27.9.17

CUARTA SESIÓN DE LA CLÍNICA LITERARIA, CUARTO MÓDULO.


Cantidad de regalos para la Clínica de cuentos del Galpón. Esta semana recibimos un librazo: “El cielo de los animales”, de David James Poissant, de Edhasa. Lo envió mi amigo Sebastián Lidijover de Riverside Agency: son los mejores cuentos que leí en mucho tiempo. El autor es un neyorkino muy jovencito. “El hombre Lagarto” es, simplemente, sensacional. Un rompecabezas perfecto. Fue el que utilizamos para arrancar la noche. Sebastián también me mandó el tercer volumen de las memorias de Piglia publicado por Anagrama. Muchas gracias, y gracias también a Nacho Iraola y a Paulina, de Planeta, por su gentil envío de los libros de Carson McCullers en su edición de Seix Barral por los 100 años del nacimiento de la autora, que murió antes de cumplir los cuarenta. Una pena, aunque dejó un montón de obras valiosas: “La balada del café triste”, “Reflejos en un ojo dorado” y “El corazón es un cazador solitario”. Belleza pura. De una de las reediciones saqué unas pequeñas joyas sobre la escritura reunidas en el volumen “El mudo” y otros textos, prologado por Rodrigo Fresán. Va una muestra:


“Solo con imaginación y realidad se llegan a conocer las cosas que requiere una novela. La realidad por sí sola nunca ha sido demasiado importante para mí. Una profesora dijo una vez que hay que escribir acerca del patio trasero de la propia casa; y con eso, imagino, quería decir que se debe escribir sobre las cosas que se conocen más íntimamente. ¿Pero hay algo más íntimo que la propia imaginación? La imaginación combina memoria con intuición, combina realidad y sueños,”

La comida, esta vez, la hice yo: sánguches de matambre de ternerita en panes caseros. No hubo quejas. El vino –tinto- lo trajo Déborah: el Cabernet Sauvignon de Latitud 33. 
Leyeron Pablo y Déborah. Completé mis críticas con “Te recuerdo como eras en el último otoño”, de Bernardo Jobson, un micro relato de la escritora canadiense Lori Saint-Martin y fragmentos de poemas de Sharon Olds y de Ian McEwan (“Fabricación casera”, de “Primer amor, últimos ritos”). Como regalo final, va un pedacito del relato de Lori:

“No nos ponemos a aullar como si la mejor amiga de uno fuera la luna. No nos hundimos golpeando con los puños el suelo indiferente. No nos arrancamos la piel para exponer jirones del propio corazón. No. Sonreímos, decimos sí, está bien, bien.”

