"Salí a caminar a mitad de
la tarde, antes de que el viento frío usufructe la caída del sol, resbale desde
las sierras fileteadas por los barrenos, me imponga la claudicación térmica y
deba recular a retaguardia, hacia las cobijas de cama y la pirelli de agua
caliente. Anduve menos de veinte metros y me detuve a observar la arrogante
maniobra aérea de un chimango urbano, uno de esos pajarracos engendrados con
urgencia de ovíparo en los pajonales achatados de los escasos terrenos baldíos
que han aguantado los embates de las ejecuciones inmobiliarias y la edificación
de monoambientes para estudiantes universitarios, tan ingeniosos como malsanos,
los unos y los otros, que desplegó y volvió a cerrar sus alas con abolengo de
predador, la izquierda defectuosa o, en el mejor de los casos, genéticamente
readaptada para la supervivencia citadina, y se lanzó en picado desde una
columna del alumbrado público municipal, como si fuera el glamoroso stuka de la
segunda guerra, hacia una pequeña rata cimarrona, flacucha y de hocico
puntiagudo, que salió del jardín del chalet de la pedersen para olisquear,
temeraria, el aceite de auto reseco, derramado quién sabe cuándo, sobre las
grietas lacerantes del macadam, algo desorientada por los reflejos menesterosos
del sol de principios del invierno. Sólo en el último instante pudo, la rata,
relojear al chimango en caída libre, o intuirlo de alguna manera ancestral, y
finteó un cuarto de vuelta sobre sí para rehuir de las garras buidas del
pajarraco carroñero. Frustrado, el avechucho la persiguió a picotazos.
Demasiado concentrado en sus saltitos de asedio y sus anhelos de caza, no vio
venir al gato overo de la pedersen que lo cachó por detrás, expedito, y le
infligió un desplume instantáneo y fatal. Ocurrió a pocos pasos de mí, en
absoluto silencio, como si toda la calle fuera una estirada casa funeraria.
Después de atrapar al chimango, el gato, envalentonado, glotón, sobrador, con
los nervios del pájaro todavía temblando entre los dientes, enfocó su mirada
codiciosa en la plomiza rata sombría. Cuando atravesó la calle, fascinado por
la presa de ese modo en el que sólo logran encandilarse los gatos con un bocado
que les parece de regalo, un audi negro, que ni el gato, ni la rata, ni yo mismo
pudimos anticipar en la escena, menos aún el chimango atrapado, lo pasó por
encima y lo dejó agonizante sobre el pavimento destemplado. De las fauces
abiertas del gato se liberó el chimango muerto, trazó una gigantesca pirueta en
el aire y se estrelló en el parabrisas del audi. Adentro del coche, un tipo
gordo y sorprendido pisó los frenos a fondo, el auto hizo un trompo, fue y
volvió, trepidó durante un momento y después se clavó, inmóvil, junto al gato
despachurrado. El gordo debió haberse pegado un susto tremendo, la presión
arterial le subió a las nubes o algo parecido porque de inmediato se llevó las
palmas al pecho, abrió muy grandes los ojos, la trompa en pánico absoluto, como
si le hubiera pegado un infarto. De repente, los dos, el gato de la pedersen y
el gordo del audi, boquearon buscando oxígeno, al modo de los peces tropicales
en la superficie del agua. Una señora con el pelo color de zanahoria apareció a
mi lado, por la derecha, pegó un par de suspiros hondos, se agarró la cabeza de
naranja con la zurda y al toque se puso a llamar a emergencias médicas con el
celular, pispié, huawei clonado. La ambulancia demoró nueve minutos y catorce
segundos en llegar. Me pongo nervioso y cuento lo que sea, para desenfocar la
excitación. Conté segundos porque no había otra cosa a la vista, salvo aquello
que no deseaba contar. Cargar al tipo gordo del audi en la parte de atrás de la
ambulancia -entre el enfermero, el paramédico y el conductor- llevó otros tres
minutos y once segundos de trajín y acarreo, tal vez doce. La mujer zanahoria y
yo no nos movimos ni cuatro milímetros hacia ninguna dirección en ningún
momento por ninguno de nuestros costados curvos. El gordo del audi, arriba de
la camilla fijada en la parte trasera de la ambulancia, abrió y cerró la boca
de nuevo; también el felino overo, desparramado sobre el pavimento, abrió-cerró
la jeta temblorosa. Ni el enfermero, ni el paramédico, ni el conductor, ni la
mujer zanahoria, se interesaron por la agonía desamparada del gato, el gordo
del audi ni siquiera cayó en cuenta de la suya. El tipo que manejaba la
ambulancia arrancó a todo trapo, con la sirena puesta, stuka de tierra haciendo
vibrar sus trompetas jericó. Al llegar a la esquina se llevó puesta una ducati
multistrada que venía a contramano por la calle angosta que empieza en la
cuesta de la vieja cantera de granito abandonada. El pibe que conducía la moto
salió planeando como si fuera el hombre bala de los antiguos parques de
diversiones norteamericanos, al caer a tierra se destrozó el cráneo contra el
cordón la vereda. No llevaba casco, como es de buena costumbre, pícaro toque de
provocación, entre los pibes moteros de este lugar. La señora zanahoria se
agarró la cabeza otra vez. También gritó palabras que no entendí porque me
quedé pasmado mirando cómo al pibe se le deslizaba buena parte del cerebro en
el charquito de agua mugrienta de la cuneta. La rueda delantera de la moto
siguió dando vueltas, girando, se dice, durante algunos segundos y me pareció
que el pibe, como los otros, también boqueó, pero tal vez no lo haya hecho,
porque estaba bastante alejado de mí, casi llegando a la esquina, no pude verlo
con precisión y, por otra parte, espichó de inmediato. El gato overo de la
pedersen también palmó en ese momento. Al soplo, el paramédico se bajó de la
ambulancia para observar el desastre abierto en flor detonada que era la cabeza
del pibe y el enfermero gritó que el gordo del audi, cargado como fardo reseco
en la parte trasera del vehículo diseñado para transportar heridos y enfermos,
también había dejado de respirar. Aguda, refinada complicidad, pensé, tres
difuntos sincrónicos, gordo pibe gato, pibe-gato-gordo, gatogordopibe, finados
en el mismo lugar, un efímero acorde en simultáneo. La señora zanahoria se puso
a gimotear y a mover la cabeza de un lado para otro, refutando la armónica
mortalidad colectiva, desgraciada entropía de las circunstancias callejeras.
Recién ahí pude apartar mis ojos aturdidos de la catástrofe. Entonces revisé
mis planes, desistí de la caminata de la tarde, me impuse regresar a casa, a
las frazadas carnosas, a la bolsa pirelli de agua caliente, a tragarme una
dosis doble de benzodiazepinas y alguna medida dadivosa de alcohol para
neutralizar la neurosis que ya me apretaba la cintura y también algo más,
abajo. Antes de abrir la puerta de entrada de casa volví a ver a la rata
desgalichada. Se escabulló sin ningún apuro por el agujero de salida del
desagüe pluvial del chalet de la pedersen; a salvo del chimango, del gato
overo, del tipo gordo del audi, de la ambulancia, del paramédico, del
enfermero, del conductor, de la ducati multistrada, del pibe cabeza florecida,
de la señora zanahoria, de mi, de mi neurosis, del fresquete penetrante que ya
empezaba a tallar con rudeza en la tardecita de invierno."
Tandil, covipandemio
2020, LMB
No hay comentarios.:
Publicar un comentario