17.9.21

INTRODUCCIÓN A "H. P. LOVECRAFT" DE MICHEL HOUELLEBECQ (FRAGMENTO) / STEPHEN KING

 “Preguntémosle a un grupo de escritores especializados en relatos sobrenaturales y de terror si alguna vez han tenido una idea demasiado escalofriante como para escribir sobre ella y veremos que se le iluminan los ojos. Porque ahí ya no estamos hablando de riesgos laborales, que es un aburrimiento: hablamos del oficio, que nunca es aburrido.

Yo he tenido, al menos una vez, una idea así. Se me ocurrió en la primera Convención Mundial de la Fantasía a la que asistí, en el lejano y borroso año 1979. Resultó que esa Convención Mundial se celebraba en Providence, ciudad natal de H.P.L. Mientras paseaba sin rumbo un sábado por la tarde (preguntándome, por supuesto, si Lovecraft habría paseado sin rumbo por esas mismas calles), pasé por delante de una casa de empeños. El escaparate estaba repleto del habitual surtido de objetos relucientes: guitarras eléctricas, radiodespertadores, navajas de afeitar, saxofones, anillos, pendientes y pistolas, pistolas, pistolas.

Mientras contemplaba todo aquel revoltijo de cosas, el Señor de las Ideas me habló desde su sillón reclinable al fondo de mi cabeza, como a veces hace, por razones que ningún escritor parece entender del todo. El Señor de las Ideas me dijo: “¿Qué pasaría si hubiera una almohada en esa ventana? Una simple almohada vieja, normal y corriente, con una funda de algodón un poco sucia. Imagina que a alguien (un escritor como tú, quizá) le picara la curiosidad que un objeto así estuviera en exposición, y entrase a preguntar por él, y que el tipo que lleva la casa de empeños le dijera que es la almohada de H. P. Lovecraft, en la que dormía cada noche, en la que soñaba sus sueños fantásticos, en la que quizá incluso murió.”

Lector, soy incapaz de recordar -ni siquiera ahora, un cuarto de siglo después- haber tenido jamás otra idea que me diese un escalofrío semejante. ¡La almohada de Lovecraft! ¡La que acunó su cabeza alargada cuando abandonó la conciencia! Volví a toda prisa al hotel completamente decidido a saltarme todos mis compromisos – dos mesas redondas y una cena- para escribirlo. Para cuando llegué, ya me imaginaba la almohada con todo lujo de detalles. Veía el tono ligeramente amarillento de la tela; veía un cerco fantasmal y parduzco que quizá fuera un poco de baba derramada de esa boca dormida de labios finos; veía una manchita de un marrón más oscuro que sin duda sería sangre que le había salido de la nariz.

Y oía el chillido sordo de los sueños atrapados dentro de ella. Sí, señor. El chirrido de las pesadillas de H. P. Lovecraft.

Si me hubiese puesto con el relato en ese mismo momento, como pretendía, estoy casi seguro de que lo habría escrito, pero mientras recorría el pasillo del piso doce camino a mi habitación, un alma festiva salió de otro cuarto, me plantó una cerveza en la mano y me arrastró con un grupo de escritores muy contentos que hablaban todos con todos. Después vinieron las mesas redondas y la cena, tras la que se siguió bebiendo (por supuesto) y se siguió hablando (sin duda) mucho más. A H.P.L. ni se lo mencionó, y yo participé en la conversación encantado.

Esa misma noche, más tarde, en la cama, me vino a la cabeza de nuevo, y lo que a la luz de la tarde me había parecido maravilloso, a oscuras se volvió un pensamiento horrible. Porque me puse a pensar en sus relatos, esto es: en los que había contenido esa cabeza alargada, horrores que solo un delgadísimo escudo de hueso separaba de la almohada. Los mejores -esos que Michael Houellebecq denomina los “grandes textos”- son lo más terrorífico que ha dado la literatura norteamericana, y conservan intacto todo su poder. Irónicamente, es posible que el único rival estilístico de Lovecraft a mediados del siglo XX fuese el escritor noir David Goodis, cuyo lenguaje era muy distinto pero que, como Lovecraft, era incapaz de parar, de decir basta, por esa necesidad neurótica que tenía de seguir perforando sin remedio la columna de la realidad. Goodis, sin embargo, ha caído en el olvido. Lovecraft no. ¿Y por qué no? Creo que es porque, a diferencia de Goodis, al tono chirriante de su compulsión lo compensaba una suerte de poética pesadez y un campo de visión imaginativo de un alcance que no es de este mundo. Sus gritos de terror son lúcidos.

¿Iba yo a intentar meter todo eso en un relato?, me preguntaba mientras yacía insomne sobre mi propia almohada. Era absurdo. Intentarlo y fracasar sería muy triste. Intentarlo y conseguirlo exigiría un dispendio de energía mental (por no hablar de coraje) más allá del que merecía ningún relato, salvo, quizá, uno de Gógol… o del propio Lovecraft. Y la perspectiva de tratar de sostener un punto de partida tan horripilante a lo largo de toda una novela, aunque fuese una corta, resultaba demasiado abrumadora como para plantearla en serio. Me sentía como un aprendiz de clavadista en los acantilados de Acapulco, al que probablemente le hubiera salido todo bien si se hubiese lanzado sin más tras asegurarse con un vistazo rápido de que estaba en el lado correcto de las rocas. En vez de eso, me había parado demasiado a pensar en la caída y las posibles consecuencias, y ahora estaba perdido.

No escribí “La almohada de Lovecraft” aquel fin de semana en Providence, ni entonces ni nunca. Si quieres probar suerte, lector, yo te lo entrego…, como también las pesadillas que sin duda traerá consigo cualquier intento serio de hacerle justicia a una cosa así. Por lo que a mí respecta, ya no quiero meterme en la almohada de Lovecraft, ni visitar los sueños que puedan seguir atrapados ahí.”

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