ningún recurso más que sus pobres cuerpos. Así, tirar con sogas de los barcos para que no encallaran se volvió una forma de obtener unas monedas para intentar sobrevivir. De nuevo, me enseñaba algo sin saberlo.

La última vez que la vi conversamos brevemente sobre El Sur de Borges, sobre la posibilidad de que Dahlman estuviera al mismo tiempo en el hospital y en el campo saliendo a pelear a la llanura con un cuchillo que no sabrá manejar. Yo estaba circunstancialmente arriba de un escenario y ella en la tercera fila del auditorio para mi asombro lleno, pero fue como si no hubiera nadie. Estábamos solo ella y yo continuando esta charla que la vida interrumpe e igual vamos teniendo.

Aunque nunca converso con ella tanto como cuando la leo."

5.11.24

DOSTOIEVSKI Y DIOS / SYLVIA IPARRAGUIRRE


 “Lo que atormenta a Dostoievski es la duda sobre la existencia de Dios. La pregunta es: ¿cómo si Dios existe permite lo que les sucede a los pequeños niños rusos, víctimas inocentes de todas las maldades adultas y carencias, con padres alcohólicos, mendigando en las calles, abandonados, muriendo de hambre y enfermedades? Sus libros son el reflejo de esta realidad que lo atormenta, potenciada por el hecho de que su pequeño hijo Alexei muriera a los cuatro años de epilepsia, algo que se culpaba de haberle transmitido.

Ahora bien, si éstas son algunas de las condiciones del contexto que compartieron nuestros autores, otra cosa es lo que tanto Gógol como Dostoievski y Tolstói consiguieron hacer con el género novela, a partir de él. A qué alturas lo llevaron y de qué recursos técnicos literarios se valieron para dar obras que influyeron decisivamente en la literatura del siglo XX, y hasta hoy. Cuando hablamos del realismo de Dostoievski advertimos que sus novelas son “realistas” hasta que se internan en los oscuros pasadizos de los delirios, imaginaciones neuróticas y crisis existenciales de sus personajes, donde las etiquetas dejan de tener sentido. El mismo autor considera que el delirio y lo fantástico son parte de la realidad. 

Dostoievski, al igual que Tolstói, no es una lectura, es una experiencia. Esta frase que puede parecer hueca o frase hecha, encierra la más básica de las vivencias: cuando se los lee pasan a formar parte de nuestra vida cotidiana, están en nuestras mentes y sus personajes nos acompañan a veces con mayor intensidad que la gente real.”

4.11.24

EL CAPOTE, DE GÓGOL / IPARRAGUIRRE



 “Al límite de sus fuerzas, Akaki vuelve a la pensión y se acuesta; poco después muere, como si se apagara una vela. El cuento podría haber terminado en este punto y ser una historia patética, que sin duda nos conmovería. Pero hete aquí que este no es el final; poco después comienza a circular por San Petersburgo un rumor: un fantasma recorre las calles nocturnas por la zona donde fue asaltado Akaki en busca de quien le robó el capote. Este fantasma trepa una noche a la troika en que va la “alta personalidad” a casa de su amante para arrancarle el abrigo y desaparecer. Desde entonces, la gente temerosa evita esos barrios. El cuento concluye con la visión del supuesto fantasma por un vigilador nocturno, y comprobamos que es un hombre que al final levanta el puño en el aire, antes de desaparecer.”

1.11.24

OCTAVA JORNADA DE LA CLÍNICA DE CUENTOS DEL GALPÓN ESTUDIO / ¡INVITADA DE LUJO!

 


La amamos. A Sylvia, con y. La dulce Iparraguirre, la inteligente, la sabia, la bonita. Amorosa, ella, con todos nosotros, sus lectores. “En el invierno de las ciudades”, “El parque”, “La Tierra del Fuego”, “El país del viento”. Sus “Clases de literatura rusa”, que vengo posteando brevemente en Milanesa. Ella. Siempre sonriente, amable, divertida, cariñosa. ¿Qué más puedo agregar? Fue uno de los hits en la historia de la Clínica de cuentos del Galpón Estudio. Una maravilla de reunión. Quedamos felices y pipones de literatura, empanadas y vino. Va a ser una jornada difícil de empardar. Qué afortunados fuimos anoche.

