"ojalá que el futuro no se ponga peor de lo que ya está", dijo en una ocasión Karl Valentin, uno de los humoristas alemanes más importantes del período que se extiende entre las dos guerras mundiales. No es spoiler: el futuro se puso tremendamente peor, y Valentin —quien también afirmó, en otra oportunidad, que «donde todos piensan igual es que nadie está pensando mucho»— no fue su única víctima.
Nos gusta decir que la Historia se repite, pero, si lo hiciera, ganaríamos la lotería todos los fines de semana: sin embargo, hay rimas internas, momentos en los que la Historia se pliega sobre sí misma y el pasado irrumpe en el presente para ofrecer algo así como un vislumbre del futuro. Uno de esos momentos —uno especialmente visible— se produjo hace unos días cuando un puñado de autoridades celebró lo que llamó la «recuperación» del avión Skyvan PA-51 utilizado en los «vuelos de la muerte»: la «repatriación» del avión para ser exhibido en el predio del Museo Sitio de Memoria ESMA fue un reclamo de las hijas de dos de las integrantes de Madres de Plaza de Mayo que fueron asesinadas durante uno de esos vuelos.
Pierre Nora popularizó el uso del término «lugar de memoria» para dar cuenta de todos aquellos sitios y objetos —«desde el más material y concreto, posiblemente ubicado geográficamente, hasta el más abstracto e intelectualmente construido», dice— en el que se materializa el pasado de una sociedad específica y éste puede ser convertido en memoria. Nora es un historiador indisputablemente relevante, pero su «lugar de memoria» no deja de ser objeto de disputas y objeciones, siendo la más importante de estas últimas la preocupación de que la localización de la memoria en un predio específico limite el ejercicio de la memoria —en particular el de la memoria de los hechos trágicos del pasado reciente— a un puñado de lugares y de monumentos impidiendo así que éste se proyecte en la construcción de una sociedad democrática, una sociedad que busque en la recuperación del pasado trágico una enseñanza que permita que su futuro «no se ponga peor de lo que ya está», como dijo Valentin.
Auschwitz, Treblinka, las Fosas Ardeatinas —a raíz de mi historia personal, nunca he visitado la ex ESMA, el Auschwitz de quienes somos argentinos—... todos esos sitios estremecen a quien los visita por su enormidad y por los hechos que tuvieron lugar en ellos, pero también por su carácter de ruina; en tanto ruinas, resultan inhabitables, y cuando nos marchamos nos vemos obligados a llevarnos con nosotros la memoria de la que serían «lugar» porque es evidente que ésta, como nosotros, no puede habitar en ellos.
Pero «el pasado siempre está a punto de ocurrir», como escribió Milorad Pavić, y «memoria» es sólo el nombre que damos a nuestra necesidad de saber quiénes somos, no quiénes fuimos. Al tiempo que los últimos sobrevivientes de los campos de concentración mueren, la memoria de lo que ocurrió en ellos va adelgazando y los campos se convierten más y más en parques de diversiones para turistas jóvenes que los visitan para hacerse selfies entre dos actividades con idéntico propósito. Visitar Treblinka desde la capital de Polonia sólo cuesta 155 euros y además te dan un almuerzo. Una sola cosa protege a los «lugares de memoria» en Europa de la tendencia general a la disneylandificación del pasado y esa cosa es su condición de ruinas, que no los hace ni especialmente divertidos ni realmente fotografiables. Una sola cosa nos salva a nosotros de desertar de la causa de la humanidad de la que habló Albert Camus y esa cosa es que su condición de ruinas nos permite creer —creer esforzadamente, pese a lo que indica el sentido común— que los hechos trágicos que tuvieron lugar en ellos pertenecen al pasado.
No sé si el Skyvan PA-51 debe ser exhibido en la antigua ESMA o no —en los juicios penales, centrarse en el arma homicida es, por otra parte, el recurso favorito de las defensas para evitar que las autoridades se centren en los acusados y en sus motivaciones—, pero creo estar seguro de que hacerlo tras haber sido rehabilitado es algo que está en las antípodas de lo que un museo y un lugar de memoria deberían ser. Mientras escribo esto, el descontento social es reprimido violentamente en casi todo el mundo y hay una posibilidad nada desdeñable de que el próximo presidente argentino sea una mujer que condecoró recientemente a un policía que mató a un ser humano por la espalda. Vivimos tiempos en los que incluso otorgarle a un ladrón la condición de «ser humano» puede provocar una ola de reacciones negativas por parte del tipo de personas que, como escribió Caetano Veloso en una oportunidad, «ven mucho espíritu en un feto y ninguno en un marginal»... Nuestros tiempos no son mejorables y posiblemente nuestra sociedad sea incorregible, de modo que ¿qué mensaje se da a esa sociedad, que en buena medida ya no asume su pasado ni se siente interpelada por el asesinato masivo de miles de personas que tan sólo aspiraban a que todos los argentinos pudieran acceder a la educación, a una salud de calidad, a una vivienda, a salarios decentes, cuando, para hablar de ese pasado, se lo restaura? ¿Qué se le dice cuando el arma homicida es puesta a funcionar de nuevo? ¿No era posible exhibir el avión en su condición de ruina, como se hace en los museos y en los sitios de memoria? ¿Quién tomó la decisión de exhibir un arma homicida en condiciones de ser usada de nuevo cuando la Historia vuelva a ofrecernos otra de sus rimas?
Un político argentino —alguien lo recordará— solía decir que él prefería un malo a un tonto porque había conocido algunos malos que se habían vuelto buenos pero ningún tonto que se hubiera vuelto inteligente. Kurt Tucholsky —pariente no tan lejano de Karl Valentin— lo dijo de otro modo: «La ventaja de ser inteligente es que uno siempre se puede hacer el tonto: al contrario es mucho más difícil». Luis Alberto Spinetta cantó al final de su vida algo sólo diferente en apariencia: «Hay que impedir que juegues para el enemigo».
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