“La oreja sale del agua, la oreja derecha, sólo cuando la cabeza gira para que la boca tome aire, pero con tiempo suficiente para oír el chasquido del brazo en el agua; el resto es un susurro espeso, sin pausas, una mezcla de ruidos que no se interfieren, se apoyan para sosegarse, una turbulencia verde o arenosa. Los pies, las piernas, persisten en golpear el mullido rigor del agua, no ceden, no se preguntan, actúan por su cuenta sin esfuerzo, soliviantadas. Funciona tan bien el movimiento, un brazo en el aire, oscuro como una rama contra el lienzo celeste, el otro olvidado, atrás, empujando, rozando la cadera al pasar, saliendo al fin cuando el primero se hunde, es tan dócil el agua y hacía tanto tiempo que Sergio no nadaba que se pregunta por qué le parecía tan difícil eso, irse. Una parte al menos era simple, dejar a los músculos su tarea, al recuerdo su eficacia ciega y contar las inspiraciones, oír el gorgoteo del aliento soplado, entrever las burbujas, alternar, más allá de la película turbia que cubre los iris, el dédalo de luz y el engañoso color del agua. Piensa que quinientos metros así serían tan fáciles, por qué se estuvo resistiendo, ahora no siente la menor fatiga, mil metros también dosificando la fuerza, al fin y al cabo el mar no maltrata. Contando las brazadas. Contando, o no, por qué. Sergio para de nadar, se desliza un momento, mira el cielo, la lisura que flamea, se deja flotar boca arriba. Da unas patadas de rana. Los números que contaban en el centro del cráneo aceptan su inconsistencia y se extinguen. Como deseo blando lamiendo un cuerpo familiar, el agua se le desliza por el torso, por los flancos, le agita el prepucio, le lava el vello, el agua le canturrea en los lóbulos, le chapotea en las sienes y en la nuez, sudario salado o aleteo, no se sabe si lo moja o lo transporta, y para acompañarla Sergio acopla a la respiración unos bufidos, lo que soltaría si levantara una garrafa, bolsas de provisiones para un viaje, y cada bufido se suma al agasajo del agua para resolverse en un placer redondo, una plenitud brutal, porque en ese limbo no hay dirección, sobran las salidas, deriva el proyecto, ahí no hay nada que averiguar, no hace falta pronunciarse, todo es pasaje y niebla líquida, luz de añil desde arriba, alojamiento, olor a cangrejo en la nariz y escozor en la boca que babea. Vuelve a girar. Nada pecho. En esa soledad murmurante el horizonte permanece, ya no línea sino tornasol.”
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