Al final respondió a mi pregunta acerca de cuál era su mejor cuento a su criterio, con una respuesta similar a la que hubiera dado Castillo ante la misma circunstancia. Eso lo tienen que decidir los lectores, no puedo ser juez si soy parte. O algo así. Pero Castillo se hubiera detenido ahí con la respuesta, y ella no. Ella eligió varios cuentos. No puedo uno solo, dijo. Y anotó estos títulos preciosos: “Toda una tarde de la mano, al costado de la vía”, “Un día de abril”, “Encontrando a Celina”, “El pasajero en el comedor”, “La noche de San Juan”, “El faro”, “La tormenta” y las crónicas “Mi tía y Madonna”, “Mi madre vs Homero” y “Puebla de Lillo, España”. El de abril y el de España hablan de su abuela Vicenta. En el devenir de la elección decidió optar por los relatos realistas. Yo hubiera elegido los experimentales: “Eva”, “Schygulla en la madrugada”, “Probables lluvias por la noche” (del que soy fan). Hablamos de todos, realistas y experimentales; los presentes estaban empapados de la obra de la escritora y le sacamos el jugo a la forma literaria.

“Si vos querés pintar un personaje de un nivel social educativo menor o mayor y lo llenás de modismos, lo amaquetás: deja de ser un personaje para ser una figura, una caricatura. Estuve mucho tiempo eligiendo la palabra que el soldado le dice a Jorgelina en el tren. Las chicas tienen esos nombres tan sonsos, como Marta, como Alicia… En cambio este nombre es tan… -el soldado se queda pensando y dice atípico. “Atípico” no le cae a ese personaje. En cambio, “insuficiente”, puede ser una palabra que haya pescado de algún lado para hacerse el importante. Esa calibración milimétrica es la que construye el personaje.”

Está hablándonos de “Toda una tarde de la mano…”, aunque analizó la de la misma manera cada uno de los textos que fuimos convocando. Sigue Sylvia:

“¿Qué le faltaba a este cuento como plomada? Viste lo que dice Piglia que hay dos historias (no digo que sea siempre así, pero sucede en este caso). Jorgelina viene de algo que le pasó con el marido que no está explotado, que no se sabe, pero intuimos que es algo malo. En la versión primera del cuento digo simplemente que el marido es pintor, en la nueva lo escenifico: se imaginó a Nicolás frente al caballete, bla bla bla; mejor no pensar en eso. Le di más elementos al lector para que sepa que ella viene de una situación conflictiva. Nicolás la dejó en la estación y ella se lo imagina volviendo, entrando a la casa a un cuarto desordenado: han tenido una discusión, algo está alterado. Estas son pistas para que el lector recoja la historia subterránea y la complete como pueda. Por debajo corre la historia de una mujer de treinta años con un hombre mayor, a la que el soldado le pregunta ¿ese que te vino a despedir es tu papá?  La pregunta es una estocada. Y ahí viene el otro cuento, lo que habla con el soldado, la relación que el soldado inventa para celarla, tal vez, o justificar su existencia de alguna manera. Y, sobre todo, viene el final, donde el soldado le confiesa yo sabía que ese hombre no era tu papá. Ahí se emparejan las dos historias; la de superficie, que es la conversación en el tren, y la de Jorgelina con su marido despidiéndola desaprensivamente en el andén.”

Anoche hubo tres horas de lecciones de corte y corrección. ¡Al fin se aprende en este taller del demonio! Iparraguirre también habló de El escarabajo de oro, de la editorial Galerna, de Borges, de Bradbury, de Houston, de Picasso, de Polanski; del día en que conoció a Larry Ferlinghetti y a Carol Oates; del Ulises y de El Ornitorrinco, del pensionado de las monjas, de los masones, de las cartas de Cortázar, de Junín y de Buenos Aires, de Gógol y Dostoievski y de sus proyectos nuevos. Y de Abelardo, mucho y con mucho amor (y humor). 

Qué emocionante fue tenerte con nosotros, querida Syl, además de sustancioso. Gracias, gracias, gracias.