25.9.17

CÓMO EMPECÉ A ESCRIBIR / CARSON MC CULLERS

En nuestra vieja casa de Georgia teníamos dos cuartos de estar –uno detrás y otro delante– con puertas plegables entre los dos. Era allí donde hacíamos la vida familiar y también donde representábamos mis espectáculos. El cuarto delantero era el auditorio y el trasero el escenario. Las puertas plegables, el telón. En invierno, la luz del hogar de la chimenea parpadeaba sombría y se reflejaba en las puertas de nogal. Y en los últimos tensos momentos antes de alzarse el telón se advertía el tic tac del reloj sobre la repisa de la chimenea, el viejo reloj de pie, con el cristal en el que estaban pintados los cisnes. En verano el calor era sofocante en las dos salas hasta el momento de alzar el telón, y al reloj lo silenciaban los silbidos de los jardineros  y de las radios lejanas.
En invierno, flores de escarcha brotaban en los cristales de las ventanas (los inviernos en Georgia son muy fríos), y las habitaciones tenían corrientes y estaban silenciosas. En verano las ventanas abiertas hacían que se agitaran las cortinas con cada soplo de la brisa, llegaba el olor de las flores recalentadas por el sol, y hacia el crepúsculo, también el del césped regado. En invierno tomábamos cacao después de la función, y en verano, naranjada o limonada. En verano y en invierno los bollos eran siempre los mismos. Los hacía Lucille, la cocinera que teníamos por entonces, y nunca he probado otros tan deliciosos como aquellos. El secreto de su éxito residía, creo yo, en que nunca le salían bien. Se trataba de magdalenas de pasas y chocolate que no subían como pide la receta, de manera que carecían propiamente de abultamiento: lo que hacían era estar húmedas, ser planas y tener las pasas muy juntas. El encanto de aquellas magdalenas era por completo accidental.
Por mi condición de mayor de los hermanos era la guardiana, la que contaba los bollos, la jefa de todas nuestras funciones. El repertorio, ecléctico, iba desde refritos de películas hasta Shakespeare, además de piezas que yo inventaba y que a veces escribía en mis libretas de anillas Big Chief que costaban cinco centavos. El reparto, eternamente el mismo (mi hermano menor, mi hermana Baby y yo) nuestra mayor desventaja. Baby era en aquellos días una criatura de diez años, altiva y obstinada, terrible en las escenas de muerte, desmayos y cosas por el estilo. Cuando Baby se desvanecía para morir de pronto, miraba prudentemente alrededor y caía con mucho cuidado en un sofá o en una silla. (En una ocasión, lo recuerdo bien, una de esas caídas mortales rompió dos patas de una de las sillas favoritas de mamá). 
Como directora de las funciones, yo aceptaba interpretaciones terribles, pero había una cosa que sencillamente no soportaba. A veces, después de prepararlos y de ensayar media tarde, los actores decidían abandonar el proyecto momentos antes de que alzáramos el telón y se marchaban a jugar al jardín.
“Me esfuerzo y trabajo en una función toda la tarde y ahora me dejan plantada”, gritaba yo, perdida por completo la entereza ante la adversidad. “¡No son más que niños! ¡Niños! ¡No sería mala idea fusilarlos!”.
Pero ellos se bebían a grandes tragos el cacao o los refrescos y se iban corriendo con los bollos de pasas.
La utilería era improvisada, limitada sólo por las modestas prohibiciones de mamá. El cajón de arriba del armario ropero quedaba excluido y en las obras que requerían enfermeras, monjas y fantasmas teníamos que arreglárnoslas con servilletas, manteles y sábanas de clase inferior.
Las funciones en la sala de estar terminaron cuando leí por primera vez a Eugene O’Neill. Fue en el verano en el que encontré sus obras en la biblioteca y coloqué su retrato en la repisa de la chimenea del cuarto de estar que utilizábamos como escenario. En otoño ya estaba escribiendo una pieza en tres actos sobre venganza e incesto: el telón se alzaba en un cementerio y, después de escenas de sufrimientos, variados, volvía a caer sobre un catafalco. El reparto lo integraban un ciego, varios débiles mentales y una vieja malévola de unos cien años. La obra no se podía representar en las salas de estar. Hice lo que llamé una “lectura” a mis pacientes progenitores y una tía que estaba de visita.
A continuación, creo, vinieron Nietzsche y una pieza llamada El fuego de la vida. La obra tenía dos personajes –Jesucristo y Friedrich Nietzsche– y el aspecto que yo valoraba más era que estaba escrita en verso. También hice una lectura de aquella obra, y después entraron los niños, que estaban en el jardín, bebimos cacao junto al fuego en la sala de estar de atrás y nos comimos los hundidos y deliciosos bollos de pasas.
“¿Jesús? –preguntó mi tía cuando se lo contaron. –Bueno, la religión siempre es un buen tema”.
Aquel invierno las habitaciones de la vida familiar, la ciudad entera, parecían estrujarme y encogerme el corazón adolescente. Anhelaba marcharme lejos. Me atraía Nueva York de manera especial. El reflejo del fuego en las puertas plegables de nogal me entristecía, así como el tedioso sonido del viejo reloj de los cisnes. Soñaba con la distante ciudad de los rascacielos y con la nieve, y Nueva York fue el feliz escenario de aquella primera novela que escribí cuando tenía quince años. Los detalles del libro eran extraños: revisores de metro, patios delanteros de Nueva York; pero para entonces ya no tenía importancia, porque había emprendido otro viaje. Fue el año de Dostoievski, Chéjov y Tolstoi, y los primeros barruntos de la existencia de una región insospechada equidistante de Nueva York, de la Rusia de los zares y de nuestras salas de Georgia: la maravillosa región solitaria de las historias sencillas y del mundo interior. u
Este texto fue publicado en la revista Mademoiselle en 1948 y ahora ha sido recogido en el volumen El mudo publicado por Seix Barral junto con toda la obra narrativa de Carson McCullers.

