El martes falleció Abelardo Castillo, gran
cuentista, amigo y maestro. Lo leímos varias veces en la Clínica: “La madre de
Ernesto”, “La fornicación es un pájaro lúgubre”, “El candelabro de plata”. Hoy agregamos “Carpe
Diem”, y estuvimos hablando de su persona largo rato.
También traje “El oficio de mentir”, ese precioso libro sobre el acto de
escribir que coordinó Marìa Fasce con preguntas inteligentes, y fue el
germen involuntario de “Ser escritor”. Va una pregunta con su respuesta de muestreo, para
que les den ganas de leerlo:
MF: Más de una vez ha esbozado una concepción bastante sui generis acerca de los géneros literarios, de sus cruces y relaciones.
AC: Yo encuentro una relación entre el cuento
y el teatro en cuanto a su estructura. La estructura del cuento se podría
describir como una partida de ajedrez: hay una apertura, el medio juego y el
final. Esos son también los tres momentos del teatro: el principio, el
conflicto y el desenlace. Ese esquema se mantiene en obras aparentemente tan
poco clásicas como “Esperando a Godot” de Beckett. Claro que ahì se termina el
parecido. El cuento es un género de casi absoluta lucidez, cosa que no sucede
en el teatro. Por supuesto, nada de esto sirve para ser Beckett o Salinger. En
el fondo no sirve para nada.
MF: Hagamos de cuenta que a alguien le puede
servir. Hace un momento dijo “pero ahí se acaba el parecido”. ¿Dònde empiezan
las diferencias?
AC: La primera diferencia entre la narrativa
y el teatro se da en el modo de pasar la información. En el cuento el autor impone
un punto de vista y un modo de entender
la situación. Si un cuentista dice: “Seguramente se había calumniado a Joseph
K., pues sin hacer nada malo fue detenido una mañana”, no hay ninguna
dificultad en aceptar todo: la calumnia, la inocencia, el nombre del
protagonista y hasta la hora del día en que lo detuvieron. Sobre un escenario,
¿de qué manera se cuenta eso? Tomemos un ejemplo bien elemental:”Juan y Laura
estaban casados hacía diez años”. El lector de un cuento lo cree ciegamente: lo
dice el narrador. En el teatro, ¿cómo hacemos? Nadie en la vida real le informa
a su esposa que está casado con ella ni cuántos años hace de eso. Se necesita,
irremediablemente, crear un conflicto dramático. Por ejemplo, que uno de los
dos diga medio acongojado: “Cuando nos casamos, Laura, vos no eras así”, y el
otro responda fríamente: “Sí, Juan, pero hace diez años de eso”.
También leí un pequeño cuento de Buzzati,
“Una gota”, solamente porque sale nombrado en parte de la charla entre Marìa y
Abelardo.
Hubo, por primera vez, relectura: Fernando
volvió a insistir con su cuento de la casa de la abuela, de terror. Está mucho
mejor que antes, apenas le falta el redondeo. Le leí uno de Kipling que encontré en el libro “El
hándicap de la vida” (Siruela), titulado “El retorno de Imray”. Con un fantasma que jamás se ve, pero aparece de todas otras otras formas: es ruido, susurros, pasos, estática, brisa; es el miedo que le profesan los animales de la casa, dos serpientes y una perra divina llamada Tietjens.
Comimos una riquísima torta de avena y
chocolate, versión danesa, cocinada por las manos maestras de la arquitecta
Moira Sanjurjo. Prometió una torta cada comienzo de mes y cumplió. Tomamos
café.
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