Ella me ha entregado la felicidad dentro de una caja bien cerrada, diciéndome:
- Ten cuidado, no vayas a perderla, no seas distraída, me ha
costado un gran esfuerzo conseguirla: los mercados estaban cerrados, en las
tiendas ya no había y los pocos vendedores ambulantes que existían se han
jubilado, porque tenían los pies cansados. Esta es la única que pude hallar en
la plaza, pero no es de las legítimas. Tiene un poco menos brillo que aquella
que consumíamos mientras éramos jóvenes y está un poco más arrugada, pero si
caminas bien, no notarás la diferencia. Si la apoyas en alguna parte, por
favor, recógela antes de irte, y si decides tomar un ómnibus, apriétala bien
entre las manos: la ciudad está llena de ladrones y fácilmente te la podrían
arrebatar.
Después de todas estas recomendaciones soltó la caja y me la
puso entre las manos. Mientras caminaba, noté que no pesaba mucho pero que era
un poco incómoda de usar: mientras la sostenía no podía tocar otra cosa, ni me
animaba a dejarla depositada para hacer las compras. De manera que no podía
entretenerme, y menos aún, detenerme a explorar, como era mi costumbre. A la
mitad de la tarde tuve frío. Quería abrirla, para saber si era de las
legítimas, pero ella me dijo que se podía evaporar. Cuando desprendí el papel,
noté que en la etiqueta venía una leyenda:
“Consérvese sin usar.”
Desde ese momento tengo la felicidad guardada en una caja. Los domingos a la mañana la llevo a pasear, por la plaza, para que los demás me envidien y lamenten su situación; de noche la guardo en el fondo del ropero. Pero se aproxima el verano y tengo un temor: ¿cómo la defenderé de las polillas?
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