25.6.20

MUERTOS INMORTALES / EDUARDO BERTI


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Para que una historia de fantasmas sea efectiva no basta con que
nos presente a un muerto entre los vivos; es preciso también que la
historia parezca real e “inspire un sentimiento de terror en quien la
lea”, decía M. R. James, uno de los maestros del género.
“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el
miedo”, señalaba H. P. Lovecraft en su muy influyente ensayo so-
bre El horror en la literatura. Para concluir: “El más antiguo y más
intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”.
Los fantasmas son, podría decirse, una hipérbole de lo descono-
cido. No sólo han muerto (nada más desconocido que la muerte),
sino que por algún motivo extraordinario su muerte ha sido diferente
de la mayoría de las muertes. Son muertos que se niegan a morir
porque no saben o no pueden o no les permiten hacerlo; son almas
en pena, difuntos sin paz a quienes por lo común les ha quedado
algo por hacer (una venganza que cumplir, un consejo que dar, un
simple acto pendiente) y que, al volver, ponen en jaque las fronteras
entre el “mundo real” y el “más allá”.

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¿Son lo mismo, en esencia, un fantasma y un aparecido? Hay
quienes proponen el siguiente matiz: los fantasmas serían los muertos
que reaparecen bajo forma humana; las apariciones no se limitarían
al aspecto humano, sino que también tendrían el de animales u otros
elementos como el fuego o el viento.
Esta distinción es sumamente discutible, y en una amplia mayo-
ría de casos los dos vocablos (“fantasma” y “aparecido”) se utilizan
en la práctica como sinónimos, lo mismo que otras palabras como
“espectro” o “espíritu”.
Etimológicamente, la palabra “fantasma” proviene de “phantasia”
(fantasía), término que más tarde derivará en “phantasma” (fantasma)
y que a partir de San Agustín (según indica Jean-Claude Schmitt en
su Historia de la superstición) se emplea para designar un mal sueño o
un sueño diabólico: “phantasticæ illusiones”.
De la palabra inglesa “ghost” suele decirse que deriva de “gást”
(inglés antiguo), que a su vez provendría de una forma pre-germánica
(“ghoizdo”) que aparentemente significaba “furia” o “ira”.
En la antigua Roma se designaba a los fantasmas como “manes”
(estos eran los más inofensivos, los espectros de la buena gente), como
“lemur”, como “larvae” (en especial a los muertos sin reposo) o como
“monstruo”, cuyo diminutivo (“mostella”) aparece en una obra de
Plauto: Mostellaria o La comedia del fantasma.