21.9.17

TERCERA REUNIÓN DE LA CUARTA TEMPORADA / CLÍNICA DE CUENTOS DEL GALPÓN

Ayer a la noche tuvimos la tercera reunión de la Clínica de Cuentos del Galpón Estudio. Durante la primera media hora, mientras esperábamos a Déborah que había avisado que llegaba más tarde, completé las correcciones de los dos cuentos de la última clase con una lectura (relectura, en la Clínica) de "El asalto a las instituciones" de Rodrigo Fresán. Vimos también cómo el gran Elías Canetti hace autodescribir a sus personajes Kien, Teresa y Siegfred Fisher en "Auto de fe", mediante monólogos hilarantes, casi en el límite del absurdo. Es mundial cuando Fisher se manda a hacer un saco nuevo y quiere ocultarle al sastre que tiene una joroba.
 Después llegó la escritora y cocinera Belén Wedeltoft con sus productos frescos de Oslo, comida de mar , el emprendimiento culinario que maneja desde hace varios años. Nos trajo empanadas de salmón premiun, salmón cheese y de langostinos con queso, tomate y albahaca Y probamos el nuevo producto (foto): las hamburguesas de salmón. Hasta nos contó su receta secreta, porque Fernando preguntó. Son exquisitas. Y la receta sola vale venir al Galpón a hacer la Clínica de Cuentos, ¡así que no se divulgará gratuitamente! (me salió el Kien en su máxima expresión). Bajamos el banquete vikingo con dos botellas de blanco Calduch Gimeno, de bodega Sema, que trajo Fernando. La uva se llama Tocai Friviano, nunca la había probado antes. Muy rica y fresca.
Leí "Los dos montones de tierra", uno de los mejores "Cuentos para tahúres y otros relatos policiales" de Rodolfo Walsh. Y después seguimos con algo de teoría de "El simple acto de matar", de Raymond Chandler, texto recomendado por Claudia Piñeiro. Va un extracto:

"El realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo; en que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a nadie, porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o a la policía no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público, frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más que un ademán superficial para impedirlo.
No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos, y ciertos escritores de mente recia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en él tramas interesantes y hasta divertidas. No es gracioso que le asesinen por tan poca cosa, y que su muerte sea la moneda de lo que llamamos civilización."

Para finalizar corregimos en grupo los cuentos de Fernando y de Nicolás. Muy jugados los dos.

16.9.17

UN MICROCUENTO DE LORI SAINT-MARTIN

"El día en que se murió mi madre, antes de subir el avión, me compré un vestido con flores."

("Matemáticas íntimas", traducción de Jorge Fonderbrider)

15.9.17

MATEMÁTICAS ÍNTIMAS EN LIBRERÍA NORTE

Ayer a la noche se presentó el libro "Matemáticas íntimas", de Lori Saint-Martin, escritora y traductora canadiense, en la Librería Norte de Débora Yanover. Hablaron la editora y el poeta Jorge Fonderbrider, que hizo la traducción de los cuentos brevísimos. Lori, además de ser mi amiga, fue la traductora de "El corazón de Doli" al francés. Un lujo.

14.9.17

LAS FOTOS DEL BANQUETE DE LAURA



CLÍNICA DE CUENTOS, CUARTO MÓDULO / SEGUNDA REUNIÓN

La profesora Elsa Drucky Drukaroff me aconsejó que leyera los cuentos de Pía Bouzas. Fui a la librería y no había. Entonces me conecté con Pía por feis y me ligué un cambio de libros que haremos próximamente más un adelanto virtual de su maravilla: "El miedo de las vacas". Un ejemplo de tensión narrativa que leímos hoy en el Galpón Estudio.
¿Qué decir de la comida? Estuvo Laura Lober y nos cocinó un banquete judío. Gefilte fish con crocante de manzanas de postre. 
Se pasó, de nuevo. Cada vez que viene la rompe. Si alguien quiere pedirle un delivery para fiestas o reuniones, puede conectar con ella en los teléfonos que figuran en el flyer. El miércoles que viene, además y como bien dice ahí, Laura preparará un banquete para todos los que quieran ir, en Thames 480. Precios mínimos y un lujo de comida. Hagan click sobre el menú. Te podés llevar el vino. Y nombrando este post no te cobran el descorche. Más no se puede pedir. Desde la Clínica de cuentos la recomendamos enfáticamente. 
Acompañamos la cena con una botella de Tolentino (pinot grigio) y otro blanco cosecha tardía de Norton que trajo Fernando, más café.
Leyeron Nicolás  y Fabián. Orienté mi crítica con otro cuentazo: "El lenguaje de los peces", de mi amiga Cristina Fernández Barragán. Con ella y Raúl Brasca, en otra época, hicimos "Maniático Textual", una revista de literatura que nos gustaba mucho. 
A Cristina le hubiera encantado venir a mi clínica de cuentos. La quise un montón. Besos, donde quiera que estés, preciosa. Y gracias.

