14.9.21

VIMOS A MORIS / EL CCK EN LA AGENDA

 Son familieros. Se les nota a la legua. El living donde arrancan es como el de una casa, con dos sillones y una mesita ratona, aunque estemos en el Auditorio del CCK. Padre e hijo se miran y sonríen. Da un poco de envidia verlos, sentir la dignidad con la que Antonio Birabent declara que este es un homenaje a su padre en vida, como son los mejores homenajes. Moris es una leyenda del rock en castellano. Está enterísimo: larga la conversación cantando a capella una canzonetta napolitana, para después afirmar que todas las canciones del mundo provienen de ahí. Su hijo se ríe.

La relación que tienen, atada por años de música y viajes, parece beatífica y verdadera. El padre está orgulloso de su hijo y el hijo está orgulloso de su padre. Baberos para los dos. Antonio habla todas las mañanas con él por teléfono -aclara “de línea”, por las dudas de que entendamos otra cosa- y componen a través de Telecom. Moris pone las letras, Antonio las notas. Así fueron haciendo “La última montaña”, trabajo que publicaron en pandemia.

Además, son un calco. Moris tiene el pelo blanco y se peina el jopo hacia un costado; Antonio es joven, por lo que conserva el color, y apunta con el jopo hacia el otro lado. Ojalá yo pudiera tener una relación tan buena con mi padre, de ahí la envidia. Y ojalá llegue a tener el pelo de Moris, que a sus setenta y largos puede hacerse un jopo y sostenerlo con gomina.

No se trata solamente de una experiencia musical. Vinimos con Ceci, mi amiga del pimpón, a ver qué pasa, cómo resulta un recital masivo en la época de la pandemia. Y elegimos este concierto porque somos fans de “Treinta minutos de vida”, que yo compré en disco, en caset y en cd. Ella quiere escribir algo para la Facultad sobre “salir” en esta época del orto, verbo que  ninguno de nosotros conjuga desde hace un año y medio. El plan es: si nos sentimos con miedo o vemos que puede haber una aglomeración, rajamos. Las entradas gratuitas se agotaron en siete minutos.

El aforo es el correcto, de un tercio de la sala. Le gente está distribuida en una platea con muchos agujeros, como dentadura de pobre. También hay ubicaciones en los palcos laterales. Al respecto el covid nos realiza, sin querer, dos fantasías positivas: la mía de tener un asiento libre al lado para dejar la campera (en esto extraño el auditorio del Malba y el de algún otro museo que viene con guardarropas) y la de ella, petisa, de no tener una cabeza adelante tapándole. Observamos juntos el panorama: salvo una pareja gay que no para de besarse y  una chica tres asientos adelante que tiene la nariz al aire, todos parecen respetar el paradigma barbijero. Salir de la hibernación de tortuga y oso nos ubica en el registro de la precaución. Por suerte en la fila de atrás -que está más alta que la nuestra, el peraltado de la sala es extraordinario- los espectadores parecen saludables. Tener las dos dosis puestas es una condición a cumplir, aunque nadie me pidió el certificado de vacunación. Ceci dice que a ella sí.

Aclaremos que fue más peligroso salir que entrar, porque el orden de llegada y las colas con dos metros de distancia entre personas, más la suba pausada en las escaleras mecánicas y la posterior ubicación en las butacas con prohibición de mudarse durante el evento estaban muy pensadas. Aparte de los hits de tomarte la fiebre y darte alcohol. Pero a la salida todos se relajaron más, y hasta tuvimos un ofrecimiento de una pareja que iba bajando adelante en la escalera mecánica, que nos dio unos volantitos “para seguir viendo boogie-woogie en otro lugar”. En el show no tuvimos programa, por lo que ahora voy a tener que consultar el nombre de los músicos, a fin de escribirlos correctamente.

Son cuatro, además de Birabent hijo que toca guitarra. Hay otra guitarra, un bajo, un pianista maravilloso, todos amigos de la casa de Moris. El baterista está detrás de un vidrio, no sabemos si por un tema sanitario o de sonido. Nombres: Víctor Volpi, Horacio Salerno, José Luis Micucci y Cristian Faiad. Todos ellos sin barbijos, pero tienen que cantar, qué tanto. El único que saluda correctamente, con el puño, es Mollo. El otro invitado, Litto Nebbia, se pega un abrazón con Moris y al final otro con Antonio. Vino a participar en coros y en solo de melódica. Está muy emocionado. Y probablemente muy hisopado.

Yo pensaba encontrar más canas entre el público, y no. Hay de todo. Parejas jóvenes, gente de mediana edad (por el momento pertenezco a este grupo) y gente mayor (estoy a punto de entrar a este otro). Recordé en un momento la vuelta de Manal, año 1980 en Obras Sanitarias, a la que fui con mi amigo Cato: a mis 18 años Manal era vintage. Qué quiero decir con esto: Manal es unos años posterior al primer Moris, el de Los Beatniks, que sacó su simple en el 66. O sea: Moris es más vintage todavía, una celebridad histórica. Como dato gracioso se me ocurrió buscar la reseña de ese recital de mi juventud en el archivo digital de la revista Pelo 129, año X. En la nota sin firma titulada “Una rapsodia porteña”, el cronista (podía ser Ripoll o Cibeira, el director o el secretario de redacción respectivamente) escribe sobre el grupo de Javier Martínez:

“Ellos le dieron identidad y esencia a una movida que nacía por reflejo de un movimiento mundial. No solo hicieron una música netamente localista, sino que también la dotaron de un lirismo profundamente enraizado en la problemática de este país.”