3
En La leyenda dorada (Legendi di Sancti Vulgari Storiado), el libro
más popular de la Edad Media después de la Biblia, el dominico italiano
Santiago de la Vorágine (¿1228?-1298) indica que una de las funciones
principales de los aparecidos consiste en ayudar o instruir a los vivos.
Más aun, la ayuda mutua es vista por él como un requisito: los vivos
tienen el deber de ayudar a su vez a los muertos y, en caso de cumplirlo, los difuntos acudirán para ayudar a los vivos, a modo de recompensa.
Se trata, en cierto aspecto, de una versión elaborada de una de las
creencias más añejas de la humanidad: hay que honrar a los muertos,
hay que celebrar su memoria, hay que enterrarlos con los rigores debi-
dos, hay que cuidar sus sepulturas o, de lo contrario, es muy probable
que se irriten y regresen para vengarse o quejarse.
Los relatos de fantasmas echan luz a un sinnúmero de creencias
en su mayoría paganas: que las personas asesinadas reaparecen en el
lugar del crimen, que los muertos prematuros (los muertos “antes de
tiempo”, antes de “su hora”, a menudo bajo circunstancias violentas)
se rebelan contra este destino, que quienes no han muerto con la
conciencia en paz regresan con el objeto de resolver alguna cuenta
pendiente, etcétera.
La venganza y la deuda pendiente son las dos causas más usuales
para las apariciones. La venganza en ocasiones es cumplida direc-
tamente por el mismo fantasma, pero en otros casos el espectro se
presenta para reclamarle a un tercero (un pariente, un amigo vivo)
que la ejecute.
Hay otros tópicos recurrentes en los relatos de aparecidos. Desde el
marido celoso en el más allá, hasta el fantasma de un amor prohibido
o no correspondido; desde el individuo que en vida causó cierto daño
al prójimo y regresa lleno de remordimientos para remediarlo, hasta
los “mal muertos”: los insepultos (“insepulti”) o los que no han sido
llorados (“indeploranti”). Sin olvidar el caso del que ha matado a
alguien y consumido por la culpa es asolado por su aparición, y del
“fantasma protector” o del espectro condenado a repetir un gesto o
un acto por toda la eternidad.
Son raros, desde luego, los fantasmas buenos o inofensivos. En la
raíz de la creencia está el miedo a la muerte y lo ignoto. En cuanto a
las soluciones para ahuyentar a los espectros, las más simples suelen
pasar por el empleo de amuletos y objetos destinados a conjurar o
exorcizar el fenómeno. Otro remedio es la acción oportuna de un ex-
perto o entendido en la materia. Pero la historia recoge asimismo otros
métodos más drásticos, como la mutilación o decapitación del cadáver
de ese individuo obstinado en volverse espectro. En tal sentido, no es
inusual que al abrirse la sepultura de la persona que ha aparecido se
descubra que el cadáver se ha negado a descomponerse.
Que un muerto parezca negarse a morir, o que se pueda “matar”
a un muerto (decapitando su cadáver) muestra a las claras la inquie-
tante paradoja del fenómeno de los aparecidos.

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En un brillante y ya clásico estudio consagrado a los fantasmas
de  la  antigüedad  (Greek  and  Roman  Ghost  Stories,  1912), Lacy
Collison-Morley indica que no hubo etapa ni cultura en la que no
se  creyera en la vida después de la muerte.
Viejos textos de Cicerón, de Macrobio y de otros autores antiguos
confirman que los griegos y los romanos no creían en una frontera
inviolable entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Estos
últimos tenían su día de fiesta: el “Dies Parentales” de los romanos
(del  13 al 21 de febrero), la “Genesia” que los griegos celebraban
hacia fines de septiembre. Y también existían, por supuesto, tanto
en Grecia como en Roma, festivales destinados a apaciguar o a
consolar a los muertos sin descanso, a los espectros y fantasmas.
Por ejemplo, el “Nemesia”, que se celebraba en Atenas entre febrero
y marzo.
A medida que la práctica de la cremación fue desplazando a la del
entierro, dice Collison-Morley, se fue consolidando la noción de que
el alma tenía una existencia propia, independiente de la del cuerpo,
y la idea de que había un gran hueco en el centro de la tierra donde
moraban eternamente las almas de los muertos.
En la antigüedad no existía, de forma específica, el género de
terror. Los relatos de fantasmas (los relatos de miedo en general)
aparecen insertados, “incrustados”, en el marco de textos mayores,
algunos de carácter más o menos histórico o enciclopédico (como en
Flegón o en Valerio Máximo), otros puestos en boca de un personaje/
narrador presente en un “banquete” (como en el caso de Luciano
de Samósata).
El “banquete” o la ronda de historias no sólo pone en evidencia un
tabú (de fantasmas y de cosas semejantes no se habla en la calle, ni en
lugares que no sean familiares), sino que constituye una estratagema
usual para obtener un efecto de verosimilitud (efecto que incluye la
presencia, casi infaltable, de un incrédulo entre el auditorio), al igual
que el tópico de la carta o el informe que un narrador supuestamente
envía a otro personaje y que, de esta manera, es “sometido” al lector.
Los primeros y más antiguos fantasmas son, según Collison-
Morley, “una copia vaga e insustancial” de cómo eran en el reino
de    los vivos. Cuando en la Ilíada Homero presenta la sombra de
Patroclo, que se le aparece a Aquiles en un sueño, no sólo su aspecto
es el mismo, sino que hasta sus ropas son aquellas que llevaba entre
los vivos. A lo sumo, en algunos casos, los fantasmas regresaban
empalidecidos, porque carecían de sangre, porque la palidez venía a
ser la marca de la muerte.