11.9.17

HEBE UHART ENTREVISTADA POR VERÓNICA BOIX

No creo que sea aconsejable hablar siempre de uno mismo. Hay una escritora norteamericana, Lydia Davis, que he dado en talleres, que habla del yo epidérmico. Es el yo de todas las dificultades, el yo más inmediato. Siempre estás disconforme porque la silla es dura o porque las mangas son largas o el agua no hierve cuando vos querés. En los talleres digo que hay que tratar de superar esa disconformidad, sino no podés escribir. Si te molestan muchas cosas, estás siempre pensando en lo que te molesta, ¿sí o no? Estás pendiente de todos esos pequeños detalles. Es decir, tenés que olvidarte de lo que te hacen las cosas a vos.
¿Cómo se supera esa dificultad?
Una se acostumbra a eso. Flannery O'Connor hablaba de un estado de ánimo a media rienda. No estar ni demasiado exaltado ni deprimido. Es decir, las personas que tienen grandes oscilaciones de humor tampoco pueden escribir. Un deprimido no puede escribir porque eso se contagia al material, ves todo gris. Si estás demasiado exaltado, ves todo extraordinariamente importante, y no es todo igual. La mayoría de las cosas que sirven para escribir, sirven para la vida. Lo que tiene que aprender un escritor es a acompañarse a sí mismo.
¿En qué consiste ese acompañamiento?
Acompañarse a sí mismo es esperarse. Pensar: "Ahora no me sale pero después a la tarde me va a salir. Voy a esperar y me va a salir". En realidad el que escribe son dos: uno que tiene el material y otro que acompaña. Puede acompañarse bien o rebelarse. Todos tenemos obsesiones parciales. Si me agarra la obsesión, yo no escribo. Lo mismo ocurre con cualquier actividad de la vida. Pensás: "Me baño a la mañana o a la noche", "con ducha o inmersión". Esa actividad mental eterna nos come un montón de vida, ¿sí o no? A mi me come un montón de vida; cada vez que tengo que pasar un texto a la computadora hago ese proceso. En verdad, el asunto es empezar. Detrás hay aprehensión, hay miedo, por eso lo vas postergando. Lo mejor es ir, lanzarse y hacer algo. Sino te quedás meditando una vida.

