11.8.25

EL CIRCO FABRYKANT

Silvio Fabrykant me invitó a ver su última muestra al estudio de la calle Juncal. Esperaba ver una colección de sus magníficos retratos en blanco y negro, lo que hizo durante toda su vida profesional y convirtió en marca de autor. Pasaron por su lente Bioy Casares, Natu Poblet, Leonardo Favio y cantidad de hombres pelados. Los sentó sobre el telón infinito, los iluminó, los peinó (con los pelados se salteó este paso) y les sacó una foto, quietos y mudos. Pero acá fue distinto, lo veo en cuanto entro a la sala. Acá se traicionó, para bien. Silvio decidió fotografiar la velocidad, porque lo que tenía que sacar era imposible de detener. “Los jóvenes somos así”, me dice, cuando le marco mi sorpresa ante su innovación.

Se trata de los fenómenos de circo de Ana María Shua interpretados por los actores del trapecio de Gerardo Hochman. Pueden leer la reseña que hice en su momento para La Agenda Revista. Si estas dos obras concatenadas ya producían un efecto de doble maravilla, la tercera reflota el esplendor. Silvio montó su trípode frente al escenario y apretó su obturador ante esos chicos sudorosos que subían y bajaban por un mástil, giraban en una rueda de trapecios locos, corrían en ronda barajando clavijas y aros de fuego, se colgaban del pelo para rotar, saltaban voladores desde andamios y despegaban impulsados hacia arriba por trampolines sube y baja. Incansables pero, sobre todo, imposibles de aquietar.

En las nuevas fotos de Silvio hay un solo retrato para nombrar: el adolescente de la camisa roja que, cansado, se toma un momento para él. Parece que mirara a sus amigos con la serenidad del que ya ha hecho todos los esfuerzos. El resto son personas esfumadas, apenas reconocibles por un puño sólido prendiéndose a un manillar para poder enfrentar la gravedad haciendo que no les importa demasiado, o por un zapato enganchado de un nudo, único punto posible de equilibrio. O por el color difuminado de las remeras. Silvio hace fotografía de los desplazamientos; del ascenso, del arrojo, de la levitación. Los artistas salen deformados, alargados; se vaporizan como manchas, se pegotean unos a otros en una misma nube. Son acaso un cilindro, una bandera, un pájaro. Sus cuerpos se duplican y triplican bajo la mirada del fotógrafo, y también desaparecen los rasgos. Solamente ha quedado el movimiento. Con olor a tiza borroneada sobre un pizarrón negro.

No hay trucos en la exhibición escénica que hace Hochman de los cuentos de Shua, y tampoco en la exposición de Fabrikant. Ves película, ves grano, ves papel revelado por él. En un montaje que el arquitecto enmarcó y colgó de las paredes blancas. Es una muestra doméstica, para poder invitar de a uno y conversar con sus amigos en la intimidad del taller. Esa privacidad recuperó, para mí, la felicidad de la lectura del libro en soledad, después del barullo lindo -pero estresante- de la puesta. Hablo de la suavidad inicial, la que me había regalado Ana María. Ese silencio claro. ¡Qué pareja de creativos estos dos!

La muestra de Silvio es tan emocionante como el mundo que inventó su esposa escritora.

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