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“La muerte no supone el fin de la vida y alguna sombra lívida es-
capa triunfante de las piras funerarias”, escribió Sexto Propercio (¿50
a.C.?-¿2 d.C.?) en un texto donde también puede leerse que “las almas
errantes aparecemos de noche; la noche libera las sombras cautivas”.
Las historias de fantasmas de la antigüedad (algunas de ellas,
incluidas en esta antología) no sólo fijan los rasgos formales del gé-
nero, sino varias de sus imágenes arquetípicas: el ruido de cadenas
que precede a la aparición del espectro, los objetos que llevan y
traen los fantasmas (y que confirman su paso de un mundo a otro,
al tiempo que nos dejan perplejos, como la famosa flor del sueño
de Coleridge), el descubrimiento casi siempre atroz de que algo ha
cambiado en la tumba del fantasma, las apariciones oníricas que
impugnan las nociones de sueño y realidad, las casas encantadas o
embrujadas, y la frecuente solución del embrujo a cargo de un héroe
con cualidades especiales.
Tampoco faltan en la antigüedad los fantasmas que renacen del
pasado con el fin de prevenir a los vivos acerca del futuro. Es el caso de
Plutarco en su Vida de Dion, donde relata que tanto Dion como Brutus
fueron prevenidos de sus muertes inminentes por un espectro.

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Durante la Edad Media, la iglesia se encargó de domeñar a los
fantasmas. “El que haya unos hombres que se aparezcan después de
morir es algo que resulta difícil de creer para cristianos nutridos de
la Biblia y de los Padres de la Iglesia. Para ellos, y antes de que se
asiente la noción de purgatorio, no existen más que dos posibilidades
para un difunto: va al infierno o va al paraíso. Enfrentada al culto a
los muertos, capital en el paganismo, la iglesia se ve obligada a reac-
cionar y a imponer sus propias respuestas a las cuestiones referentes a
los estados post-mortem. Los dos teólogos que han desempeñado el
papel más importante en la historia de los fantasmas y los aparecidos
han sido Tertuliano y San Agustín”, plantea Claude Lecouteux en
su indispensable Fantasmas y aparecidos en la Edad Media.
San Agustín justifica la creencia en los muertos que no tienen des-
canso. El purgatorio, por lo tanto (el “tercer lugar”: ni cielo, ni infierno),
se convierte en la morada de los muertos que no descansan en paz.
El asunto ha sido cuidadosamente analizado por Jacques LeGoff
en El nacimiento del purgatorio. En resumidas cuentas, Tertuliano
fija la idea de que los aparecidos son muertos poseídos por el demo-
nio. Los fantasmas pasan a ser vistos como una ilusión diabólica. La
literatura moralizante de la época (sobre todo los ejemplarios) ofrece
innumerables casos.
Lecouteux recoge en su libro varios ejemplos que Cesareo de
Heisterbach escribió en su “Dialogus miraculorum” (“El diálogo
de los milagros”). En uno de ellos, una mujer pide, en plena agonía,
que le hagan unos sólidos zapatos y la entierren con ellos. “Me serán
útiles”, explica, y le conceden su último deseo. A la noche siguiente,
un caballero oye una voz: “¡Ayúdenme!”. Luego ve a una mujer que
sólo lleva camisa y zapatos; intenta atraparla de los cabellos, pero ella
escapa no sin antes perder varios mechones. Por la mañana abren la
tumba y ven que la muerta ha perdido buena parte del pelo.

