La relación que tienen, atada por años de música y viajes,
parece beatífica y verdadera. El padre está orgulloso de su hijo y el hijo está
orgulloso de su padre. Baberos para los dos. Antonio habla todas las mañanas con
él por teléfono -aclara “de línea”, por las dudas de que entendamos otra cosa-
y componen a través de Telecom. Moris pone las letras, Antonio las notas. Así
fueron haciendo “La última montaña”, trabajo que publicaron en pandemia.
Además, son un calco. Moris tiene el pelo blanco y se peina
el jopo hacia un costado; Antonio es joven, por lo que conserva el color, y
apunta con el jopo hacia el otro lado. Ojalá yo pudiera tener una relación tan
buena con mi padre, de ahí la envidia. Y ojalá llegue a tener el pelo de Moris,
que a sus setenta y largos puede hacerse un jopo y sostenerlo con gomina.
No se trata solamente de una experiencia musical. Vinimos
con Ceci, mi amiga del pimpón, a ver qué pasa, cómo resulta un recital masivo
en la época de la pandemia. Y elegimos este concierto porque somos fans de “Treinta
minutos de vida”, que yo compré en disco, en caset y en cd. Ella quiere
escribir algo para la Facultad sobre “salir” en esta época del orto, verbo
que ninguno de nosotros conjuga desde
hace un año y medio. El plan es: si nos sentimos con miedo o vemos que puede
haber una aglomeración, rajamos. Las entradas gratuitas se agotaron en siete
minutos.
El aforo es el correcto, de un tercio de la sala. Le gente
está distribuida en una platea con muchos agujeros, como dentadura de pobre.
También hay ubicaciones en los palcos laterales. Al respecto el covid nos
realiza, sin querer, dos fantasías positivas: la mía de tener un asiento libre
al lado para dejar la campera (en esto extraño el auditorio del Malba y el de
algún otro museo que viene con guardarropas) y la de ella, petisa, de no tener
una cabeza adelante tapándole. Observamos juntos el panorama: salvo una pareja
gay que no para de besarse y una chica tres
asientos adelante que tiene la nariz al aire, todos parecen respetar el
paradigma barbijero. Salir de la hibernación de tortuga y oso nos ubica en el
registro de la precaución. Por suerte en la fila de atrás -que está más alta
que la nuestra, el peraltado de la sala es extraordinario- los espectadores
parecen saludables. Tener las dos dosis puestas es una condición a cumplir,
aunque nadie me pidió el certificado de vacunación. Ceci dice que a ella sí.
Aclaremos que fue más peligroso salir que entrar, porque el
orden de llegada y las colas con dos metros de distancia entre personas, más la
suba pausada en las escaleras mecánicas y la posterior ubicación en las butacas
con prohibición de mudarse durante el evento estaban muy pensadas. Aparte de
los hits de tomarte la fiebre y darte alcohol. Pero a la salida todos se relajaron
más, y hasta tuvimos un ofrecimiento de una pareja que iba bajando adelante en
la escalera mecánica, que nos dio unos volantitos “para seguir viendo boogie-woogie
en otro lugar”. En el show no tuvimos programa, por lo que ahora voy a tener
que consultar el nombre de los músicos, a fin de escribirlos correctamente.
Son cuatro, además de Birabent hijo que toca
guitarra. Hay otra guitarra, un bajo, un pianista maravilloso, todos amigos de
la casa de Moris. El baterista está detrás de un vidrio, no sabemos si por un
tema sanitario o de sonido. Nombres: Víctor Volpi, Horacio Salerno, José Luis
Micucci y Cristian Faiad. Todos ellos sin barbijos, pero tienen que cantar, qué
tanto. El único que saluda correctamente, con el puño, es Mollo. El otro
invitado, Litto Nebbia, se pega un abrazón con Moris y al final otro con Antonio.
Vino a participar en coros y en solo de melódica. Está muy emocionado. Y
probablemente muy hisopado.
Yo pensaba encontrar más canas entre el público, y no. Hay
de todo. Parejas jóvenes, gente de mediana edad (por el momento pertenezco a
este grupo) y gente mayor (estoy a punto de entrar a este otro). Recordé en un
momento la vuelta de Manal, año 1980 en Obras Sanitarias, a la que fui con mi
amigo Cato: a mis 18 años Manal era vintage. Qué quiero decir con esto: Manal
es unos años posterior al primer Moris, el de Los Beatniks, que sacó su simple
en el 66. O sea: Moris es más vintage todavía, una celebridad histórica. Como dato
gracioso se me ocurrió buscar la reseña de ese recital de mi juventud en el
archivo digital de la revista Pelo 129, año X. En la nota sin firma titulada
“Una rapsodia porteña”, el cronista (podía ser Ripoll o Cibeira, el director o
el secretario de redacción respectivamente) escribe sobre el grupo de Javier
Martínez:
“Ellos le dieron identidad y esencia a una movida que nacía
por reflejo de un movimiento mundial. No solo hicieron una música netamente
localista, sino que también la dotaron de un lirismo profundamente enraizado en
la problemática de este país.”
