“Todo esto sólo significa aceptar con humildad que lo que se escribe puede servir para algo. Estoy harto de hipocresía, de banalidad: estoy harto del circo literario. Sería cuestión de trabajar en esto con la honradez de un escritor religioso como Léon Bloy, de un anarquista como Rafael Barrett (se refiere a la posibilidad de intervenir en los medios con textos periodísticos). Las cartas del último Hesse. Qué significan, si no la conciencia que toma un escritor de sus palabras”.
Un ejemplo más que expresivo de este aceptar algo de la “función” del escritor, viejo tema, aparece en los propios Diarios cuando el apocalipsis internacional y nacional derrama sobre todos nosotros en 2001. Abelardo encara entradas y más entradas acerca de la situación en Medio Oriente tras el atentado a las Torres Gemelas y el estallido argentino de diciembre, en 2003 sigue atentamente la invasión a Irak. El compromiso de escribir sobre estos temas, el hecho de no utilizar la literatura como refugio, se ve acentuado porque estos textos no fueron hechos para intervenir en caliente sino que le permitían ir evaluando, sentando posiciones, calibrando una mirada que busca penetrar en algo de la condición humana en situaciones extremas. Situaciones en las que, precisamente, la palabra y la voz del intelectual amenaza con enmudecer por un exceso de realidad.
El humor como anti climax, la burla de sí como disolvente de la solemnidad, no tomarse demasiado en serio como escritor y como hombre que sufre dolores, la pelea constante y metafísica con Sabato, la posibilidad de transmitir calma y narrar momentos de serenidad, el amor por los gatos (y también por unos insólitos perros sampedrinos cuya protección provocó la escritura de una desopilante carta de lectores), la reflexión sobre la decadencia del cuerpo sin caer en el regodeo patético de otros diarios o el recurso escatológico a la Philip Roth, algunas anécdotas contadas con inmejorable pulso, como el de los jóvenes que van a buscarlo borrachos a las cinco de la mañana, el amor eterno por Sylvia, el estoicismo ante la muerte de otros escritores que se torna en desesperación abierta ante la prematura muerte de Paola Kaufmann, una de sus alumnas dilectas, son algunos de los aspectos más salientes de estas páginas, entreverados con los libros, las palabras y los días. Y aunque siguiéramos aumentando la enumeración, aunque intentáramos una comparación con las estrategias narrativas de los también recientes Diarios de Ricardo Piglia o fuéramos a remontarnos a los diarios más célebres como los de Kafka, siempre habría un residuo, jugoso residuo escurriéndose del subrayado implacable de la lectura crítica y que el lector que ya está leyendo puede entender o pronto entenderá.
Hay, decía al comienzo, algo del orden de la luz en la oscuridad y de la luz en el cielo despejado de una radiante mañanita porteña. De la calidez quizás insospechada detrás de un carácter difícil, de la incapacidad de expresarse que Abelardo tanto se reprochaba a sí mismo y que aquí se transfigura en una capacidad expresiva casi sin límites aunque siempre con pudor, con freno. En fin: que si el primer volumen planteaba la vida como un combate perpetuo bajo la divisa de “amor y trabajo”, nada de eso desaparece del todo en esta segunda y final entrega de los diarios de Abelardo Castillo. Pero algo muy cercano a la sabiduría (y perdón porque odiaba ser maestro: nada más insensato y propio de un adolescente que seguirme a mí, reflexiona por ahí), se abre paso en estas páginas. Y en el empuje final, nos revela que la sabiduría puede ser algo cálido, algo alegre, algo que definitivamente nos devuelva siempre a la literatura pero con la conciencia de que no es un escapismo, un entretenimiento, ni tampoco la fuente de la sabiduría, claro está. Sucede que es todo, y la realidad también. Son todos los mundos reales o no será nada.
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