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Analizando los textos de la Edad Media, Lecouteux postula una
división entre “falsos” y “verdaderos” aparecidos. Los verdaderos son
“difuntos que regresan por sí mismos, por una razón de su interés”.
Los falsos son por un lado los “muertos recalcitrantes” (los que van
a la tumba a regañadientes) y, sobre todo, los que reviven obligados
por alguna circunstancia: para defenderse porque se está violando
su sepultura o porque un tercero los invoca o los obliga a volver por
medio de la necromancia, es decir, por la resucitación de muertos
con el objeto de predecir el futuro.
En cuanto a los “verdaderos aparecidos”, están los que aparecen
en sueños y los que aparecen en estado de vigilia o, a menudo, en la
duermevela. Y están también los casos de fantasmas que equivalen a
anuncios funestos: aparecidos que son mensajeros o que encarnan la
propia muerte.
Un pasaje del “Cuento de Navidad”, de Charles Dickens, ofrece un buen
ejemplo de esto:

–Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que miraba constantemente hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.
–Me temo que no, Charlotte –repuso el hermano–, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?
–Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo lo llamaba, para darle ánimos, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse, cerrando la puerta.
–Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.
Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es  que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales  murieron  jóvenes. En  cada  ocasión,  el  niño  enfermaba,  regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas.

Roger Boyer, por su parte, distingue dos tradiciones que no se
circunscriben a la Edad Media: la aparición centrada en la realidad
corpórea (el “cadáver viviente”) versus la tradición centrada en lo
espiritual, en la noción de alma.

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El gótico y el romanticismo marcan la edad de oro del cuento de
fantasmas, cuyo esplendor suele situarse más específicamente en la
Inglaterra victoriana, o sea, desde 1837 hasta la muerte de la reina
Victoria, en 1901, o mejor dicho hasta la abdicación de su hijo y he-
redero Eduardo, en 1910, verdadero final de ese período histórico.
La proverbial “ghost story” inglesa tiene antecedentes, desde lue-
go, en el teatro isabelino. Hay fantasmas en las obras de Ben Johnson
o John Webster, y están los famosos espectros de Shakespeare (en
Macbeth, en Hamlet), que tanto influirán en novelas góticas como
El castillo de Otranto (Horace Walpole) o en Los misterios de Adolfo
 (Ann Radcliffe).
Es importante señalar las diferencias entre el fantasma gótico y
el victoriano, entre lo que algunos denominan (respectivamente)
“relato negro” y “relato blanco” de fantasmas. En el relato gótico o
“negro”, el escenario y la atmósfera suelen ser tenebrosos (el castillo
en ruinas, la habitación oculta, los aullidos de ultratumba), y los
fenómenos  sobrenaturales  son  definidos  casi  siempre  de  manera
más concreta: vampiro, fantasma, demonio. En el cuento fantástico
“blanco” o “victoriano”, el creado a partir de mediados o fines del
siglo XIX, la información del narrador suele ser más imprecisa, se
habla de apariciones o visiones, se recurre incluso a circunloquios
como “algo imposible de narrar” (Lovecraft será, más tarde, un maes-
tro de ello), y las apariciones suelen producirse (sin tantos gritos, ni
chirridos de cadenas) en lugares más cotidianos que extraordinarios
o misteriosos.
La literatura fantástica o terrorífica alcanza su pleno apogeo en
tiempos de puro racionalismo, dice Rafael Llopis en el prólogo a su
Antología de cuentos de terror, y “se desarrolla junto con él, como su
sombra que es”. Lo fantástico viene a cuestionar los preconceptos de
la razón, las certezas del positivismo. Pero, a diferencia de lo medieval
o lo gótico, lo hace sin apartarse demasiado del tiempo o del espacio
en que también se mueven los lectores. En Las palabras, Jean-Paul
Sartre caracteriza el abordaje entre mágico y científico de buena parte
de esta ficción: “El narrador contaba con toda objetividad un hecho
perturbador;  dejaba  una  posibilidad  al  objetivismo:  por  extraño
que fuese, el hecho debía tener una explicación racional. El autor
buscaba esa explicación, la encontraba, nos la presentaba realmente.
Pero enseguida empleaba su arte para que nos diésemos cuenta de
la insuficiencia y de la ligereza. Nada más: el cuento terminaba con
una interrogación. Pero bastaba: el Otro Mundo estaba allí, tanto
o más terrible cuanto que no se lo nombraba”.
Lo sobrenatural se suele tocar muchas veces, por supuesto, con
lo maravilloso, aunque se sabe que una especie de frontera entre
ambos universos la constituye, precisamente, el marco que rodea a la
historia: verosímil y cotidiano en el caso de los cuentos de fantasmas
clásicos donde un fenómeno inexplicable o sobrenatural altera y pone
en tela de juicio lo conocido; inhabitual y mágico en el caso de los
cuentos de hadas donde las reglas más básicas de lo cotidiano son
puestas en suspenso o directamente modificadas.
Las razones para el auge de los cuentos de fantasmas en la Iglaterra
victoriana han sido analizadas y argumentadas desde múltiples ángu-
los, especialmente desde una perspectiva política y social.
La Inglaterra victoriana (la Inglaterra cuya explotación capitalista
conoció de primera mano Karl Marx) fue imperialista, conservadora,
puritana, utilitarista y materialista. El desarrollo industrial colocó al
país a la cabeza de Europa, pese a algunas advertencias, como una
crisis económica en 1876 o las primeras huelgas en 1888-1889.
“Se ha dicho que las apariciones del mundo anglosajón serían el
necesario complemento de maravillas de una sociedad regida por lo
material y lo concreto”, indica Fernando Soto Roland en un detallado
estudio acerca del fantasma victoriano. “El egoísmo materialista del
espectro que se niega a abandonar el plano mundano y carnal de la
existencia –y que queda ligado a los objetos personales que lo individualizaron de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc.)– es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad que hizo de las cosas materiales un símbolo de status e identidad personal, que ya la muerte no podía disolver. El hecho de que se conserven relatos que hablan de espíritus vistiendo sus indumentarias de costumbre –corbatas, broches, sombreros, uniformes o tapados– es muy sintomático al respecto.”
Acerca de los fantasmas victorianos, Sartre afirma (también en
Las palabras) que “cuando no tenía enemigos visibles, la burguesía se
daba el gusto de asustarse de su sombra; cambiaba su aburrimiento
por una inquietud dirigida”. Es una buena imagen, que sintetiza en
gran medida lo antedicho. Sin embargo, a esta clase de análisis Soto
Roland le agrega algunas circunstancias que, a su juicio, también fue-
ron determinantes para que la figura del fantasma cobrara tal auge en
las sociedades burguesas de fines del XIX. Por ejemplo:

