En Los mundos anteriores, el argentino Gustavo Nielsen imagina, con alusiones y citas a clásicos del género fantástico, huidas a otros tiempos desde un mundo futurista donde reina una pandemia.
Los viajes en el tiempo son una de las obsesiones de nuestra especie y de la literatura, desde el fundacional H.G. Wells con su empeñosa máquina transportadora de La máquina del tiempo (1895) hasta visiones más neuróticas como las de Philip Dick y sus personajes sometidos a saltos temporales involuntarios. El género se reinventa y alcanza exponentes de pertenencia, como la contemporánea estadounidense Connie Willis, que envía a su protagonista a encontrarse con el general Lee o a la Inglaterra rural del siglo XIV.
El argentino Gustavo Nielsen (1962) le dedica al asunto cronológico Los mundos anteriores que, además de contar con trama propia, celebra –con citas textuales, datos, guiños– a referentes del género fantástico en distintos soportes creativos, desde Stanisław Lem o El Bosco hasta Ray Bradbury, Julio Verne, Stanley Kubrick, Robert L. Stevenson, el mismo Wells, Borges, o incluso Pipo Pescador, prolífico artista pop argentino de los años setenta.
Quien encabeza la tormenta nominal en Los mundos anteriores, ya del lado científico de aspiraciones fantásticas, es Nikola Tesla, cuya ubicuidad deviene vertebral en el curso de los hechos, hilvanando todo el argumento. Esa presencia insigne se completa con su némesis de sombras y reflectores: Thomas Alva Edison; el opaco rico, el hábil negociante: “Edison era el hombre de los cables, Tesla el del aire. Edison era un hombre de negocios, Tesla un poeta. (…) Tesla era el ser, Edison el tener”.
De viajes al pasado, pero también acerca de un futuro no lejano,
trata Los
mundos anteriores, que empieza en 2053, en una Buenos Aires no tan
distinta a la real, donde los prósperos se mueven por el aire en super vehículos
y la vulgar superficie terrenal, inhóspita, allá abajo, queda para los
desahuciados. Una pandemia crónica llamada hanta, invariablemente terminal,
aqueja a una de cada dos personas y tiene a la raza en vilo.
La pareja protagónica comparte mesa en un restaurant: “P miraba por sobre el hombro de Nane una pantalla con una pelea repetida (…) Nane miraba un programa de comida africana. Los dos disimulaban para que el otro no se sintiera desatendido”. Un síntoma de época ya en curso: la abundancia de las pantallas, los encuentros desencontrados. Y sin embargo, esos dos que no se miran, se quieren. Tanto que P –para salvar a Nane del hanta que la está matando– quiere mandarla al año 1919, a un suburbio neoyorquino adonde su novia llegaría, incluso, con un cuerpo sano y más joven.
“Villa Tesla” es el punto de partida: suerte de barrio cerrado-elevado por sobre la vieja Buenos Aires. Campea en las alturas un confort de ricos hendido por contrastes apocalípticos que remiten a la película El quinto elemento de Luc Besson. Arriba, modernidad y lujo extremo: abajo, sin voz ni papel aparente, la periferia sucia, ajena a cualquier privilegio evolutivo.
Algo disparatado y a la vez poético del relato ofrece
resonancias del País de las maravillas; de hecho, Alicia tiene por allí su
mención puntual. Frondoso, satírico, el texto de Nielsen coquetea con lo
científicamente plausible: “Vengo a comunicarles esta nueva: en los puntos que
más se alejan de la gravedad concentrada, el tiempo pasa más rápido” entre
artefactos que hablan y surreales espacios que se materializan a pedido del
deseante.
Muchas de las referencias nominales en este relato provienen, se
ha dicho, del espectro literario, pero un nombre se impone: Morel. Tal como en La
invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, así se llama aquí
el artífice de otra invención: precisamente, la que lleva a Los
mundos anteriores.
Si el libro de Bioy Casares involucra un confinamiento en
aquella isla intemporal cuyos habitantes repetían eternamente lo mismo, el
Morel de Nielsen descubre cómo viajar al pasado histórico. Más prosaico que el
de la fantasía de Casares, este Morel de 2053, o mejor dicho, sus herederos,
cobran bastante caro el servicio “Viajes que curan”, según el lema comercial
del paquete que, al fin de cuentas, salva la vida y suma la opción de retoques
(etarios, fisionómicos) a gusto del cliente.
En 1940, lo de Bioy era tecnológicamente premonitorio respecto
de la realidad virtual inmersiva. Quizá Nielsen, autor del siglo XXI, también
se esté adelantando a algo cuando espía atajos espaciotemporales, avatares,
migración de almas, pandemia crónica.
Siguiendo el contrapunto, si el escenario de la isla de Bioy
Casares roza lo siniestro, Nielsen se despacha con un despliegue de lo absurdo,
apenas interrumpido por la melancolía de sus criaturas. En ese tono suyo se
funden lo sagrado de la tristeza y lo profano de un humor extremadamente
argentino. Por ejemplo, en cierto diálogo entre el profesional a cargo y el
potencial viajero: “¿Usted sabe qué es un horizonte de eventos? –preguntó el
doctor.
—No.
—¿Una línea de vida? ¿Los marcos inerciales?
—No.
—¿La materia exótica, las cuerdas cósmicas, el universo
rotatorio, el anillo de Román?
—No-
—¡Entonces para qué mierrrda pregunta! Si no sabe lo elemental,
no se puede hablar!”.
Los mundos anteriores es
gloriosamente coloquial y paródica, pero a la vez sobrevuela el relato una
búsqueda de redención; hay un narrador que tantea entre el amor del universo
poco amoroso y la incomunicación de tiempos hiper comunicados.
Un dibujo de Villa Tesla en blanco y negro ilustra las últimas
dos páginas del volumen. A mano alzada, en blanco y negro, Nielsen, escritor y
arquitecto, firma así, epiloga, planta –ya lo hizo en otros libros– el paisaje
babélico de su historia.
Finalmente, este viaje en el tiempo tiene, como la mayoría de
las ficciones que lo precedieron –salvo la seductora Volver al futuro o alguna
otra rareza–, un sabor amargo: quizá por verificar que ni el futuro ni el
pasado son ni serán lo que eran. Las distopías, ya casi como regla creativa,
marcan el pulso de una época desolada y la literatura viaja en esa máquina gris
que es un presente áspero para todos los vivos.
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