Y agrega este final: “En ese aspecto hubo un personaje que supo describir Buenos Aires, sus calles, sus gentes, sus conflictos como nadie lo había hecho antes”. Habla de Martínez pero bien podría referirse a Moris, a Pajarito Zaguri, a Miguel Abuelo. Todos ellos son nombrados en el discurso de living que nuestro Boss tiene con su hijo Antonio, y va mechando con distintos temas.

Comienza describiendo sus primeras audiciones en TNT y CBS con una guitarra que le prestó Sandro para tocar delante de los administradores del sello. En 1966 no se llevaban demos, los músicos interpretaban sus temas en vivo y en directo. Hizo “Soldado” y “Rebelde”. Cuando presentaron ese disco se sacaron fotos desnudos en una fuente, fueron tapa de la revista “Así” y los metieron presos porque -“oh, no nos dimos cuenta”- era la época de Onganía. Se comieron tres días adentro. Al salir de prisión el sello les había dado de baja el contrato. Así de mal empieza todo para Moris.

Dos años más tarde llega el salvavidas de su amigo Litto, que graba un simple con “La balsa” de Tanguito en el lado A y el tema “Ayer nomás” en el B. El éxito del “estoy muy solo y triste acá en este mundo abandonado” lo devolvió al camino comercial de un empujón. Y terminó en 1970 grabando esa maravilla que es “Treinta minutos de vida” para Mandioca, el sello de Jorge Álvarez, la media hora que más duró de la historia musical argentina. Duró tanto que se convirtió en eternidad. De ese disco maravilloso cantó “Pato trabaja en una carnicería” a dúo con Ricardo Mollo, y algunos otros temas que hoy suenan un poco ingenuos como “Esto va para atrás” o “El oso”, esa especie de fábula naive. El público, de todas formas, lagrimeó los barbijos.

La carrera de Moris y su familia sigue el derrotero de los artistas argentinos de la época. Un tipo que hacía canciones de protesta no tenía lugar en la Argentina militarizada. Entonces viene el exilio a España, donde vuelve a empezar y se larga a los pubs exprimiendo al máximo la postura, los gestos de frontman que le vemos hoy, con temas menos problemáticos como “Zapatos de gamuza azul” o “Sábado a la noche”. Y en esa onda se volvió a construir. La vida de una familia que se tuvo que ir para no desaparecer.

“Madrid” es una gran composición de Antonio que relata ese momento de estar entre dos ciudades. Es parte del disco “Azar”. La canta durante un instante de calma en el show. Moris pone tirante la escena cada vez que entra, como si desbordara todo el espacio con su presencia y movimiento; Antonio es más apocado y racional: el recital baja un cambio cuando se queda solo con su grupo. El padre le gana en adolescencia al hijo. Moris es un hombre que tiene un mensaje para dar desde sus veinte años, y no lo ha cambiado, nadie le torció el brazo, no se vendió. Lo queremos aún cuando eso signifique ayudarlo a subir la colina con su mochila pesada de protestas, pero también de felicidades.

De las canciones más lindas de “Treinta” hay una que podría ser un himno a las temáticas de género actuales. Se titula “Escúchame entre el ruido”. No entiendo por qué la ha eliminado de su memoria y no la canta más. La última vez que lo vi, hace unos cinco años en la Usina del Arte, tampoco la hizo. Y es muy positiva. Dice así:

“El hombre tiene miedo de ver la verdad / de ver que él era algo que no podía definir. / De ver que al fin su sexo pudo ser o no ser / que no era absoluto, que podía ser la flor. / El hombre tiene miedo de su sexo también / y niega la mujer que lleva dentro de él. / ¿Qué flor le daré a aquel que vive sin amor? / ¿La flor de mil y un sexos, la flor de un creador?”

La letra es de las más hermosas que conozco del rock nacional. “Aunque bien bien lo sabía la bendita sociedad / eras algo más que un sexo y tu cédula de identidad…” Una idea para reflotarla: que la interprete una voz joven, de alguna chica, como hizo alguna vez Fabiana Cantilo con “Sin documentos” de Calamaro, llevándola a las nubes. Si ya pasó no me enteré. Aquí la letra entera; aquí interpretada en la voz de su creador.

Moris, además de un gran compositor, es un caballero que respetó todos y cada uno de los pasos de la coreografía teatral propensa en seguridades que tan amorosamente le preparó Antonio. El único momento en que lo sentimos descontrolar fue cuando arengó al público para que cantara el estribillo de “Sábado a la noche”, y los dos, con Ceci, saltamos: ¡no! Todos esos aerosoles libres hubieran sido el acabose. Igual la gente lo cantó bajito adentro de sus barbijos, sin enloquecer. Muy bien por el público cuidadoso. Moris habrá sentido, en el fragor de la batalla, que por fin volvían los buenos tiempos. Del lado de allá del escenario se debe extrañar la devolución eufórica al esfuerzo físico del rocanrol. Yo ya cobré, como dice la canción.

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