LAS PANORÁMICAS DE EDU




8.9.17

PANORÁMICAS / EDUARDO STUPÍA


Estuve tres veces en Berlín. Una fue mientras todavía había un muro, y me sentí como si viviera escenas de Las alas del deseo. Paré en casas de dos amigos, obviamente del lado occidental. La segunda vez fue en 2001, para cubrir el congreso de la Unión Internacional de Arquitectos para Página 12. La gente del Instituto de Cooperación Iberoamericana me había conseguido un pasaje vía Madrid, y me hospedé en lo de una arquitecta chilena casada con un alemán. La pareja vivía en un edificio tomado en el este. En los espacios vacíos del muro había muchas plazas, y algunos edificios institucionales. La tercera vez fui a un hotel boutique cuatro estrellas, pagado por el Instituto Goethe, para grabar las escenas que le faltaban a Fernando Díaz en el documental Monumento. Encontré que las plazas ex muro estaban ya casi todas ocupadas por mega edificios de empresas multinacionales que volvían a recomponer, ahora comercialmente, la muralla. Entre cada viaje y el siguiente pasó considerable cantidad de tiempo, años. Cada vez que fui vi a una ciudad distinta. Así pasa siempre en los viajes: sacamos una panorámica, volvemos el año siguiente y, aunque nos pongamos en el mismo sitio del observador, a la misma hora del mismo día, la foto va a ser diferente. Aunque el fondo, lo más básico de la foto, sea siempre el mismo, por ser la misma ciudad. ¿Boutade? Nadie baja dos veces al mismo río.
Una panorámica remite a un formato de plano. “En lo que hace a la acepción técnica de la palabra, y especialmente en los ámbitos del cine y de la fotografía, se llama panorámica a una entre tantas otras proporciones de las dimensiones de alto y ancho -conocidas en la jerga como aspect ratio- de la imagen”, leo en la cartilla de la nueva exposición de Eduardo Stupía, sita en el espacio de la Colección Amalia Lacroze de Fortabat. “Más popularmente, la palabra alude, desde luego, a un panorama, un recorte de extensión visual amplia, de disposición horizontal y expandido hacia los costados.”
Son tres series, dos realizadas en España: “Madrid 1” y “Madrid 2”, y una en Uruguay, titulada “Montevideo”. Voy a hablar de la primera de las “Madrid”, una colección de doce aguafuertes y monotipo sobre papel Somerset Satín de 410 gramos, y el aspecto de obra al que Eduardo nos tiene acostumbrados. Son, justamente, panorámicas. Enormes, de 1,65 x 2,30 metros. Stupía me cuenta que debido al nombre, que no indica más que el lugar donde se hicieron las copias y se realizó la exposición original, un curador vio en uno de los papeles reminiscencias del Guernica. Salvo porque es en blanco y negro, tiene formato horizontal y es de un tamaño grande, es imposible llegar a esa referencia.
Él dice que es por la vaguedad de las manchas, que podrían representar muchas cosas. Hay algunas panorámicas que parecen naturaleza, pero hay otras en las que podemos entrever paisajes urbanos (escaleras, calles, terrazas, plazas, edificios). “El lenguaje gráfico, cuando no es explícito, hace que el espectador venga a nombrar, encuentre secuencias, sucesos, visiones. Lo que el artista no nombra, lo nombra el que mira”, afirma Stupía. El bosque gráfico abierto propende a las asociaciones más diversas. “Hasta un falso Guernica”, dice sonriendo.
Yo presiento algo parecido a lo que me pasa con mis fotos de Berlín, sobre todo aquellas en las que repetí lugares exactos en diferentes temporadas. Veo algo de eso en estas panorámicas. Eduardo me explica que es así porque la base de todos los dibujos es la misma, como un plano que se repite. “El soporte gráfico es un papel con un grabado clásico, una aguafuerte directa. Los instrumentos fueron buriles y puntas, sobre una chapa de las dimensiones de la hoja. Con eso se hicieron quince copias en los talleres de Benveniste Contemporary, de Madrid, bajo la supervisión de Dan Benveniste. Esta primera intervención ocupa los bordes del papel y algunas partes intermedias, como si fueran sellos. Sobre cada una de esas copias yo trabajé una monocopia con pinceles, esponjas, espátulas y mis manos. Hay una parte del grabado que se repite en la obra y una intervención manual diferente y posterior. Al final quedaron solamente doce originales”, dice.
Paseamos entre los papeles, perfectamente exhibidos por la curadora Verónica Gómez. Algunos están más claros; a medida que llegamos a los últimos se nota mayor densidad de tinta y acciones. El paisaje inicial cambia, pero es el mismo. Como ir doce veces a una ciudad que se ha completado, que mutó, que muestra grandes modificaciones aunque nosotros nos preparemos para sacar la misma foto. Cuando Eduardo habla dice las palabras movimiento, traslación, transitividad y temporalidad. Dice que quisiera que el observador lo acompañara en ese viaje. Hay un aire de procesión entre la primera lámina que se ve y las últimas, a las que llegamos después de caminar cuarenta metros. Me gusta eso.
Otro ingrediente adicional que incita a ver paisajes o ciudades en estas manchas tiene que ver con el origen de la memoria del artista. Stupía no lo oculta, lo exhibe en la misma muestra. Desde chico viene coleccionando grabados de parques, ríos, montañas; palacios, puentes, torretas; cielos nublados y cielos limpios, y los guarda en cajas, clasificados. Cuenta que en su taller hay lienzos, papeles y collages. “Archivo revistas viejas, profusas en panoramas que posibilitan combinaciones, y después con eso compongo los collages”. Saca muchos de la enciclopedia La ilustración -muy famosa, acota- y de un Larousse francés de cincuenta tomos. Vemos un video con las manos de él armando esos collages de panorámicas absurdas, donde las montañas a veces están al revés, y los ríos pueden desembocar en techos japoneses.
La lógica del collage es siempre un juego: ya lo verificamos antes con los artistas del colectivo Chasco (Hurtado, Brarda, Chocrón). A veces una torre se pega con un torso humano y todo se puede transformar en una nube. Stupía desarma los paisajes de esos grabados existentes y los vuelve a armar, buscando inspiración. Le digo que esto es como mostrar el truco, y él me aclara que no es ningún truco, sólo su “zona lateral”. Le digo también que en la recorrida vi un fragmento de su obra que ahora reconozco, lánguidamente, en esta fotocopia pegada. Le señalo una vertiente tomada de un Pequeño Larousse Ilustrado del 30, expuesta en una de las vitrinas. Le saco fotos a las dos cosas –al collage y a su panorama- y él se ríe. “Puede ser eso, o no. La fragmentación de campo es la forma en la que trabajo las grandes superficies. Decidí exponer los collages para que la gente los use como modo de detención de la mirada y encuentre coincidencias, si quiere”, concluye.
Vuelvo a remitirme a los Chasco y le cuento que ellos trabajan los collages en vivo junto a los espectadores; los vi hacerlo en la Casa de la Cultura de San Isidro, con el fin de jugar con los niños que iban a la visita. O con los grandes que se creen niños. Le digo: “Eduardo, encuentro tu video de composición muy instructivo. ¿No sería bueno hacer un ejercicio pedagógico con escuelas, para que los niños busquen en tus obras los motivos que vieron en los collages?”. Parece posible y divertido. Me contesta: “Cuando yo pinto también veo cosas. Pero el punto está en que las termino de mostrar sin evidenciar ese sentido. Si las terminara de mostrar serían solamente eso. Y yo quiero que sean eso y mucho más. Las alusiones van siempre por cuenta del espectador”.
La línea piensa y hace pensar.
Desde el 25 de agosto hasta el 29 de octubre en Olga Cosentini 141, Dique 4, Puerto Madero.

