8.9.17

PANORÁMICAS / EDUARDO STUPÍA


Estuve tres veces en Berlín. Una fue mientras todavía había un muro, y me sentí como si viviera escenas de Las alas del deseo. Paré en casas de dos amigos, obviamente del lado occidental. La segunda vez fue en 2001, para cubrir el congreso de la Unión Internacional de Arquitectos para Página 12. La gente del Instituto de Cooperación Iberoamericana me había conseguido un pasaje vía Madrid, y me hospedé en lo de una arquitecta chilena casada con un alemán. La pareja vivía en un edificio tomado en el este. En los espacios vacíos del muro había muchas plazas, y algunos edificios institucionales. La tercera vez fui a un hotel boutique cuatro estrellas, pagado por el Instituto Goethe, para grabar las escenas que le faltaban a Fernando Díaz en el documental Monumento. Encontré que las plazas ex muro estaban ya casi todas ocupadas por mega edificios de empresas multinacionales que volvían a recomponer, ahora comercialmente, la muralla. Entre cada viaje y el siguiente pasó considerable cantidad de tiempo, años. Cada vez que fui vi a una ciudad distinta. Así pasa siempre en los viajes: sacamos una panorámica, volvemos el año siguiente y, aunque nos pongamos en el mismo sitio del observador, a la misma hora del mismo día, la foto va a ser diferente. Aunque el fondo, lo más básico de la foto, sea siempre el mismo, por ser la misma ciudad. ¿Boutade? Nadie baja dos veces al mismo río.
Una panorámica remite a un formato de plano. “En lo que hace a la acepción técnica de la palabra, y especialmente en los ámbitos del cine y de la fotografía, se llama panorámica a una entre tantas otras proporciones de las dimensiones de alto y ancho -conocidas en la jerga como aspect ratio- de la imagen”, leo en la cartilla de la nueva exposición de Eduardo Stupía, sita en el espacio de la Colección Amalia Lacroze de Fortabat. “Más popularmente, la palabra alude, desde luego, a un panorama, un recorte de extensión visual amplia, de disposición horizontal y expandido hacia los costados.”
Son tres series, dos realizadas en España: “Madrid 1” y “Madrid 2”, y una en Uruguay, titulada “Montevideo”. Voy a hablar de la primera de las “Madrid”, una colección de doce aguafuertes y monotipo sobre papel Somerset Satín de 410 gramos, y el aspecto de obra al que Eduardo nos tiene acostumbrados. Son, justamente, panorámicas. Enormes, de 1,65 x 2,30 metros. Stupía me cuenta que debido al nombre, que no indica más que el lugar donde se hicieron las copias y se realizó la exposición original, un curador vio en uno de los papeles reminiscencias del Guernica. Salvo porque es en blanco y negro, tiene formato horizontal y es de un tamaño grande, es imposible llegar a esa referencia.
Él dice que es por la vaguedad de las manchas, que podrían representar muchas cosas. Hay algunas panorámicas que parecen naturaleza, pero hay otras en las que podemos entrever paisajes urbanos (escaleras, calles, terrazas, plazas, edificios). “El lenguaje gráfico, cuando no es explícito, hace que el espectador venga a nombrar, encuentre secuencias, sucesos, visiones. Lo que el artista no nombra, lo nombra el que mira”, afirma Stupía. El bosque gráfico abierto propende a las asociaciones más diversas. “Hasta un falso Guernica”, dice sonriendo.
Yo presiento algo parecido a lo que me pasa con mis fotos de Berlín, sobre todo aquellas en las que repetí lugares exactos en diferentes temporadas. Veo algo de eso en estas panorámicas. Eduardo me explica que es así porque la base de todos los dibujos es la misma, como un plano que se repite. “El soporte gráfico es un papel con un grabado clásico, una aguafuerte directa. Los instrumentos fueron buriles y puntas, sobre una chapa de las dimensiones de la hoja. Con eso se hicieron quince copias en los talleres de Benveniste Contemporary, de Madrid, bajo la supervisión de Dan Benveniste. Esta primera intervención ocupa los bordes del papel y algunas partes intermedias, como si fueran sellos. Sobre cada una de esas copias yo trabajé una monocopia con pinceles, esponjas, espátulas y mis manos. Hay una parte del grabado que se repite en la obra y una intervención manual diferente y posterior. Al final quedaron solamente doce originales”, dice.