a) El surgimiento de nuevas disciplinas científicas orientadas al
estudio del hombre –la antropolgía y el folklore– que dirigieron su
mirada a las sociedades “primitivas”, rescatando mitos y leyendas po-
pulares que revelaban una relación con la muerte (y con los muertos)
que se creía perdida en el entorno occidental.

b) El resurgimiento, en el seno de la sociedad europea, del fenó-
meno espiritista (ya conocido desde tiempos antiguos).

c) Los avances tecnológicos, como la fotografía, que no sólo se
pusieron a disposición de esta rejuvenecida “caza de espectros”, sino
que produjeron “un fuerte impacto en las sensibilidades colectivas
de occidente”, puesto que la memoria y el recuerdo de los difuntos
pudieron  celebrarse  y  trascender  de  una  manera  hasta  entonces
inédita, ya que antaño sólo los muy ricos habían accedido a la “in-
mortalización” de un óleo o de una escultura.

Otro rasgo llamativo de la ficción del período victoriano es que,
si bien los escritores más renombrados fueron hombres, se advierte
una notoria abundancia de autoras mujeres como Elizabeth Gaskell
(1810-1865), Margaret Oliphant (1828-1897), Amelia B. Edwards
(1831-1892), Vernon Lee (1856-1935), Charlotte Ridell (1832-1906) o
Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), entre otras. “Por regla general,
sus fantasmas son más compasivos, especialmente cuando se trata
de niños, y exhiben una mayor cuota de humanidad que aquellos de
sus colegas masculinos”, sostiene Jean-Pierre Croquet.