Y en La Agenda.

7.9.17

CUARTA TEMPORADA DE LA CLÍNICA DE CUENTOS DEL GALPÓN ESTUDIO / PRIMERA JORNADA


Hola. Aquí estamos de nuevo por cuarta vez, con este formato de tres meses que tanto disfrutamos. Como la idea es no innovar, la largada la marca la arquitecta Sanjurjo con su torta de siempre, la cheesecake de maracuyá, servida con café. Una buena costumbre de la Clínica. Y esta vez empezamos de fiesta, porque don Fernando Espinosa, asiduo concurrente y escritor en ciernes y no tan en ciernes, acaba de salir finalista del VII Concurso Internacional de relato "CAÑOS DORADOS", con un cuento con un espejo roto corregido en el taller. Un caño de cuento, cañazo.
La jornada se inició leyendo a Jack London, uno de sus mejores relatos, pero no el que se lee en todos los talleres. No sé qué pasa pero siempre que en un taller se lee a London, van a "Encender un fuego". Lo mismo pasa con Salinger y "Un día perfecto para el pez banana" (que al lado de "El hombre que ríe", por ejemplo, no le veo la gracia). El cuento que leí es... "Un pedazo de carne", el del boxeador que pelea contra su edad. Lo saqué de la edición de Corregidor de los cuentos completos que me regaló Paula Pampín.
Hay seis concurrentes: Fabián, Fernando, Jonathan y Pablo, los de la clínica anterior que volvieron a anotarse. Y dos nuevos, Nicolás y Deborah.
El turno de lecturas fue por orden de envío: primero Pablo, segunda Deborah. Al primer cuento le falla el monstruo, la construcción del monstruo, para eso estudiamos textos de Lovecraft y Robert Bloch, el que escribió el guión de "Psicosis" de Alfred Hitchcock. Para apoyar el cuento de la niña, leí uno de un joven que hasta hace poco no conocía, Pablo Colacrai, de su libro "Nadie es tan fuerte", ediciones Modesto Rimba. El cuento se titula "El mejor regalo del mundo". Es buenísimo cómo surfea entre el presente y el pasado. Y sobre todo porque se ajusta exactamente a la máxima de Hebe Uhart, que sale en el libro recopilado por Lili Villanueva:

 "Estoy cansada, por ejemplo, pero ¿cómo es la cualidad de mi cansancio?, o ¿de qué manera particular uno se cansa de sí mismo? Si la observación o percepción no está acabada, completa, me abstengo de escribir, porque lo que escriba va a traicionar la idea que tengo del tema."

Nuevamente por acá, la Clínica. Saludos.

1.9.17

LA CLÍNICA DEL GALPÓN

Una vez más vamos a empezar con la Clínica del Galpón, el próximo miércoles. Estoy agradecido y emocionado: me gusta mucho que confíen en lo que sé. A pesar de que el mínimo de participantes está cubierto, podemos ampliarla a dos más, así que siguen las inscripciones. Hasta ocho no paramos. ¡Anótense, que es muy divertida y se aprende cantidad! Saludos.