30.4.19

DIARIO DE UN ESCRITOR / ABELARDO CASTILLO

ABRIL 16 (1995)

Hoy, caminando por Sylvia por nuestro nuevo barrio. Pasamos frente a un café en ruinas, cerrado. Café de los Angelitos. Ahí se hicieron las primeras reuniones de El Grillo de Papel. “Voy a tener que anotarlo” le dije en broma; pero lo estoy anotando. Ella me dijo que debía ser raro esto de pasar los cuadernos viejos mientras agregaba cosas del presente en los actuales. Es raro. Como una novela confusa tipo Crónica.
Me va a pasar como a Tristam Shandy. No voy a llegar nunca a mi propio presente, tanto anotar el pasado inevitable. Lo que yo más digo es que no puedo escribir. Cosa que, efectivamente, me pasa ahora mismo.

AGOSTO 4 (1997)

Corrijo las últimas galeras de los cuentos completos. Volver sobre “La madre de Ernesto” o “El candelabro de plata” es una experiencia que no tiene nada que ver con la literatura. Una especie de viaje en el tiempo, como esas pesadillas donde yo soy como ahora pero los demás no, donde los hechos suceden, yuxtapuestos, ahora mismo y hace cuarenta años. Reescribí “Hernán” aunque dudo de que algún lector se dé cuenta. En “La madre de Ernesto” estaba dos veces el verbo escuchar en lugares donde debía utilizarse oír (los pasos por la escalera, el ruido de una canilla), cosa que sabía perfectamente cuando lo escribí, sólo que entonces tenía la coquetería juvenil de escribir “mal”. Finalmente corregí el “Entonces fue que lo dijo”. En la versión anterior ya lo había cambiado por “Entonces fue cuando lo dijo”, que es lo correcto pero que ahí suena demasiado temporal, además, no sé por qué, feo, y súbitamente me di cuenta de que bastaba con escribir: “Entonces lo dijo”. Treinta y cinco años para advertir eso.

AGOSTO 10 (1997)

No entiendo la razón de algunas opiniones literarias de Borges. Leo Los tres impostores de Arthur Machen, libro que él juzga una obra maestra. Lo leo con infinito esfuerzo y casi por probidad. Me parece tedioso e insignificante. La truculencia del final está en el límite de la tontería: es inexplicable que esto le gustara a Borges. Me pasa lo mismo con La piedra lunar, con la diferencia de que, al menos por ahora, no intento seguir su lectura. Bastaba que un autor escribiera en inglés para que Borges creyera que sus libros eran estupendos. Una explicación que le encuentro es que debió de leerlos en lengua original, cuando era muy chico. El placer infantil que causa descifrar un idioma extranjero se superpone con los años al recuerdo del libro, lo perfecciona en la memoria. Me parece que esto ya lo dije en otra parte, y lo que sigue también; el mal que nos han hecho algunas opiniones literarias de Borges es casi tan grande como el bien que nos hicieron sus propios libros. No le gustaba García Lorca, no le gustaba Goethe, no le gustaba Neruda, decía que Quiroga había hecho mal lo que Kipling había hecho bien. Los personajes de Conrad le parecían más recordables que los de Dostoievski. Nunca citó a Chéjov ni a Tólstoi. Desdeñaba Gargantúa y Pantagruel. Le apasionaba, en cambio, El hombre invisible de Wells; y hasta La isla del doctor Moreau.

MARZO 28 (1998)

La ventaja de haberle puesto un lector de CD a la máquina es que puedo escribir estas líneas al mismo tiempo que escucho a Corelli. La desventaja fue que perdí dos semanas enteras en conseguir que la computadora funcionara más o menos como debe. Y no porque tuviera ganas de hacerlo, sino porque mis especialistas en computación saben menos que yo. Si hubiera puesto, en la novela, la cuarta parte del esfuerzo mental que puse en hacer que esta máquina se comportara con dignidad de máquina, ya habría terminado de escribirla. De todos modos, escucho a Corelli.
Cosa que antes también podía hacer, naturalmente, desde el audio.

DICIEMBRE 31 (2000)

Este año no hice nada y no creo que me justifique el hecho de que me había prometido no hacer nada, ya que ese proyecto (de algún modo hay que nombrar las cosas) tenía más bien que ver con los reportajes y las conferencias y los viajes.
Bien, desde hace dos días tengo un nuevo gato, Demetrio.
Lo trajo Sylvia contra mi voluntad, lo que ocasionó un breve ataque neurótico de mi parte. Debe tener dos meses, es amarillo o quizá barcino. Me había dispuesto a detestarlo pero, naturalmente, no lo conseguí. Como Tatiana no lo adopta, debí dormir dos noches con él, lo cual ha producido entre nosotros, entre Demetrio y yo, una especie de corriente de amor irrefrenable. El problema ahora es Tatiana. Lo mira de lejos, le bufa, y cuando el tipo se le acerca da toda la impresión de que está dispuesta a almorzárselo. Esa gata tiene, sin duda, un carácter mucho menos endeble que yo. En suma, algo así como una nueva razón para vivir: lograr que Tatiana deponga su hostilidad.
Salvo sentarme regularmente a escribir, he conseguido cosas más difíciles en mi vida.

ENERO 8 (2004)

En San Pedro desde el lunes. Lo único que hice desde que llegué fue lidiar con esta computadora que, por alguna razón, se negaba a entrar en Windows. Finalmente conseguí hacerla funcionar, no sin antes desarmarla. Quitarle la tarjeta del módem y reconfigurarla casi por completo. Lo malo de estas mínimas proezas cibernéticas es que, pasado el malhumor, me hace sentir orgulloso de mi habilidad técnica –que en rigor sólo es empecinamiento paranoico– y, por supuesto, con muchas más ganas de acostarme satisfecho a meditar en las musarañas. Por si fuera poco, olvidé los anteojos de leer en Buenos Aires. También solucionado, a mi manera. Compré dos pares de lentes descartables que, montados uno sobre el otro, me permiten ver perfectamente.

ENERO 31 (2004)

Una mosca, hace un momento. Una de esas grandes y horrorosas moscas de verano. Revolotean como ciegas alrededor de uno y se siente asco de sólo pensar que puedan tocarnos. De pronto de quedó quieta sobre la tulipa verde de la lámpara del escritorio. Estaba a unos treinta centímetros de mí, inmóvil, y yo tenía El ABC de la lectura de Ezra Pound. En el momento en que iba a matarla, la mosca se restregó las patitas delanteras, una contra otra, y se las pasó por la cabeza con ese movimiento tan parecido al que hacen los gatos. Se la podía ver tan perfectamente bien, tan perfectamente inerme... Resultado: la mosca sigue viva por ahí. Tiendo a pensar que algo comprendió de lo que estuvo por pasarle, porque, tal vez agradecida, no ha vuelto a molestarme.   

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