Paseamos entre los papeles, perfectamente exhibidos por la curadora Verónica Gómez. Algunos están más claros; a medida que llegamos a los últimos se nota mayor densidad de tinta y acciones. El paisaje inicial cambia, pero es el mismo. Como ir doce veces a una ciudad que se ha completado, que mutó, que muestra grandes modificaciones aunque nosotros nos preparemos para sacar la misma foto. Cuando Eduardo habla dice las palabras movimiento, traslación, transitividad y temporalidad. Dice que quisiera que el observador lo acompañara en ese viaje. Hay un aire de procesión entre la primera lámina que se ve y las últimas, a las que llegamos después de caminar cuarenta metros. Me gusta eso.
Otro ingrediente adicional que incita a ver paisajes o ciudades en estas manchas tiene que ver con el origen de la memoria del artista. Stupía no lo oculta, lo exhibe en la misma muestra. Desde chico viene coleccionando grabados de parques, ríos, montañas; palacios, puentes, torretas; cielos nublados y cielos limpios, y los guarda en cajas, clasificados. Cuenta que en su taller hay lienzos, papeles y collages. “Archivo revistas viejas, profusas en panoramas que posibilitan combinaciones, y después con eso compongo los collages”. Saca muchos de la enciclopedia La ilustración -muy famosa, acota- y de un Larousse francés de cincuenta tomos. Vemos un video con las manos de él armando esos collages de panorámicas absurdas, donde las montañas a veces están al revés, y los ríos pueden desembocar en techos japoneses.
La lógica del collage es siempre un juego: ya lo verificamos antes con los artistas del colectivo Chasco (Hurtado, Brarda, Chocrón). A veces una torre se pega con un torso humano y todo se puede transformar en una nube. Stupía desarma los paisajes de esos grabados existentes y los vuelve a armar, buscando inspiración. Le digo que esto es como mostrar el truco, y él me aclara que no es ningún truco, sólo su “zona lateral”. Le digo también que en la recorrida vi un fragmento de su obra que ahora reconozco, lánguidamente, en esta fotocopia pegada. Le señalo una vertiente tomada de un Pequeño Larousse Ilustrado del 30, expuesta en una de las vitrinas. Le saco fotos a las dos cosas –al collage y a su panorama- y él se ríe. “Puede ser eso, o no. La fragmentación de campo es la forma en la que trabajo las grandes superficies. Decidí exponer los collages para que la gente los use como modo de detención de la mirada y encuentre coincidencias, si quiere”, concluye.
Vuelvo a remitirme a los Chasco y le cuento que ellos trabajan los collages en vivo junto a los espectadores; los vi hacerlo en la Casa de la Cultura de San Isidro, con el fin de jugar con los niños que iban a la visita. O con los grandes que se creen niños. Le digo: “Eduardo, encuentro tu video de composición muy instructivo. ¿No sería bueno hacer un ejercicio pedagógico con escuelas, para que los niños busquen en tus obras los motivos que vieron en los collages?”. Parece posible y divertido. Me contesta: “Cuando yo pinto también veo cosas. Pero el punto está en que las termino de mostrar sin evidenciar ese sentido. Si las terminara de mostrar serían solamente eso. Y yo quiero que sean eso y mucho más. Las alusiones van siempre por cuenta del espectador”.
La línea piensa y hace pensar.
Desde el 25 de agosto hasta el 29 de octubre en Olga Cosentini 141, Dique 4, Puerto Madero.

Y en La Agenda.

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