Y agrega este final: “En ese aspecto hubo un personaje que
supo describir Buenos Aires, sus calles, sus gentes, sus conflictos como nadie
lo había hecho antes”. Habla de Martínez pero bien podría referirse a Moris, a
Pajarito Zaguri, a Miguel Abuelo. Todos ellos son nombrados en el discurso de
living que nuestro Boss tiene con su hijo Antonio, y va mechando con
distintos temas.
Comienza describiendo sus primeras audiciones en TNT y CBS
con una guitarra que le prestó Sandro para tocar delante de los administradores
del sello. En 1966 no se llevaban demos, los músicos interpretaban sus temas en
vivo y en directo. Hizo “Soldado” y “Rebelde”. Cuando presentaron ese disco se
sacaron fotos desnudos en una fuente, fueron tapa de la revista “Así” y los
metieron presos porque -“oh, no nos dimos cuenta”- era la época de Onganía. Se
comieron tres días adentro. Al salir de prisión el sello les había dado de baja
el contrato. Así de mal empieza todo para Moris.
Dos años más tarde llega el salvavidas de su amigo Litto,
que graba un simple con “La balsa” de Tanguito en el lado A y el tema “Ayer
nomás” en el B. El éxito del “estoy muy solo y triste acá en este mundo
abandonado” lo devolvió al camino comercial de un empujón. Y terminó en 1970
grabando esa maravilla que es “Treinta minutos de vida” para Mandioca, el sello
de Jorge Álvarez, la media hora que más duró de la historia musical argentina. Duró
tanto que se convirtió en eternidad. De ese disco maravilloso cantó “Pato
trabaja en una carnicería” a dúo con Ricardo Mollo, y algunos otros temas que
hoy suenan un poco ingenuos como “Esto va para atrás” o “El oso”, esa especie
de fábula naive. El público, de todas formas, lagrimeó los barbijos.
La carrera de Moris y su familia sigue el derrotero de los
artistas argentinos de la época. Un tipo que hacía canciones de protesta no
tenía lugar en la Argentina militarizada. Entonces viene el exilio a España,
donde vuelve a empezar y se larga a los pubs exprimiendo al máximo la postura,
los gestos de frontman que le vemos hoy, con temas menos problemáticos
como “Zapatos de gamuza azul” o “Sábado a la noche”. Y en esa onda se volvió a
construir. La vida de una familia que se tuvo que ir para no desaparecer.
“Madrid” es una gran composición de Antonio que relata ese
momento de estar entre dos ciudades. Es parte del disco “Azar”. La canta durante
un instante de calma en el show. Moris pone tirante la escena cada vez que
entra, como si desbordara todo el espacio con su presencia y movimiento;
Antonio es más apocado y racional: el recital baja un cambio cuando se queda
solo con su grupo. El padre le gana en adolescencia al hijo. Moris es un hombre
que tiene un mensaje para dar desde sus veinte años, y no lo ha cambiado, nadie
le torció el brazo, no se vendió. Lo queremos aún cuando eso signifique
ayudarlo a subir la colina con su mochila pesada de protestas, pero también de
felicidades.
De las canciones más lindas de “Treinta” hay una que podría
ser un himno a las temáticas de género actuales. Se titula “Escúchame entre el
ruido”. No entiendo por qué la ha eliminado de su memoria y no la canta más. La
última vez que lo vi, hace unos cinco años en la Usina del Arte, tampoco la
hizo. Y es muy positiva. Dice así:
“El hombre tiene miedo de ver la verdad / de ver que él era
algo que no podía definir. / De ver que al fin su sexo pudo ser o no ser / que
no era absoluto, que podía ser la flor. / El hombre tiene miedo de su sexo
también / y niega la mujer que lleva dentro de él. / ¿Qué flor le daré a aquel
que vive sin amor? / ¿La flor de mil y un sexos, la flor de un creador?”
La letra es de las más hermosas que conozco del rock
nacional. “Aunque bien bien lo sabía la bendita sociedad / eras algo más que un
sexo y tu cédula de identidad…” Una idea para reflotarla: que la interprete una
voz joven, de alguna chica, como hizo alguna vez Fabiana Cantilo con “Sin documentos”
de Calamaro, llevándola a las nubes. Si ya pasó no me enteré. Aquí la letra entera;
aquí interpretada en la voz de su creador.
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