9
Tras la edad de oro aparecen los primeros síntomas de desgaste: la
repetición de fórmulas o el mayor desarrollo del cuento de fantasmas
en clave humorística, que satiriza estas mismas fórmulas.
Desde luego, están quienes continúan rindiendo tributo a la tra-
dición desde un abordaje bastante fiel a las nociones de M. R. James,
aunque con matices más o menos renovadores. Son los representantes
de la llamada “segundad edad de oro”: E. F. Benson (1867-1940), Arthur Machen (1863-1947), Algernon Blackwood (1869-1951), A. M. Burrage (1889-1956), Cynthia Asquith (1887-1960), L. P. Hartley (1895-1972), Robert Aickman (1914-1981) o Rosemary Timperley (1920-1988).
En simultáneo, acaso lo más interesante de los últimos tiempos
haya sido la incorporación del fantasma al así llamado género neo-
fantástico, que se diferencia del fantástico del siglo XIX (en palabras
de Italo Calvino) por que “en el siglo XX se impone un uso intelec-
tual (ya no emocional) de lo fantástico: como juego, como ironía,
como guiño, pero también como meditación sobre los fantasmas o
los deseos ocultos del hombre contemporáneo”.
“Los amigos”, de Dino Buzzati, es un ejemplo de cuento de fantas-
mas innovador e irónico: la aparición no asusta, más bien molesta; el
fantasma lo es a medias ya que no se libró del todo de “cierto residuo
de consistencia” y pide permiso para quedarse entre los vivos porque
“del otro lado hay un poco de confusión”.
Un brevísimo cuento de Enrique Anderson Imbert da otra idea
del fantasma neo-fantástico:

–Yo –dijo un fantasma a otro al encontrarse en el desván de una
vieja casona– soy diferente a usted: yo no me morí nunca, yo
empecé fingiendo que era un fantasma, y ya me ve.

Y también otro brevísimo cuento, en este caso del mexicano Juan
José Arreola:

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar
de sus apariciones.

La imagen de fantasma que se impone a partir del siglo XX corres-
ponde, en buena medida, a lo que escribiera James Joyce en Ulises:

¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha
desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por
cambio de costumbres.

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Así como la gente suele creer o descreer en los aparecidos (“creer
o reventar”, como reza el dicho), L. P. Hartley llegó a sostener que
el cuento de fantasmas es “la forma literaria más exigente de todas”
porque es un género que tampoco ofrece término medio “entre el
éxito o el fracaso”.
Criaturas de la noche, del invierno, de las casas abandonadas, de
los climas neblinosos, de las zonas de pasaje (chimeneas, pasadizos,
túneles, puentes), de las zonas alejadas (montañas, bosques tupidos),
los aparecidos no suelen ser grandes viajeros –como apunta atina-
damente Lecouteux– ya que acostumbran permanecer apegados a
sus  cosas y a sus seres queridos, y no es infrecuente incluso que re-
aparezcan eternizados en su último aspecto, con las ropas (y con las
eventuales marcas, en caso de muerte violenta) de su último día de
vida, como tampoco es infrecuente que los atributos del vivo (fuerza,
inteligencia, etcétera) reaparezcan exacerbados en el fantasma.
“Al igual que el vivo no existe más que para perpetuar la larga
cadena de sus antepasados, el verdadero destino de un muerto es
convertirse a su vez en antepasado, reencarnarse, resucitar. O, en
todo   caso, seguir viviendo entre los suyos, o aparecerse”, ha escrito
Régis Boyer.
Los espectros poetizan esta clase de nociones, hasta metaforizar
todo aquello que se niega a morir, a caer en el olvido; hasta poner en
acción la inquietante certeza de que así como los vivos son mortales,
los muertos son inmortales.
“El fantasma”, ha dicho Robert Aickman, “nos recuerda que la
cosa más concreta y a la vez más incierta es la muerte, ese país des-
conocido del que ningún viajero ha podido regresar, excepto él ”.
No es de extrañar que Henry James tuviera entre sus temas predi-
lectos a escritores y fantasmas. Exagerando un poco podría sostenerse
que ambos consiguen, a contrapelo del tiempo, un mismo milagro:
el de materializar la vida.


(Este ensayo es el prólogo del libro "FANTASMAS", antología editada 
por AH y compilada por Eduardo Berti)

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