29.6.20

SUPERVIVENCIA / LUIS BARDAMU


"Salí a caminar a mitad de la tarde, antes de que el viento frío usufructe la caída del sol, resbale desde las sierras fileteadas por los barrenos, me imponga la claudicación térmica y deba recular a retaguardia, hacia las cobijas de cama y la pirelli de agua caliente. Anduve menos de veinte metros y me detuve a observar la arrogante maniobra aérea de un chimango urbano, uno de esos pajarracos engendrados con urgencia de ovíparo en los pajonales achatados de los escasos terrenos baldíos que han aguantado los embates de las ejecuciones inmobiliarias y la edificación de monoambientes para estudiantes universitarios, tan ingeniosos como malsanos, los unos y los otros, que desplegó y volvió a cerrar sus alas con abolengo de predador, la izquierda defectuosa o, en el mejor de los casos, genéticamente readaptada para la supervivencia citadina, y se lanzó en picado desde una columna del alumbrado público municipal, como si fuera el glamoroso stuka de la segunda guerra, hacia una pequeña rata cimarrona, flacucha y de hocico puntiagudo, que salió del jardín del chalet de la pedersen para olisquear, temeraria, el aceite de auto reseco, derramado quién sabe cuándo, sobre las grietas lacerantes del macadam, algo desorientada por los reflejos menesterosos del sol de principios del invierno. Sólo en el último instante pudo, la rata, relojear al chimango en caída libre, o intuirlo de alguna manera ancestral, y finteó un cuarto de vuelta sobre sí para rehuir de las garras buidas del pajarraco carroñero. Frustrado, el avechucho la persiguió a picotazos. Demasiado concentrado en sus saltitos de asedio y sus anhelos de caza, no vio venir al gato overo de la pedersen que lo cachó por detrás, expedito, y le infligió un desplume instantáneo y fatal. Ocurrió a pocos pasos de mí, en absoluto silencio, como si toda la calle fuera una estirada casa funeraria. Después de atrapar al chimango, el gato, envalentonado, glotón, sobrador, con los nervios del pájaro todavía temblando entre los dientes, enfocó su mirada codiciosa en la plomiza rata sombría. Cuando atravesó la calle, fascinado por la presa de ese modo en el que sólo logran encandilarse los gatos con un bocado que les parece de regalo, un audi negro, que ni el gato, ni la rata, ni yo mismo pudimos anticipar en la escena, menos aún el chimango atrapado, lo pasó por encima y lo dejó agonizante sobre el pavimento destemplado. De las fauces abiertas del gato se liberó el chimango muerto, trazó una gigantesca pirueta en el aire y se estrelló en el parabrisas del audi. Adentro del coche, un tipo gordo y sorprendido pisó los frenos a fondo, el auto hizo un trompo, fue y volvió, trepidó durante un momento y después se clavó, inmóvil, junto al gato despachurrado. El gordo debió haberse pegado un susto tremendo, la presión arterial le subió a las nubes o algo parecido porque de inmediato se llevó las palmas al pecho, abrió muy grandes los ojos, la trompa en pánico absoluto, como si le hubiera pegado un infarto. De repente, los dos, el gato de la pedersen y el gordo del audi, boquearon buscando oxígeno, al modo de los peces tropicales en la superficie del agua. Una señora con el pelo color de zanahoria apareció a mi lado, por la derecha, pegó un par de suspiros hondos, se agarró la cabeza de naranja con la zurda y al toque se puso a llamar a emergencias médicas con el celular, pispié, huawei clonado. La ambulancia demoró nueve minutos y catorce segundos en llegar. Me pongo nervioso y cuento lo que sea, para desenfocar la excitación. Conté segundos porque no había otra cosa a la vista, salvo aquello que no deseaba contar. Cargar al tipo gordo del audi en la parte de atrás de la ambulancia -entre el enfermero, el paramédico y el conductor- llevó otros tres minutos y once segundos de trajín y acarreo, tal vez doce. La mujer zanahoria y yo no nos movimos ni cuatro milímetros hacia ninguna dirección en ningún momento por ninguno de nuestros costados curvos. El gordo del audi, arriba de la camilla fijada en la parte trasera de la ambulancia, abrió y cerró la boca de nuevo; también el felino overo, desparramado sobre el pavimento, abrió-cerró la jeta temblorosa. Ni el enfermero, ni el paramédico, ni el conductor, ni la mujer zanahoria, se interesaron por la agonía desamparada del gato, el gordo del audi ni siquiera cayó en cuenta de la suya. El tipo que manejaba la ambulancia arrancó a todo trapo, con la sirena puesta, stuka de tierra haciendo vibrar sus trompetas jericó. Al llegar a la esquina se llevó puesta una ducati multistrada que venía a contramano por la calle angosta que empieza en la cuesta de la vieja cantera de granito abandonada. El pibe que conducía la moto salió planeando como si fuera el hombre bala de los antiguos parques de diversiones norteamericanos, al caer a tierra se destrozó el cráneo contra el cordón la vereda. No llevaba casco, como es de buena costumbre, pícaro toque de provocación, entre los pibes moteros de este lugar. La señora zanahoria se agarró la cabeza otra vez. También gritó palabras que no entendí porque me quedé pasmado mirando cómo al pibe se le deslizaba buena parte del cerebro en el charquito de agua mugrienta de la cuneta. La rueda delantera de la moto siguió dando vueltas, girando, se dice, durante algunos segundos y me pareció que el pibe, como los otros, también boqueó, pero tal vez no lo haya hecho, porque estaba bastante alejado de mí, casi llegando a la esquina, no pude verlo con precisión y, por otra parte, espichó de inmediato. El gato overo de la pedersen también palmó en ese momento. Al soplo, el paramédico se bajó de la ambulancia para observar el desastre abierto en flor detonada que era la cabeza del pibe y el enfermero gritó que el gordo del audi, cargado como fardo reseco en la parte trasera del vehículo diseñado para transportar heridos y enfermos, también había dejado de respirar. Aguda, refinada complicidad, pensé, tres difuntos sincrónicos, gordo pibe gato, pibe-gato-gordo, gatogordopibe, finados en el mismo lugar, un efímero acorde en simultáneo. La señora zanahoria se puso a gimotear y a mover la cabeza de un lado para otro, refutando la armónica mortalidad colectiva, desgraciada entropía de las circunstancias callejeras. Recién ahí pude apartar mis ojos aturdidos de la catástrofe. Entonces revisé mis planes, desistí de la caminata de la tarde, me impuse regresar a casa, a las frazadas carnosas, a la bolsa pirelli de agua caliente, a tragarme una dosis doble de benzodiazepinas y alguna medida dadivosa de alcohol para neutralizar la neurosis que ya me apretaba la cintura y también algo más, abajo. Antes de abrir la puerta de entrada de casa volví a ver a la rata desgalichada. Se escabulló sin ningún apuro por el agujero de salida del desagüe pluvial del chalet de la pedersen; a salvo del chimango, del gato overo, del tipo gordo del audi, de la ambulancia, del paramédico, del enfermero, del conductor, de la ducati multistrada, del pibe cabeza florecida, de la señora zanahoria, de mi, de mi neurosis, del fresquete penetrante que ya empezaba a tallar con rudeza en la tardecita de invierno."

Tandil, covipandemio 2020, LMB

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