31.10.24

PUSHKIN Y EL RUSO / SYLVIA IPARRAGUIRRE

“Es Pushkin quien crea y manifiesta la identidad nacional. En Rusia, la literatura, la arquitectura, la pintura, la moda, todo venía de Francia, espejo de idioma y de costumbres cultivados y copiados por la nobleza. Es Pushkin quien, de un modo inmediato, natural y estético, rompe esa tradición. La lengua de la aristocracia rusa era el francés. No existía una lengua literaria rusa: Pushkin la crea. Del idioma ruso: “No había ni una gramática ni una ortografía establecida y muchas palabras abstractas carecían de una definición precisa” (Figes). Incluso le pasa a Pushkin que, en la adolescencia, cuando empieza a escribir en ruso, tiene que averiguar el significado de algunas palabras, porque no las conocía bien. Se trata de una lengua que no ha tenido roce con la literatura, ni con la filosofía, ni con la ciencia: una lengua depreciada, propia, según los nobles, de la clase vulgar. Tomar la lengua rusa, transfigurarla en lengua literaria y llevarla a su más alta expresión poética es el patrimonio que Pushkin dejará a los escritores que lo siguieron. Porque es él quien redime la lengua rusa. 


Este exilio de su propio idioma en la única clase educada del país puede parecer algo increíble hoy, pero era natural. Cito el tema en dos ejemplos que da Tolstói. En Guerra y paz: cuando ya es inminente la entrada de Napoleón en Moscú y el pueblo en las calles está ansioso por luchar, en una reunión de nobles un personaje dice: “¿Han oído ustedes que el príncipe Galitzin ha tomado un profesor de ruso? Está aprendiendo ruso… ¿Comienza a volverse peligroso hablar en francés en las calles?” Y en Anna Karenina, en una escena doméstica en la que Dolly reprende a su hija porque no encuentra una palabra en francés, le hace pensar a Levin: “¿Por qué habla en francés con sus hijos? Es tan afectado y antinatural. Y los niños lo perciben. Aprenden francés y se olvidan de la sinceridad”. Simplificando: para la nobleza educada, es decir, el diez por ciento de la población, no existía la lengua rusa; el otro noventa por ciento era analfabeto.”

30.10.24

LO QUE QUISIMOS SER / DEBRET VIANA


 “El jueves se estrenó la nueva película de Alejandro Agresti, “Lo que quisimos ser”. Es de esas historias de amor que tienen la delicadeza de arrasar al espectador sin que los personajes ni siquiera se toquen las manos, sino evocando emociones más profundas, sutiles, casi existenciales que tenemos enterradas muy adentro y que muchas veces ni sabíamos que tenemos pero que al aflorar nos desarman. Quizás por eso, en el cine, escuché, entre las risas que provocaban los diálogos ingeniosos, el llanto contenido que sobrevenía por todo lo que empezaba a desbordarse de las escenas sin estar dicho ni explicitado.

Un librero, interpretado por un Luis Rubio atípico y extraordinario que ya deben estar considerando para Marvel, conoce a una editora en un cine: son los únicos que fueron a ver una de Howard Hawks. Corren los 90 y terminan tomando algo, para charlar de la película, y terminan comprometiéndose a jugar un juego: no decirse quienes son, ni siquiera el nombre, sino adoptar la personalidad de lo que quisieron ser, y serlo, cada vez que se junten, los jueves, a tomar algo y conversar.

Con esta premisa, tan mínima como gloriosa, los veremos encontrarse y charlar mientras se conocen y se desconocen a la vez, mientras se crean a sí mismos, mientras alejan la realidad de sus vidas y mientras se acercan un poco a lo quisieron haber sido y nunca fueron.

Y así las bellas piruetas que cada uno ejecuta para sostener el espejismo va a ir aproximándose a fibras más íntimas, humanas y terribles: yo no sé cómo se hace para salir de esta película sin llorar.

Quizás soy un poco parcial, porque pude ver cómo se filmaron algunas escenas, porque vi de cerca la maestría de Agresti detrás de cámara, porque hay una escena desopilante y antológica protagonizada por el crack de Gustavo Nielsen y porque haber atestiguado la disciplina y obnubilante cima de la gracia de la actuación frente a cámara encarnada en Eleonora Wexler, tan sublime como hipnótica, me inclinaron hacia un encantamiento sin reparos, pero, con todo, qué bello es el cine argentino, y qué buen momento este para ir al cine a ver una argentina; quizás pagar una entrada no fue nunca como hoy un acto tan político.


PS: También puede tener que ver con que me dejaron asomarme en una escena, pero más allá de tener que disculparme infinitamente por mi labor paupérrima, no deja de parecerme una película bellísima, hechizante desde el primer momento, llena de esas pequeñas delicadezas que llenan el alma y que las narrativas suelen dejar de lado, como si Agresti lograse ver y capturar un haiku por cada gesto mínimo que se nos pasa sin darnos cuenta de que es ahí donde se juega el corazón de nuestra humanidad.”