“De todas las novelas sobre casas encantadas, La casa infernal es la más aterradora
que se ha escrito. Destaca sobre las demás como las montañas despuntan sobre
las colinas”. La opinión es de Stephen King, la novela es de Richard Matheson.
Es una de las Minotauro esenciales que
Planeta rescató del olvido con tapa nueva y una edición cuidadísima. Minotauro,
la editorial argentina adquirida por la multinacional en 1970, estuvo siempre
–y lo seguirá estando desde las reediciones- preocupada por el horror y la
ciencia ficción, material que yo adoro particularmente pero que no todos
disfrutan por igual. Hay que ser medio nerd para que estas pistas te enganchen.
Soy parte de ese club.
Sin embargo no comparto con el maestro King el adjetivo
de que sea una novela “aterradora” o “más aterradora”, a pesar de que esté bien
estructurada (pasa durante seis días y está contada de a horas, lo que le da la
velocidad cronológica que el texto pide), y bien encarada desde lo conceptual.
Los personajes principales son tres parapsicólogos, aunque a la casa entren
cuatro personas. Uno representa la rama dura de la ciencia (¿pseudo ciencia?
–si le creemos al libro deberemos llamarla ciencia), la mujer representa al
espiritismo y al mundo de los médiums y el tercero va a caballo sobre las dos
razones. Las discusiones que se dan son geniales, pero los fenómenos
poltergeist agobian por la cantidad. Y en ese agobio se va el miedo. ¿Hay modo
de dar miedo con la literatura en el siglo XXI? Le dije a mi amigo John Dunn de
Ecuador, durante la puesta de la obra de teatro La pata de mono de W. W. Jacobs que lo que más me había asustado en
mi juventud de ese cuento era el momento en que el hijo pedía los deseos y la
pata le vibraba en la mano. “Quitamos ese detalle”, me explicó, “porque hoy
cualquier celular vibra en la mano cuando quiere, y ya nadie se asusta por
eso”.
Hay muchos buenos esfuerzos con casas infernales. Uno con
bastante gracia es Los Elementales,
de Michell McDowell y a mi juicio tiene el mismo problema que el de Matheson:
demasiados efectos especiales: infinitas apariciones, escrituras dérmicas,
posesiones, precogniciones, telequinesis, levitaciones; glosolalia, estigmas,
xenoglosia (este último término lo aprendí con el libro: significa “hablar en
lenguas”). Y muchas más, distribuidas
sobre los personajes y los diferentes lugares de la casa como si estuvieran
obligados a darnos ese paseo multisusto. El mismo King cometió el error en Doctor Sueño que no había cometido en la
excelente El resplandor: el exceso.
En El resplandor (o Insólito esplendor, como fue traducido
por primera vez por la editorial Pomaire) había un solo personaje, el niño, que
se conectaba con lo desconocido en un hotel encantado. Los demás lo sufrían. Ya
en Doctor sueño, con el niño mayor,
aparece toda una logia de personajes conectados, lo que aburre por despilfarro.
Me quedo con El exorcista de William
Peter Blatty, que enseguida localiza el encantamiento de su casa en el cuarto
de arriba, y concentra todo el relato en una sola pulseada.
Le escuché decir a Mariana Enríquez, nuestra pitonisa del
horror, que el terror moderno tiene que ver con lo social más que con lo
fenomenológico, que parece agotado al susto de hoy. Los problemas sociales son
los que traen los nuevos miedos, incluidas las pandemias. Exactamente dijo:
“Si hay un horror latinoamericano es el horror a la desigualdad. Y estoy
hablando de lo más horrible: los pactos de indiferencia social”.
Ella misma lo
demuestra muchas veces en sus mejores cuentos –Las cosas que perdimos en el fuego, Chicos que faltan, El aljibe, La Virgen de la tosquera- donde la síntesis
acompaña con sabiduría a tradiciones y desigualdades, logrando perturbar. Y
también lo consigue en Nuestra parte de
noche, la novela con la que ganó el Herralde, con la sabia vinculación de
detalles fantásticos a la historia argentina de los desaparecidos. Esta novela
tiene momentos de tensión que superan al viejo Matheson o al mismo King, por la
captación de todos los detalles siniestros que animan el suspenso, pero no
podría haber sido escrita sin la existencia de esa casa y ese hotel anterior,
que hoy leemos en modo vintage.
La editorial Minotauro fue pionera en la difusión de
estos géneros. Fue fundada por un español fanático de la literatura latinoamericana
que tuvo también nacionalidad argentina: Francisco Paco Porrúa. Un editor con
mucho olfato: fue el que publicó por primera vez “Rayuela” de Julio Cortázar y
“Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez, cuando nadie daba dos pesos
por esos títulos. En 1955 creó en Buenos Aires la editorial Minotauro, que
tradujo a Ray Bradbury, Angela Carter, James G. Ballard, Philip K. Dick, Úrsula
K. Le Guin. Él mismo hacía las traducciones apelando a distintos seudónimos:
Francisco Abelenda, Luis Doménech o Ricardo Gosseyn. A pesar de la doble
nacionalidad de Don Paco sus traducciones eran al argentino, como estilaban en
esa época Jorge Lafforgue en Losada y Boris Spivakov en el Centro Editor. Lo
demuestran las dos de Bradbury que acaba de reeditar Planeta bajo
el seudónimo de Abelenda: son extraordinarias. La de La casa infernal es una traducción del 2011, al español, sin llegar
a ser una de esas gallegadas a las que nos quiere acostumbrar Anagrama. Porrúa
también supo manejar esa magia combinatoria de los editores con mayúscula:
cuando publicó “Crónicas marcianas”, de un escritor norteamericano que nadie
conocía en el país, le pidió a Jorge Luis Borges que escribiera el prólogo a la
maravilla.
“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al
cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro
planeta me llenen de terror y de soledad?
¿Cómo pueden tocarme estas fantasías; y de una manera tan
íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas
experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para trasmitirlas,
recurra a lo “fantástico” o a lo “real”, a Macbeth o a Raskolnikov, a la
invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte. ¿Qué importa
la novela, o la novelería de la science-fiction?
En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos
domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis
en Main Street.”
Concluye Borges:
“Hacia 1909 leí, con fascinada angustia, en el crepúsculo
de una casa grande que ya no existe, Los
primeros hombres en la Luna, de Wells. Por virtud de estas Crónicas, de concepción y ejecución muy
diversa, me ha sido dado revivir, en los últimos días del otoño de 1954,
aquellos deleitables terrores.”
La nueva Minotauro pondrá a la venta títulos imperdibles
como La trasmigración de Timothy Archer, Ubik, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Dick); Neuromante (Gibson), Hacedor de estrellas (Stapledon), La llamada de Ctulhu (Lovecraft), Más que humano (Sturgeon), Soy leyenda (Matheson), Farenheit 451, El país de Octubre, El hombre
ilustrado (Bradbury), Crash, La
exhibición de atrocidades (Ballard) la
colección de las Historias de Terramar y
La mano izquierda de la oscuridad (Le
Guin). Y para los ultra fanáticos,
nerds entre nerds, hay ediciones aniversario de El Señor de los Anillos, El Hobbit y El Silmarillón (Tolkien), minilibros en estuches, álbumes ilustrados y otros lujos. (https://www.planetadelibros.com/editorial/minotauro/libros/21)
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